El poeta vive ya la noche de Walpurgis mientras empalidece la luz desvencijada. Arde el mar en lágrimas, mordido el viento por las cenizas inhóspitas. Enamorado de la nada, el escritor se debate como Gil de Biedma entre las ruinas de su inteligencia. Sobre los estragos del devastado sol, decapita las palabras y las estrangula. Sus versos se hacen oscuridad entre las cortijadas de la sombra. Las uñas de la noche se clavan en Nosferatu con tembladera virginal, mientras fulge la mirada de Dafne entre la fronda. Tiembla la amada lejana y sola, mariposa en cenizas desatada. El poeta no sabe si quedará algo de lo que fue quemazón y se hizo brasa. Se escucha esa voz que es un sollozo en la nevada, tagarnina que se enfrenta con el sol, cardillo sobre la arena del aire adormecido, barro flagelado del yacaré, saurópsido acongojante.

Y de pronto se enciende el nuevo libro, Tristissima noctis imago (Planeta), con soberbio epílogo de José Luis Rey, y un Pere Gimferrer en la vanguardia de la palabra, que supera las convulsiones del espigón del miedo y que abre los ojos en la noche de los elfos mientras reposa las manos sobre el vientre de las cáfilas del mundo. Es la devanadera de la brisa de plata, Octavio Paz al fondo.

Pere Gimferrer se vuelve entonces hacia el ángel de los párpados azules, noli me tangere como Rizal, no me toques, que morir es descansar. Mordisquea el sol un clavel envenenado y se rinde ante la amada sobre la espuela en llamas del temporal. Se apaga así la noche de los cántaros de fuego.

La Academia Sueca decidirá pronto distinguir el idioma catalán, la bellísima lengua de Pla y Maragall; Gimferrer ganará entonces para España el Premio Nobel de Literatura

En la esgrima floral del aire trémulo, los versos de Pere Gimferrer se desgarran y enmascaran dentro del cañaveral mudo de la luz. Olvidado entre las azucenas de Juan de la Cruz, el poeta contempla cómo se desvanecen los versos de la Tristissima noctis imago. Desdeña entonces las vanidades de la luz llagada y las esconde en la alacena rosa del invierno. Del invierno de la vida, oscuridad de los nichos y los temblores. Pero no todo ha terminado todavía: retornará el festín de piedra del poeta enamorado.

Pere Gimferrer se ha impregnado con un poema melancólico de Ovidio, Tristezas, en el que tiembla esta estrofa: “Cum subit illius tristíssima noctis imago, / qua mihi supremum tempus in Urbe fuit, / cum repeto noctem, qua tot mihi cara reliqui, / labitur ex oculis nunc quoque gutta meis”. Cuando se me aparece la tristísima visión de aquella noche que fue para mí mis últimos momentos en Roma, cuando de nuevo revivo la noche –traduce A.P. R.– en que tuve que dejar tantas cosas para mí queridas, todavía ahora de mis ojos resbalan las lágrimas.

La Academia Sueca decidirá pronto distinguir el idioma catalán, la bellísima lengua de Pla y Maragall. Pere Gimferrer ganará entonces para España el Premio Nobel de Literatura. Nadie escribe hoy en nuestro país una poesía de tan alta calidad, construida sobre la muchacha ciega de las nieves, en el velero de la oscuridad. El poeta vive sacudido todavía por Juan Ramón y por Rilke, en el derrumbadero del crepúsculo sobre las láminas de luz carbonizadas, entre el estallido de los relámpagos, cuando la melancolía de la belleza que se fue, gotea todavía sobre el autor de Arde el mar.