A quienes somos aficionados a leer, nos ocurre a menudo que lo hagamos en un lugar más o menos concurrido, ya se trate de una casa familiar o llena de conocidos, ya de un lugar público, como pueden serlo la mesa de un café, la playa durante el verano o, más probablemente, un vagón de tren. No siempre lee uno en soledad, ciertamente, por mucho que la actividad misma de leer sea una actividad solitaria y presuponga cierta voluntad de aislamiento.

Aun rodeado de gente –en una sala de espera, pongamos por caso–, se diría que el hecho mismo de leer, la determinación de abrir un libro, sugiere que no se halla uno disponible para la conversación. Mi experiencia, sin embargo, me dicta que no es así como lo entiende la mayoría. Me refiero a la mayoría integrada por los no lectores.

En cualquiera de esos lugares a los que he hecho mención, pasa a menudo que, por cualquier razón, alguien que se halla cerca te dirija la palabra. Tú estás tranquilamente leyendo y esa persona, sin temor ni apuro por interrumpirte, te dirige la palabra.

Por lo general se trata de una pregunta o de un comentario circunstancial, al que uno responde educadamente, según el humor puede que incluso cordialmente, aunque sin cerrar el libro ni dar a entender en modo alguno que te propones interrumpir la lectura. De manera que, hecho el correspondiente intercambio de comentarios y cortesías (en el caso frecuente de que se trate de un desconocido), uno retoma su libro y se sumerge de nuevo en él, tan campante.

La cosa, sin embargo, raramente termina allí. Lo más común es que el vecino o la vecina en cuestión, pasado un rato, vuelva a interpelarte.

Descartemos de entrada –¡por favor!– todo marco hipotético de ligue o de seducción; pensemos en una situación que obvia, dados sus componentes, cualquier intención en
este sentido.

El caso es que el vecino o la vecina en cuestión vuelve a dirigirte la palabra, de nuevo con una pregunta o un comentario circunstancial, que tiene por efecto interrumpir tu lectura.

Otra vez respondes con cortesía e incluso amabilidad, enredándote eventualmente en una corta conversación de contenido irrelevante, simple cháchara en el mejor de los casos.

Eso sí: a la primera de cambio, uno, que en ningún momento ha cerrado el libro ni ha hecho ademán de dejarlo de lado, fija la mirada en él (sin deshacer la sonrisa, para no resultar antipático) y reemprende la lectura. Pero no lleva leídas dos páginas cuando se produce una nueva pregunta, un nuevo comentario.

¿Pero es que no se da cuenta de que estoy leyendo?, se pregunta uno, casi siempre resistiendo la tentación de gritárselo a quien parece pasarlo por alto.

Ha llegado el momento decisivo. O te resignas a abandonar la lectura y te entregas a la conversación, o, con más o menos simpatía o severidad, das a entender, ya de manera explícita, lo que parece obvio, es decir, que estás leyendo y que lo haces por propia elección, cualesquiera sean tus motivaciones.

En cuanto a esa pregunta (¿pero es que no se da cuenta de que estoy leyendo?), seamos razonables. Claro que nuestro vecino se da cuenta, pobre de él. Lo que pasa, simplemente, es que quienes no tienen afición por la lectura suelen pensar que leer viene a ser poco menos que la última opción, algo que uno hace cuando no le cabe hacer otra cosa, por ejemplo conversar.

Considérese la dimensión del malentendido: uno, por educación y cortesía, se abstiene de mandar al cuerno a quien, por educación y cortesía, se propone piadosamente sacarte de él.

¿Cómo evitar, siendo así, que la situación se repita?