La página final de esta revista suele ocuparla una sección titulada “Esto es lo último”. Consiste en un cuestionario anónimo que responde cada semana un escritor, artista o agente cultural que por cualquier razón se halla más o menos en el candelero. Se trata de un cuestionario-tipo, que introduce algunas variantes en cada ocasión, pero que repite más o menos las mismas preguntas, que reclaman respuestas breves y contundentes.
Soy bastante aficionado a esta modalidad de entrevista rutinaria e impersonal, vamos a calificarla así, que reta al entrevistado a mostrarse ingenioso, agresivo y sorprendente. Suele ser una prueba del algodón que a menudo pone en evidencia la vanidad, la inteligencia, la mansedumbre o el sentido del humor del personaje en cuestión.
Entre las preguntas recurrentes del cuestionario destaco una particularmente capciosa: la que invita al entrevistado a confesar “un placer cultural culpable”. “Es una pregunta cabrona”, como decía Leonardo Padura.
No pierdo ocasión de ojear las respuestas que recibe. La más frecuente, previsible y aburrida es la moralista: la que niega que el placer pueda producir culpa. “No simpatizo con ese concepto. Si produce placer, no debe generar culpa” (Bibiana Collado).
La llamo moralista con toda intención, pues se toma al pie de la letra la disyuntiva planteada, y lo hace obviamente con una perspectiva moral, que encuentra su más neta expresión en la respuesta de Fernando Aramburu: “Nada que me ayude a mejorar y formarme me suscita sensación de culpa”.
La sección de “Esto es lo último” suele ser una prueba del algodón que pone en evidencia la vanidad, la inteligencia, la mansedumbre o el sentido del humor del personaje.
¿Pero quién demonios ha dicho que el placer deba contribuir a la mejora y formación de quien lo experimenta? Por supuesto que tampoco hay que asociarlo mecánicamente a su deshonra y perdición.
No hay que ser muy astuto para entender por dónde va la pregunta, que sugiere, claro está, que todos poseemos un ideal más o menos compartido de lo que es culturalmente valioso y defendible, pero que en privado, y un poco vergonzantemente, obtenemos disfrute, a veces, de productos culturales que juzgamos deleznables, alienantes, incluso moralmente condenables.
En este último sentido, la respuesta más honesta entre las que recuerdo es la de Guillermo Saccomano: “El porno”.
Pero hay otras que entran con naturalidad, sin los remilgos y salvedades a que acuden la mayoría, en el juego propuesto: “Ver realities de cocina” (Francesco Carril), “Las sagas de cine de acción de los 90: La jungla de cristal, Arma letal…” (María Goiricelaya), “Los spaghetti western” (Manolo García), “Ver en bucle vídeos musicales de los 80” (Pilar Adón), “Sucumbir al ritmo de un reguetón” (Piedad Bonnett), “Adoro Jurassic Park” (Lola López Mondéjar), “No me pierdo un concierto de Luis Miguel” (Carmen Amoraga), “Ser un hortera” (Sabino Méndez)…
Ninguna de estas “confesiones” tiene nada de inconfesable ni pone otra cosa de manifiesto que la presión que sobre nuestra conciencia de agentes y consumidores culturales ejerce lo que se suele entender por alta cultura, cultura canónica o, menos engoladamente, glamur cultural, en contraste con según qué productos de la cultura mainstream o de masas.
No deja de ser significativo, a este respecto, que suelan ser mujeres las que responden más desinhibidamente a la pregunta. Entre los hombres se observa mucha más cautela, soberbia o retorcimiento: “Si realmente es placer, no es culpable” (Juan Diego Botto), “Ninguno” (Eduardo Lago), “La cultura es un jeroglífico placentero y sin solucionario en el que nos enredamos voluntariamente. El concepto de culpabilidad no se da. El artista es un prestamista” (Miguel Trillo)… Uf.
“Imaginar una estética fundada hasta el final sobre el placer del consumidor fuese quien fuese, pertenezca a la clase o al grupo que sea, sin consideración de lecturas y de lenguajes: las consecuencias serían enormes, tal vez incluso desgarradoras”, escribía Roland Barthes en su formidable El placer del texto (1973). Me pregunto cuánto se ha intentado, desde entonces, en esta dirección.