Dado que el 23 de abril se celebra también el Día de la Rosa, no está de más plagiar la célebre tautología de Gertrude Stein para recordarnos, a quienes tendemos a olvidarlo, que un libro es un libro es un libro.

Lo que vengo a decir es que el Día del Libro homenajea, en concreto, la existencia y la difusión de ese artefacto tecnológico-cultural que llamamos libro, cuyos precedentes remontan muy atrás, pero que desde hace ya unos cuantos siglos consiste básicamente en un bloque de hojas de papel impresas y encuadernadas, ya sea con hilo o pegamento. Lo que en la actualidad se entiende por “libro digital” poco o nada tiene que hacer, de momento, en esta jornada. Todavía, y a saber por cuánto tiempo, el Día del Libro es el Día del Libro, sin más.

La sumarísima descripción que acabo de hacer de este objeto elude con toda deliberación cualquier connotación literaria. Y es que, por mucho que el libro haya sido y siga siendo el cauce principal de lo que entendemos comúnmente por literatura, ésta es sólo una de las muchas, infinitas materias que se sirven del libro para su plasmación, conservación y circulación.

Del mismo modo que no es la fiesta de la Literatura, el Día del Libro tampoco es la fiesta de la Lectura. Es la fiesta del Libro, a secas. Y con eso ya está bien

Yendo al grano: el Día del Libro no es el Día de la Literatura, por muy extenso que sea el sentido en que se emplee este concepto. Me temo que hay cierta confusión a este respecto. Una confusión que alientan, sin duda, múltiples indicios, empezando por que el Día del Libro se celebre en la fecha en que se supone que murieron Miguel de Cervantes y William Shakespeare. A los efectos, más idóneo hubiera sido hacerlo coincidir con el del nacimiento o muerte de Johannes Gutenberg, pongamos por caso. Pero está claro que el malentendido está muy arraigado y es difícil de deshacer.

En términos muy generales, se da por supuesto que son sobre todo obras literarias o de cierto peso cultural, así sea muy liviano, las que se exponen en los puestos de libros, y que son sobre todo escritores, en el sentido más corriente del término, los que se sientan en esos mismos puestos a la espera de que acudan lectores deseosos de que les firmen un ejemplar. Por lo mismo, se presume que son lectores, en un sentido cabal, los que merodean de puesto en puesto y abarrotan las calles y las plazas, escogiendo el libro que se proponen obsequiar a otros lectores como ellos.

Pero la cosa no es exactamente así, y no supone ninguna tragedia constatarlo. Basta remitirse, año tras año, a las listas de los libros más vendidos durante la jornada, y al perfil de sus autores. Basta preguntarse quiénes son las personalidades ante las que se forman las colas más numerosas, y ya de paso repasar con atención a qué títulos corresponden las más altas columnas de libros expuestos.

Por grande que sea la decepción que esto cause entre los más ingenuos, conviene decir que no hay razón alguna para rasgarse las vestiduras. Que del mismo modo que no es la fiesta de la Literatura, el Día del Libro tampoco es la fiesta de la Lectura. Que es la fiesta del Libro, a secas. Y que con eso ya está bien.

Pues un libro no es un objeto culturalmente connotado a priori. Son igualmente libros el Quijote, un manual de horticultura, Mein Kampf y el código de circulación. Y quienes hacemos uso de él, y somos adictos a su materialidad, ya podemos darnos con un canto en los dientes por el hecho de que, pese a tantos agoreros que anuncian su final, sobreviva y hasta goce de buena salud, y encima lo festejen tirios y troyanos.

¡Que dure! Eso, que dure.