Formé parte del jurado del Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma y releo ahora con renovada emoción el libro premiado que me envía Visor: Japonesas. La autora se siente a ráfagas revolucionaria. Al escribir se le encoge el miedo y olvida la muerte. Alucinada, se derrumba sobre la hierba. Destello extraño, esmalte de cristal, azul frontera de las nieves, no sabe en qué parte podrá escapar de su camino literario. Se derraman los haikus como los granos de la granada insólita y recuerda que en su casa tiene harina blanca, cilantro, pimienta, hachís y hojaldres de atún. Si la amada se acercara a su lecho de plumas, ella le ofrecería la luna de leche de sus pechos, el claro silencio adormecido y trufas de Teruel.

Se mira entonces al espejo, indecisa, y se angustia con la posible ausencia de su amada, amada en el amado transformada. Se siente más feliz en tiendas de campaña que en palacios. El amor de ella se vertió sobre un nogal fatigado, mientras centelleaban sus ojos sin respirar. Ella, la que le amaba, era una cierva echada sobre un prado de hierba. Su vientre palpitaba lleno de peces. “Echaremos calor en la humedad del día”, escribe. Y absorta sobre las venas nevadas de su cuello, la enamorada pondrá el frágil sello “que ella adora”. En sus manos, ceñidas en los pechos, “dos pichones reclusos anidaron”. Y se cegaron de amor.

Platón llamó “décima musa” a Safo de Lesbos que gimió bajo la tiranía de Mirsilo. Símbolo del amor entre mujeres, heroína de Ovidio, se lanzó al mar desde la roca Léucade, suicidándose por un incierto amor no correspondido. Isla Correyero se lamenta en sus poemas sin exageración. Pero cae extenuada en brazos de las lectoras, y también de los lectores, al escribir sus versos estremecidos.

“Viene de allá tu ley, también la bronca, amarillo es mi espacio de ámbar fósil. Con sus cristalinos ojos de glaciaciones, ella hiela el tiempo y pone brasas en la mirada, rotas las cadenas de su lugar sin torre”. Son ya las largas horas del desgarro. Carbonizado el corazón se hace deforme, cieno y combate. Y se envuelve en la tortura por la ausencia de ella. Porque “estás en mí, metida y trabajando para excavar un pozo en mi garganta, con tu exigencia quieres escarbarme y con tu lengua helar mi voz salvaje”. Sorda y devastada, la amante abona con sus lágrimas el suelo y con ellas se alimenta, en la fecunda matriz de su memoria terrenal.

Reniega entonces de su reino, siente que la locura le divide el cerebro y le revienta el pulmón con sus cadenas. Desnuda entonces su alma: “Harta de lumbre y vuelo solo vivo en el espeso bosque de mi lecho, sola”. Se lleva, en fin, el equipaje de su ausencia al sosiego impecable de la muerte. Y escribe devastada: “Cada vez más profunda es mi tristeza. Qué táctica tienes que me anula. Imprecisa lesbiana pido máscara que acabe de ocultarme y me enmudezca”. Sin embargo, todavía alienta en ella el amor que se vierte en los haikus finales. “A mis tobillos vuélveles la sangre, y a estos ojos, amada, su locura”. Y suplica: “Duerme sobre mi sueño. Sobre mi luz, reposa”.