Carlos Aganzo está considerado como uno de los nombres grandes del periodismo actual.Es además un poeta que escribe con la voz encendida y el temblor lírico en cada verso. Acaba de publicar un libro que emociona: Las ciudades de Machado (Tintablanca), ilustrado por Daniel Parra.

Junto a Rafael Alberti, compañero del alma, compañero, cabe Aleixandre y Juan Ramón, el amigo de Lorca, de Salinas, de León Felipe… fue analizado por Fernando Lázaro Carreter, excepcional director de la Real Academia Española que afirmaba: “Machado no era un poeta de su tiempo sino del siglo XIX, si bien su alta calidad lírica le mantiene entre los nombres grandes de la poesía española de todos los tiempos”.

Carlos Aganzo toma de la mano a Antonio Machado y recorre con los lectores la vida y la obra del autor de Campos de Castilla a través de las ciudades donde vivió: “El niño por las calles de Sevilla. El bohemio por los cafés de Madrid. El romántico por los bulevares de París. El enamorado por los paseos de Soria junto al Duero. El melancólico por los altos miradores de Baeza. El rebelde, con causa, por los balcones de Segovia. El refugiado por los parterres de Rocafort. El perseguido por las calles bombardeadas de Barcelona. El santo laico, por esas rues de Collioure que bajan a buscar al mar peces de plata”.

Aganzo asegura que Machado no sabía cuál de las dos Españas iba a helarle el corazón, pero en Segovia izó la bandera tricolor. El poeta era “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Y escribió versos como espadas al decirle a Líster “si mi pluma valiera tus pistolas”, cuando apenas podía costear la habitación de madame Quintana en Colliure. Admiraba sobre todo a Rubén Darío. En el bachillerato le suspendieron en latín y en castellano.

Tras el revuelo que causó en Madrid el estreno de la Electra de Galdós, se incorporó a la revista del mismo nombre. Ganó las oposiciones a profesor de francés y viajó a Soria, donde parece que las rocas sueñan. En 1927 fue elegido académico de la Real Academia Española. Tras años de desolación por la muerte de Leonor, conoció a su segundo gran amor, Pilar de Valderrama, la Guiomar de sus versos estremecidos. Viejo profesor de 60 años se incorporó a un claustro en el que María Zambrano daba clases de filosofía y Daniel Vázquez Díaz, de dibujo.

En París, Machado establece su aliento literario en el café Criterion al que acuden Pío Baroja y el periodista Luis Bonafoux, “la víbora de Aspères”. Pasa el poeta desde los recitales en los salones galantes a las barricadas en las calles. Se deslumbra ante Bergson, al que conoce en La Sorbona, y escribe una carta a Ortega y Gasset sobre el “sutil judío que muerde el bronce kantiano”. Rubén Darío evoca a un Machado “misterioso y silencioso”, que le pide un préstamo porque “no le queda un sou para su regreso a Madrid”. Leonor muere el 1 de agosto de 1912. “Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería”. Machado escribirá a Ortega para confesarle su “pasión hostil” hacia Francia.

El poeta se traslada a Baeza y allí cicatriza la herida abierta por Leonor. Tras las murallas viejas, “contemplo la tarde silenciosa, a solas con mi sentir y con mi pena”, escribe. Más tarde, en Segovia, “adolescente de 58 años”, según Aganzo, recobra el amor. Allí preside, por cierto, un mitin republicano en el que participan Ortega, Marañón y Pérez de Ayala.

En Madrid y Valencia mantiene encuentros con Alberti, Bergamín, León Felipe, Neruda, Huidobro, Vallejo, Octavio Paz, Miguel Hernández, André Malraux, Tristan Tzara, Iliá Ehrenburg… En la capital de España lee Machado, ante una multitud enfervorizada, El crimen fue en Granada, sobre el asesinato de Lorca. Se traslada al hotel Majestic de Barcelona, donde habían estado Picasso, Miró y Hemingway. Flácido, macilento, con el rostro descarnado, según Capdevila, Machado, ya en el exilio, escribe su último verso: “Esos días azules y este sol de la infancia”.

En Colliure, la ciudad fauvista de Chagall, Matisse y Derain, María Deboher cede un nicho para el entierro del poeta, considerado como un santo laico. “Su altar en el cementerio de Colliure –escribe Aganzo– se ha convertido en un lugar de peregrinación para poetas de todo el mundo”.