Cuando escribo estas líneas –miércoles 17 de septiembre– todavía resuenan en la prensa cultural, no sé si en redes, los ecos del revuelo (otros lo llaman polémica) levantado por la influencer María Pombo. Fue con motivo de unas declaraciones en que venía a reivindicar el derecho a no leer y decía que quienes leen no son mejores por hacerlo. Confieso que no tenía ni idea de quién era esta señora, María Pombo.
El caso es que viene siendo objeto de una especie de linchamiento que no tiene suficientemente presente, me temo, la razón de sus declaraciones: el comentario idiota de uno de sus seguidores, quien, tras ver –no me he aclarado si en Instagram o en Tik Tok– una estantería nueva que al parecer Pombo mostraba toda ufana, escribió: “La librería es preciosísima. Pero si estuviera llena de libros que se han leído, lo sería mucho más. Ahora solo veo trastos”.
Empecemos por preguntarnos: ¿estanterías o librerías? Porque una cosa no entraña necesariamente la otra. ¿Habló Pombo de librería al mostrarnos su estantería? ¿Se confundió? ¿Distinguirá una cosa de otra?
Verán. Hace ya la friolera de catorce años, dediqué una de las primeras columnas de esta sección (“Libros para dónde”, se titulaba) a hablar precisamente de esto, de estanterías. Me cito a mí mismo: “Una interiorista me decía no hace mucho que va haciéndose cada vez más raro que los clientes pidan, como era antes común, librerías para poner libros (es decir, adecuadas a este fin, y no esa especie de aparadores en los que se pone cualquier cosa). Al parecer, las bibliotecas ya no ‘visten’ como lo hacían antes. Cuadros, esculturas, objetos exóticos, piezas y mobiliario de diseño, aparatos de tecnología punta... Hoy bastan estas marcas para sugerir una cultura en la que, como tales, los libros ‘lucen’ cada vez menos”.
Lo mismo –añadía– ocurre con las antaño envidiables colecciones de vinilos o de cedés que algunos ostentaban. El espacio dedicado tanto a los libros como a esos cedés puede estar concentrado hoy en un Kindle o en una lista de Spotify, sin menoscabo alguno de la pasión lectora o musical de su usuario. ¿O es que seguimos sin enterarnos de que ha habido una revolución digital? Que alguien prefiera una estantería llena de libros que de “trastos” es una opción personal, pero no determina de antemano que la librería sea por eso más o menos “preciosísima”.
Lo lamentable de todo este asunto es que, una vez más, la polémica se centre entre los beneficios de leer y no leer, cuando el quid de la cuestión es qué demonios se lee
En mi vieja columna aportaba un dato que tiene interés refrescar. ¿Se acuerdan ustedes del Círculo de Lectores, el club de libro al que llegaron a afiliarse un millón y medio de familias españolas? La vida media de los socios del club solía ser de unos tres años.
Se estimaba que la razón de este arco temporal era que en ese plazo el socio en cuestión acumulaba los libros suficientes –tres o cuatro docenas, bien ordenados en el estante de encima del televisor– para acreditar y quizá satisfacer una cierta afición a la lectura.
Pero aquellos eran tiempos de aspiracionismo cultural. No como ahora, que hasta los pijos se jactan de ser unos tarugos.
Lo lamentable de todo este asunto es que, una vez más, la polémica se centre entre los beneficios de leer y no leer, cuando el quid de la cuestión es qué demonios se lee.
Entre una estantería llena de cachivaches y otra llena de libros de según qué autores y autoras que me abstengo de nombrar para no terminar como la Pombo, pues qué quieren. No sé yo.
Por lo demás, si hemos de fiar que la lectura sea incentivada por influencers como la Pombo y sus pares, la verdad es que estamos apañados. Puede que no haya indicio más concluyente de que la batalla, lo quieran ver o no, está perdida.