Pablo Iglesias es un profesor universitario que carga sobre los hombros el notable equipaje cultural de mil lecturas dispersas. Habla sin vehemencia, la palabra próvida. No gesticula. Se muestra razonador y convincente, aunque su pensamiento resulte pertubador. Tiene cara de andar siempre con pies de plomo. Su palabra parece indoblegable. En el libro que acaba de publicar, Verdades a la cara (Navona), destaca la profundidad de su pensamiento, vertebrado sobre certeros textos en cursiva de Aitor Riveiro.

Pablo Iglesias es uno de los pensadores políticos más sutiles e intensos que he leído en los últimos años. Perdería la objetividad si no lo reconociera así. Desmenuza en las primeras páginas de su libro el acoso antidemocrático y casposo que padeció durante largos meses en su casa, con incidencia sobre su mujer Irene y sobre sus hijos. Su casa, por cierto, no es una mansión ni un casoplón. Es un chalecito de clase media, a cuarenta kilómetros de Madrid, en el que se refugió tras conseguir en elecciones generales 5.189.333 votos y 69 diputados.

Combatió Pablo a los bárbaros de Cavafis, depositó su confianza en alguna ocasión en personas de acrisolada deslealtad y coincidió con los alemanes de Die Linke, los griegos de Syriza, el Front de Gauche francés y las nuevas corrientes comunistas. El mundo liberal conservador le combatió estúpidamente en lugar de integrarlo en la Monarquía de todos. Pablo Iglesias hubiera permanecido republicano, como ocurrió con Tierno Galván, pero habría aceptado que entre las naciones políticamente más libres del mundo, socialmente más justas, económicamente más desarrolladas, culturalmente más progresistas, se encuentran las Monarquías democráticas: Dinamarca, Suecia, Noruega, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Inglaterra, España, Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Japón…

¡Qué error, qué inmenso error el intento de linchar a Pablo Iglesias! Políticamente mi pensamiento está muy lejano al suyo, pero reconozco la honradez de sus planteamientos anticapitalistas, su admiración por Piketty y su enfrentamiento con “la vergüenza y la cobardía de unos gobernantes que solo defienden sus privilegios sin importarles nada más”.

Analiza sagazmente Pablo Iglesias la última década de la vida política española y aunque lo importante es la profundidad de su pensamiento, los chispazos de algunos comentarios se hacen fulgurantes en el libro. Elogia a Enrique Santiago. También a Ione Belarra, a la que conocí cuando no era ministra, en la Universidad de El Escorial y me deslumbró su inteligencia. “Irene Montero –escribe Pablo Iglesias– pudo ser vicepresidenta de España y renunció para defender el interés colectivo”. “No querría estar en la piel de quien subestime el equipo de Ione”, añade. Le asquean los atronadores silencios en torno a Felipe González y desdeña a Dolores Delgado. A Ferreras le dice que “es una pieza más en el engranaje de las fake news y del periodismo basura”. Ensalza con la boca chica a Pedro Sánchez. Reconoce que Ciudadanos no era un socio de fiar para Ayuso. Y que “el trabajo fundamental es el cultural”. “Uno al final es los enemigos que tiene”, escribe.

Se ríe de Mariano Rajoy, al que desmontó con una moción de censura y considera a Podemos como “el fenómeno político español más importante de lo que llevamos del siglo XXI”. Se refiere con sagacidad a Ábalos y a Esperanza Aguirre y asegura que “Cifuentes es un triste juguete roto que se ha comprado Risto Mejide para su programa”. A Yolanda Díaz no le dedica una sola palabra hostil. Subraya que él desembarcó de la vicepresidencia del Gobierno sanchista porque las encuestas excluían a Podemos del parlamento madrileño. Tenía siete diputados. Se apuntó un gran éxito y situó a su partido en diez. Pero, caso único en la vida pública española, en lugar de cantar victoria, decidió retirarse de la política institucional porque no había podido establecer en la Comunidad Autónoma un Gobierno como el que consiguió en la nación. “Siempre me quedó la duda –escribe– sobre lo que podría haber ocurrido si lo de Madrid hubiera salido bien, lo que podría haberme llevado al Gobierno de la Comunidad”.

Hace unos días en un almuerzo con dos políticos prepotentes, uno socialista, popular el otro, me dijeron: “Se acabó Pablo Iglesias. Está muerto”. Después de leer su libro podría yo contestarles: “No os hagáis ilusiones. Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, que “abrir las sepulturas de los muertos más es del azadón que de la pluma”, sentenció Lope.