En su Idea del teatro, José Ortega y Gasset, primera inteligencia del siglo XX español, explica que, a diferencia de otros géneros literarios, la dramaturgia se escribe para ser vista. Se trata de un esfuerzo coral. Importa el autor, pero también el director, la actriz, el actor, el figurinista, la escenografía… Del esfuerzo armónico deriva el éxito. Seguro que Juan Mayorga le da la razón a Ortega y sabe que su obra Silencio se vendría abajo sin la interpretación acongojante de Blanca Portillo. Es ella la que enciende a los espectadores. Durante casi dos horas su monólogo, como en su día la inmensa Ana Belén en Diatriba de amor contra un hombre sentado de García Márquez o Lola Herrera en el Delibes de Cinco horas con Mario, interpreta de forma magistral, con alguna salvedad, a los personajes Mayorga, Bernarda Alba, Sancho Panza, Poncia, Ania, Segismundo, Antígona… Y al silencio. Calla la actriz, ante un público anonadado, durante casi cinco minutos, como cinco fueron en la partitura taceta de la pieza 4'33'' de John Cage, el silencio de la música.

En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, Juan Mayorga nos vapuleó gentilmente a los académicos sentados en el estrado para explicarnos que estábamos de paso y que solo la palabra era permanente en la Casa. El gran dramaturgo, heredero en la Academia de Antonio Buero Vallejo, ha tenido el acierto de teatralizar su discurso. Blanca Portillo nos explica que, en el escenario, cuando todo calla, se escucha el paso del tiempo; que las palabras se escapan de noche de los ficheros académicos para agruparse en exposiciones gramaticalmente correctas; que la Casa es de las palabras porque solo ellas permanecen; que, en el teatro, el silencio se pronuncia porque unos lo temen, pero otros lo necesitan. “El silencio –afirma Blanca Portillo– frontera, sombra y ceniza de la palabra, también es su soporte”. Transforma su valor y como se lee en el Kempis, “mil veces me arrepentí de haber hablado, nunca de haber callado”. Porque “el más discreto hablar no es tanto como el silencio”, escribió Lope de Vega en La dama boba.

Blanca Portillo pasa la batería como un misil y el público sobrecogido se enreda en sus palabras y en sus silencios. Como en la Carta al padre, de Franz Kafka, la actriz se tapa los oídos igual que Ulises para no escuchar a las sirenas. Büchner nos entregó el pequeño, el inmenso Woyzeck, inconcluso, porque la guadaña esgrimida por la muerte le segó en el silencio. Las últimas palabras que pronuncia Hamlet, príncipe de Dinamarca, en la obra de Shakespeare, “el resto es silencio”, condensan la incertidumbre humana.

En un verso eterno, Rubén Darío se planteó lo fatal, tras la muerte y la tumba con sus fúnebres ramos: “Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos”. Se trata de la agria incógnita del hombre contemporáneo que Friedrich Nietzsche planteó con voraz crueldad, “porque Dios ha muerto”.

Y eso es lo que le falta a Mayorga en su Silencio. Antonin Artaud trató de responder a la incógnita abisal con su teatro de la crueldad; y también Samuel Beckett en Final de partida; y Alberti en El hombre deshabitado; y Sartre en su ensayo L’être et le néant, en su novela La nausée, en su comedia Les mains sales; y Francisco Brines en Donde muere la muerte; y Buero Vallejo en La detonación, En la ardiente oscuridad; y Bernanos en Dialogues des Carmélites; y Angélica Liddell en Cuarteto para el fin del tiempo… Todos ellos se esforzaron con su literatura por dar respuesta a la gran pregunta, al estremecedor interrogante de nuestro tiempo: “¿Es la muerte el silencio de Dios?”