Escribo esta columna en vísperas de que dos magistrados ingleses decidan si Julian Assange debe ser extraditado o no a Estados Unidos. Dentro de una semana, cuando esta misma columna se publique, quizá ya sepamos cuál ha sido la resolución de los magistrados, y tendremos un nuevo motivo para deprimirnos o, quién sabe, puede que, por una vez, para experimentar un cierto alivio, sólo eso.

Pero no me propongo hablar aquí del “caso Assange”, sino de un reportaje publicado en The New Yorker el pasado 9 de febrero acerca del artista conceptual ruso Andrei Molodkin (1966). La autora del reportaje, Nadia Barba, visitó a Molodkin en Cauterets, la pequeña ciudad balneario de los Pirineos franceses en que este artista fijó su residencia ya hace años.

Allí Molodkin ha venido recibiendo en los últimos meses, por parte de otros artistas y coleccionistas, obras de importante valor, entre ellas algunas firmadas por Rembrandt, Picasso, Warhol, también por Santiago Sierra, Sarah Lucas y otros artistas contemporáneos… Las obras le han sido confiadas a Molodkin en calidad de rehenes, digámoslo así, y permanecen custodiadas en una cámara acorazada de treinta y dos toneladas de peso instalada en The Foundry, el centro de arte experimental creado por el propio Molodkin hace ya una década.

Si algún día Julian Assange es puesto finalmente en libertad, serán devueltas a sus dueños.

Si, por el contrario, muere en la cárcel —algo más que probable si la justicia británica falla a favor de su extradición—, las obras en cuestión, dieciséis en total, quedarán destruidas por una sustancia altamente corrosiva que se esparcirá por el interior de la cámara acorazada mediante un mecanismo dispuesto para ello.

Entre el chantaje y el sacrificio en nombre de la libertad de expresión, 'Dead Man's Switch' infita a plantearse algunas preguntas incómodas sobre la función del arte

La “instalación” de Molodkin se titula Dead Man’s Switch (El interruptor del hombre muerto), y cuenta con dos cámaras de vídeo, una en el interior de la cámara acorazada y otra fuera, que, llegado el caso, retransmitirán en directo, a través de un canal de YouTube, la suerte que finalmente corran los “rehenes”, cuyo conjunto está valorado en cerca de cuarenta y cinco millones de euros.

La iniciativa de Andrei Molodkin me produce reacciones contrarias. Hay algo frívolo en ella, que despierta mis escrúpulos y suspicacias. Pero tiene algo de provocador que atrae mi interés. Lo relaciono con las acciones de los ecologistas que embadurnan la Gioconda y otros cuadros célebres. Algo en principio indignante y desorbitado, pero que no deja de tocar un punto sensible de nuestra conciencia. ¿De qué se trata exactamente? No me siento muy capaz de conceptualizarlo, pero tiene que ver con el valor patrimonial que atribuimos al arte. No me refiero solamente a su valor material, aunque también, sino al papel que el arte desempeña como supuesto depositario de lo que la humanidad tiene de más elevado y —por así decirlo– imperecedero.

“¿Cuál es el mayor tabú: destruir el arte o destruir la vida humana?”, pregunta Stella Assange, la esposa de Julian. Por su parte, el galerista milanés Giampaolo Abbondio, propietario del Picasso cedido como rehén, declaró que decidió entregarlo con la convicción de que “es más relevante para el mundo tener un Assange que un Picasso extra”. Molodkin, a su vez, declaraba a The Guardian, días atrás, que su propósito no es otro que generar un debate sobre por qué “destruir la vida de las personas no significa nada, pero destruir el arte es un enorme tabú en el mundo”.

A medio camino entre el chantaje y el sacrificio en nombre de la libertad de expresión, Dead Man’s Switch invita a plantearse algunas preguntas incómodas sobre la función y los usos del arte, sobre sus conexiones con el presente, con la vida real, y sobre los valores que pretende preservar. No está de más ponerlas sobre la mesa.