Prometí dar algunas vueltas al asunto al que alude el título de esta misma columna: eso de que los escritores blancos –se entiende aquí que del género masculino– estén dejando de atraer el interés de editores y de lectores, al menos en Estados Unidos. Las estadísticas que volcaba en la anterior columna dedicada al tema eran concluyentes, y para muchos escalofriantes.
Repitamos aquí sólo dos datos: desde el año 2020, sólo se ha contado un escritor blanco estadounidense entre los cincuenta y tres escritores de ficción millennial seleccionados por la revista Esquire en sus listas de libros de fin de año. Y lo que es todavía más increíble: ni un solo hombre blanco estadounidense nacido después de 1984 ha publicado una obra de ficción literaria en The New Yorker.
¿Qué demonios puede haber pasado o estar pasando para que ocurra algo así?
Tratemos de ir más allá de la explicación que enseguida viene a la mente de los resentidos: eso de que, claro, qué otra cosa podía esperarse después de décadas de predicar en las aulas toda suerte de consignas feministas, identitarias, interculturales, anticoloniales... todo eso que los botarates amalgaman confusamente bajo la etiqueta de lo woke.
Por supuesto que “el ocaso del escritor blanco” está relacionado con todo ello, pero queda lejos de estar claro que sea una consecuencia o, por el contrario, esté en el origen del nuevo estado de cosas. Quiero decir que deberíamos preguntarnos si el empuje de la diversidad no viene prosperando en la medida en que, desde mucho antes, la hegemonía del hombre blanco fue entrando en declive.
Consideremos sin dramatismo la eventualidad de que la cultura occidental, de que el canon occidental, tal y como los hemos conocido, ha cumplido su ciclo
Hace unos cuatro años les recomendaba desde aquí mismo una estupenda novela de Leonard Michaels: El club (1981; Malas Tierras, 2020). Trata de una reunión de siete hombres (siete machos blancos, heterosexuales, acomodados, todos más o menos en la edad mediana, todos más o menos en celo) que pasan juntos una noche dedicándose a intercambiar los relatos de sus aventuras y desdichas con mujeres. Un auténtico y tristísimo festival de testosterona que, como les decía, a momentos huele intensamente a Philip Roth, pero también a Bellow y a Cheever, a los grandes cronistas del crepúsculo de la masculinidad.
Pues bien, de esto hace ya medio siglo. Entretanto, la literatura de machotes desarbolados y en crisis ya no da para más. Vino luego la de los escritores en crisis (hombres y blancos, cómo no), que ha durado lo suyo. Y está por ver aún cómo se gestiona la crisis de ser blanco, que viene tardando algo más pero que está al caer, ya verán. De hecho, es una de las bazas que resta al colectivo del que nos venimos ocupando: poner en juego su supuesta supremacía racial, algo bastante difícil de hacer cuando todavía parece quedar lejos la perspectiva de que, en efecto, se halle en juego.
De cualquier modo, “el ocaso del escritor blanco” admite ser contemplado como una buena noticia, en cuanto síntoma de un cambio profundo en la correlación de fuerzas. Un cambio escasamente reconocible todavía en los planos geopolítico y sociológico, pero sí en el plano cultural, que en este sentido vendría actuando como una especie de vanguardia. Baste pensar en qué medida la novela anglosajona ha sido renovada por las aportaciones de decenas de escritores angloindios, caribeños, afroamericanos, latinos, asiáticos...
Me propongo seguir pensando al respecto, la cuestión lo merece. De momento, consideremos sin dramatismo la eventualidad de que la cultura occidental, de que el canon occidental, tal y como los hemos conocido y usado hasta ayer mismo, ha cumplido su ciclo, o cuando menos ha cumplido un ciclo. El que, iniciado en la cultura grecolatina, concluye, en la segunda mitad del siglo XX, con el progresivo auge del movimiento feminista, los procesos de descolonización y la revolución digital.