Las llaman reading parties (‘fiestas de la lectura’), y al parecer fueron popularizadas desde Nueva York por cuatro amigotes a quienes se les ocurrió, una noche del año 2023, convocar en una azotea de Brooklyn a varias personas para leer juntas y en silencio. La cosa gustó a los participantes, se repitió, y pronto cundió el ejemplo, sobre todo a través de las redes, donde se colgaban las imágenes de estos encuentros.

A través del portal Reading Rhythms, los impulsores de aquella iniciativa han ido organizando “fiestas de la lectura” por todo Estados Unidos, y el modelo no ha dejado de copiarse en otros países.

También en España. El pasado mes de febrero, en el marco del festival Leer Juntos, se organizó una de las primeras reading parties celebradas en este país. La cosa ha continuado, a menudo con el patrocinio de editoriales o de librerías, o en el marco a veces de ferias del libro. Y parece que no deja de prosperar, al menos a la luz de lo leído en un artículo recientemente publicado en el diario La Vanguardia y que llevaba por título: “¿Quedamos para leer? Las reading parties aterrizan en España este verano”.

Los impulsores neoyorquinos de esta ceremonia de la lectura se jactan de estar creando espacios “de pertenencia”. Su formato, dicen, combina “la soledad de la lectura con el elemento social de la conexión”: “Lo que une a nuestros lectores es su compromiso con nuestros valores fundamentales: conexión, intención, diversión y asombro”.

En sus parties –cada vez más populosas, camino de masificarse–, se pone música de fondo y, transcurrido un tiempo de lectura, se abren debates sobre lo leído o sobre cuestiones relativas al libro y la lectura, cuando no interviene algún autor invitado. Uno de los aspectos que más encomian es que se trata de encuentros intergeneracionales.

No puedo menos que reconocer en las 'reading parties' un síntoma más del imparable aunque lento ocaso de la cultura libresca

El mencionado artículo de La Vanguardia recoge unas declaraciones del novelista Mikel Santiago, que ejerció de anfitrión en una “fiesta de la lectura” organizada hace poco en Bilbao: “Fue como ir a hacer yoga multitudinario. La dimensión social de estar leyendo a la vez con mucha gente te ayuda a profundizar y a estar sentado, sin tener prisa por hacer nada más. Estableces límites porque te propones dedicar esa hora a leer, es decir, a ti mismo. Es innegociable distraerte con el teléfono”.

Admito que es fácil y tentador, sobre todo a la luz de las fotografías de estas parties, ironizar sobre las motivaciones de quienes acuden a ellas. Por mi parte, no puedo menos que reconocer en ellas un síntoma más del imparable aunque lento ocaso de la cultura libresca, que entretanto no deja de entonar cantos de cisne. Estos adoptan fórmulas más o menos imaginativas de resistencia, tratando de adaptar los viejos usos de la lectura a las nuevas circunstancias.

Sólo muy tardíamente, a partir de la Baja Edad Media y muy poco a poco, se fue imponiendo el hábito de leer en soledad. Lo más corriente era que alguien leyera en voz alta mientras los demás escuchaban. Pero aquí no se trata en absoluto de esto.

Las reading parties cultivan la paradoja de vivir en grupo una experiencia radicalmente individual, cuando no íntima, como es la lectura silenciosa. No se trata de un ejercicio coral –cada cual lee lo suyo, se sumerge en un libro distinto–, ni siquiera de un ejercicio compartido. Lo veo más –y nada tiene de malo– como un ejercicio “exhibicionista”.

La presencia especular de los otros constituye, por otro lado, un factor de vigilancia y de censura mutuas, actúa como recordatorio del imperativo cultural de la lectura, y lo hace estableciendo unas obligaciones, actitudes y límites horarios que la convierten en algo bastante semejante, se me ocurre, a la “obligación” que tantos sienten de acudir a un gimnasio.