¿Debería un autor estar o al menos sentirse obligado a dar cuenta de lo que ha escrito, como un fabricante cualquiera debe darla del producto que ha puesto a la venta?

La pregunta, de buenas a primeras, tiene todo el aspecto de un despropósito, de una insensatez. Pero si un tetrabrik de leche, pongamos por caso, lleva en su cartón un teléfono de “atención al consumidor”, ¿tan extraño sería que un libro llevara asimismo una dirección de correo a la que un lector decepcionado o confundido pudiera dirigirse para reclamar a su autor una explicación?

Eso mismo le ocurrió a Franz Kafka el 10 de abril de 1917, cuando llegó a sus manos una carta de Siegfried Wolff, doctor en Ciencias Políticas. En ella, muy educadamente, este buen hombre le trasladaba la contrariedad que le había ocasionado la compra de un ejemplar de La metamorfosis para regalárselo a su prima. Al parecer, su prima no había entendido nada, y le había pasado el ejemplar a su madre, que tampoco había entendido el libro. La madre, a su vez, se lo había pasado a otra prima del doctor Wolff, que por su parte tampoco acertó a encontrar ninguna explicación a la historia que allí se narraba, la de ese hombre convertido en bicho.

¿Tan extraño sería que un libro llevara una dirección de correo a la que un lector pudiera dirigirse para reclamar a su autor una explicación?

“Ahora me han escrito a mí”, le contaba el doctor Wolff a Kafka. “Se supone que debo explicarles la historia, porque soy el que tiene título de doctor en la familia. Pero estoy perplejo”. Y añadía: “¡Dios! He estado batiéndome con los rusos en las trincheras durante meses y no he pestañeado. Pero no soportaría que mi prestigio ante mi prima se fuera al diablo. Solo usted puede ayudarme. Tiene que hacerlo, porque es quien me ha arruinado la fiesta. Así que dígame qué tiene mi prima que pensar de
La metamorfosis”.

Se ignora si Kafka respondió a esta carta, aunque, dada su cortesía y su delicadeza, todo invita a pensar que sí lo hizo. Según su más autorizado biógrafo, Reiner Stach, “es improbable que Kafka pudiera sustraerse a la diversión de instruir lacónicamente” al doctor Wolff.

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Por mi parte, no estoy tan seguro de que, por mucho que se la tomara con humor, la carta no lo afectara, y desde luego dudo que en su eventual respuesta se dedicara a instruir al pobre doctor Wolff de ninguna manera.

Cuánto quisiera leer la carta de Kafka, de haberse conservado. Tengo la convicción de que sería un dechado de buenas maneras, una carta llena de humildes explicaciones y de disculpas, en absoluto servil, en absoluto arrogante, tampoco irónica.

Por lo demás, ¿cómo le cabe a un autor responder a una carta así? ¿Debería responderla? ¿A quién corresponde salir al paso de la perplejidad o de la decepción de un lector? ¿Al autor? ¿Al editor? ¿A la crítica?

¿Cabe desentenderse del apuro del pobre doctor Wolff, de su desprestigio? ¿Cabe dejarlo solo frente a su prima, que empieza a sospechar de su criterio como lector, dado que él mismo es incapaz de allanar su propio desconcierto?

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No son preguntas retóricas.

Reiner Stach anota que, meses después, con fines que se desconocen, Kafka apuntó la dirección de Hedwig Courths-Maler (1867-1950), popularísima autora de novelas románticas, todavía hoy auténticos best-sellers. Vivía en Berlín, en Charlottenburg, en la Knesebeckstrasse 12. ¡En la misma casa en que vivía Siegfried Wolff!

Seguro que a ella nunca fue nunca a pedirle explicaciones de sus libros el doctor Wolff. ¿Cómo no se le ocurrió regalar a su prima cualquiera de las novelas de esta señora? Aquí reside el verdadero enigma: ¿qué indujo al doctor Wolff a comprar La metamorfosis? ¿Dónde demonios empieza el malentendido? ¿Pero se trata de un malentendido? ¿Solo de eso?