Se cumple este año el 150 aniversario del nacimiento de Antonio Machado, ocurrido en Sevilla el 26 de julio de 1875, y con este pretexto se vienen programando, como era de esperar, toda clase de actos y de conmemoraciones. Ya sostuve en su día, desde aquí mismo, que ningún otro poeta español, ni siquiera Lorca, ha tenido una presencia tan recurrente en la vida cultural y política española de la segunda mitad del siglo XX.

La situación parece prolongarse en esta primera mitad del siglo XXI. La obra de Machado, no cabe duda, es una golosina a la que mal pueden resistirse cuantos se ven necesitados, en sus discursos y declaraciones, de una cita prestigiosa que provoque unánime asentimiento. Y en estos tiempos de supuesta “guerra cultural” es toda una juerga observar cómo las derechas y las izquierdas políticas compiten por arrimar el ascua a su sardina.

Transcurridos apenas cinco años desde la celebración –un poco inopinada– del 80 aniversario de su muerte, en 2019 (pretexto que reunió en la tumba de Machado en Colliure a Pedro Sánchez y Emmanuel Macron), los fastos de esta nueva efeméride ya se adelantaron en 2024, con la inauguración en Sevilla, el pasado mes de octubre, de la exposición titulada Los Machado, retrato de familia, dedicada a los dos hermanos, Antonio y Manuel, nacidos uno y otro con un solo año de diferencia (Manuel en 1874).

La obra de Machado es una golosina para los que se ven necesitados en sus discursos de una cita prestigiosa que provoque unánime asentimiento

El comisario titular de esta exposición –que se puede ver ahora mismo en Burgos y a partir de abril en Madrid– tuvo que ser, quién si no, Alfonso Guerra, que en los actos de presentación no perdió la oportunidad de abundar –¡y dale!– en la “buena hombría y ciudadanía” del poeta. Y no es que esté mal destacar la calidad humana y civil de Machado, menos aún reivindicar la relación cómplice y tan afectiva que mantuvo hasta el final con su hermano, pero una y otra vez hay que recordar, al lado de tantas consideraciones éticas que a menudo envuelven a Machado con inciensos de beatería, que se trata de un poeta cardinal.

Releyendo estos días los diarios de Jaime Gil de Biedma, constato de nuevo la altísima estima en que tuvo a Machado. Él mismo parece asombrarse, a cada nueva lectura, de su calidad como poeta. Recuerda haberle dicho a Jorge Guillén, en 1951, que la lectura de Machado le producía una reiterada “sorpresa y casi impaciencia”, porque “parece que uno no acaba nunca con él: a cada vez descubrimos que es mucho mejor de lo que le recordábamos”.

Y añade a la altura de 1960: “Uno –me ha pasado a mí ahora– llega literalmente a tener la sensación de que el poeta, entre una y otra lectura, se ha aprovechado para corregir sus poemas, incluso para reescribirlos por completo: nos aparecen ahora tanto más terminados, con una significación tanto más clara. Le pasa a don Antonio lo mismo que Gabriel [Ferrater] decía de Stendhal: que tuvo y tiene la mala suerte de ser mucho más inteligente que todos nosotros, contemporáneos, poetas, lectores y críticos, sin excepción. Hoy, él y Yeats […] me parecen los dos poetas más importantes que ha producido Europa en lo que va de siglo”.

Quien dice esto es, pese a su juventud, un cultivado y muy fino degustador de la tradición poética anglosajona y francesa; ha leído exhaustivamente a Baudelaire y a Mallarmé, ha traducido a Eliot, admira a Auden, mantiene una relación viva con Vicente Aleixandre y Jorge Guillén, además de con los poetas de su propia generación, y ha frecuentado y estudiado a fondo la poesía clásica castellana. Tanto más concluyente es un diagnóstico que nos recuerda no sólo la ejemplaridad de Machado sino la inagotable profundidad de su poesía y de su pensamiento.