Leí recientemente, por fin, un libro muy recomendable: El último proceso de Kafka, de Benjamin Balint (Ariel). Esta revista publicó en su momento la reseña que escribió Lev Mendes para la New York Times Book Review, que a mi juicio no hace justicia al espléndido trabajo de Balint, de una agudeza y de una ecuanimidad sorprendentes. A estas alturas, a uno le cuesta esperar que nadie pueda hacer aproximaciones novedosas, menos aún sustanciales, al legado de Kafka. Y, después de la apabullante biografía de Reiner Stach (Acantilado), cabe preguntarse si queda algo por decir acerca de su vida y de su personalidad.

Lo que Balint, sin embargo, se propone es algo que, más que a Kafka, nos concierne a nosotros, sus lectores. Lo que él hace, propiamente, es servirse de Kafka para plantear una reflexión de amplio calado acerca de una cuestión peliaguda y según cómo apasionante: ¿cuáles son los criterios de pertenencia que autorizan a reclamar como propio a un escritor? ¿La patria? ¿La lengua? ¿El linaje? ¿La tradición? ¿La religión? ¿El arraigo, voluntario o no, en un territorio determinado, en una determinada comunidad? ¿Los afectos? ¿Las ideas? ¿Y hasta qué punto éstos u otros criterios pueden exceder o simplemente prescindir de la filiación expresa del escritor en cuestión? Preguntas especialmente acuciantes en una época de nomadismo generalizado; una época en la que, como decía Steiner, la literatura se ha convertido en “una estrategia de exilio permanente”.

¿Pueden los herederos legales de un escritor disponer a su antojo de sus escritos, con libertad de destruirlos o de manipularlos, de ocultarlos o de censurarlos?

Repleto de bien administrada información, El último proceso de Kafka está escrito muy hábilmente con técnicas de documental. El hilo narrativo lo constituye el seguimiento de la batalla legal entre los estados de Israel y Alemania por la posesión de los “papeles” de Kafka, en poder de Eva Hoffe. Eva era hija de Esther Hoffe, la secretaria de Max Brod, a quien correspondieron por herencia, y se resistía a cederlos a la Biblioteca Nacional de Israel. Las circunstancias del juicio que terminó expropiando a Hoffe de su herencia están llenas de turbias motivaciones y dudosas legitimaciones.

El fallo del Tribunal Supremo de Israel, hecho público en agosto de 2016, dio lugar a todo tipo de reacciones y de interpretaciones. Como escribe Labint, “el juicio ofreció una objetiva lección acerca de cómo la reclamación por Alemania de un escritor cuya familia fue diezmada por el Holocausto se enreda con el intento de posguerra del país por superar un pasado vergonzoso”, pero el juicio “también reavivó un histórico debate acerca de la ambivalencia de Kafka hacia el judaísmo y la perspectiva de un Estado judío, y acerca de la ambivalencia de Israel hacia Kafka y hacia la cultura de la Diáspora”.

Entre medio, el caso de los papeles de Kafka contribuye también a reflexionar sobre el concepto de propiedad, tanto física como intelectual, cuando se trata de patrimonios culturales de interés público. ¿Pueden los herederos legales de un escritor disponer a su antojo de sus escritos, con libertad de destruirlos o de manipularlos, de ocultarlos o de censurarlos?

Las cuestiones que plantea Labint en su libro admiten ser extrapoladas a contextos bastante menos dramáticos, en los que sin embargo siguen siendo pertinentes. Pienso ahora, pues escribo desde aquí, en Cataluña y en el concepto más o menos restringido de pertenencia a su cultura que determina la condición de uso o no de la lengua catalana.

Kafka era un escritor checo de origen judío que escribía en alemán. Curiosamente, la República Checa no litigó por su legado, a pesar de que Kafka residió en Praga la mayor partede su vida, y de que es en el cementerio judío de esta ciudad donde se halla enterrado, al lado de sus padres.