Quizá me equivoque, pero tengo la impresión de que –con la sola excepción, creo, de Víctor García Guerrero en la revista digital La Soga– los medios españoles apenas se hicieron eco de un curioso artículo publicado en The Guardian el pasado mes de diciembre. El artículo daba noticia de un amplio estudio estadístico conforme al cual, en Gran Bretaña, la proporción de músicos, escritores y artistas pertenecientes por origen a la clase trabajadora se ha reducido a la mitad desde la década de 1970.

Concretamente, ha pasado de un 16,4 por ciento a un 7,9 por ciento. Claro que –por decirlo todo– también se ha reducido a cerca de la mitad la proporción general de jóvenes nacidos en hogares de clase trabajadora: de un 37,6 por ciento al 21 por ciento.

La fuente del estudio, publicado en la revista Sociology por un equipo de investigadores de las universidades de Edimburgo, Manchester y Sheffield, se basa en datos de la Oficina Nacional de Estadísticas. Su objetivo es analizar la movilidad social en el sector cultural, y sus conclusiones tienen interés.

Desmienten, en primer lugar, el mito de la “meritocracia”, esa idea ampliamente extendida de que “el sector cultural comprende un conjunto de ocupaciones que se suelen contratar en función del talento, independientemente del origen social”. Por otro lado, los autores del estudio observan que, lejos de mejorar, la movilidad social, por lo que toca a esas ocupaciones culturales, tiende más bien a empeorar.

En cualquier caso, “no ha habido cambios en el patrón subyacente de movilidad por lo que respecta a trabajos creativos”. De hecho, las posibilidades de encontrar trabajos “creativos” siguen siendo “profundamente desiguales en términos de clase”, si bien –importa hacerlo constar– no lo son mucho más que en épocas anteriores.

Los bajos salarios y el trabajo precario que caracterizan al sector siguen siendo “barreras obvias para el acceso al mismo de quienes no tienen apoyo económico”

El estudio deshace también el mito de que, en décadas pasadas, se produjera algo así como una “edad de oro” en lo tocante al acceso a empleos “creativos” por parte de jóvenes de la clase trabajadora. Demuestra además cómo “las cuestiones de género y etnicidad agravan las desigualdades de acceso al sector cultural”.

Los bajos salarios y el trabajo precario que caracterizan al sector siguen siendo “barreras obvias para el acceso al mismo de quienes no tienen apoyo económico”, concluye el estudio, según el cual “las desigualdades estructurales en las industrias creativas no son nada nuevo y están profundamente arraigadas”, por lo que “se requieren reformas igualmente profundas” en las políticas de apoyo a las aspiraciones creativas y en las prácticas de contratación y promoción del trabajo cultural.

Entretanto, el dato constante es que las personas nacidas en el seno de familias más o menos acomodadas siguen teniendo cuatro veces más probabilidades de acceder a trabajos de carácter “creativo” que las nacidas en hogares de clase trabajadora.

Uno desearía que se hiciera en España un estudio de esta naturaleza. Hay razones para sospechar que sus conclusiones no serían demasiado distintas, y que en todo caso lo serían en el sentido menos halagüeño.

Como fuere, contribuirían a explicar, según apunta The Guardian, que la experiencia de crecer en un hogar de clase trabajadora aparezca escasamente representada en novelas o películas, y que cuando se aborda sea, o bien para ilustrar un proceso de desclasamiento, o bien para alimentar cierta “pornografía de la pobreza”.

El artículo de The Guardian, firmado por James Tapper, recogía, entre otros, el testimonio del actor Gary Oldman, descendiente de familia trabajadora, que en 1997 dirigió con gran éxito de crítica Los golpes de la vida, película sobre el deprimido barrio londinense en que se crio, con la que obtuvo varios premios. “La gente me pregunta por qué no he vuelto a dirigir”, explica Oldman. “Pero no ha sido por falta de intentos. No quieren otra película así, ese es el problema. Quieren Cuatro bodas y un funeral”.