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Mínima molestia

Diálogo

22 marzo, 2019 01:00

Semanas atrás, Nadal Suau publicó en esta misma revista una reseña del libro con el que Elvira Sastre ha obtenido el Premio Biblioteca Breve 2019: Días sin ti (Seix Barral). Era una reseña anómala, que no ha dejado de suscitar reacciones enconadas. Y digo anómala porque, más que sobre el libro mismo (sobre el que quedaba claro de partida que no había mucho que decir), discurría sobre la dificultad que sentía Suau de hablar de él, de dialogar con él.

Me reconozco en esa dificultad de Suau para abordar un libro como el de Sastre, del que nunca se hubiera ocupado de no haber sido catapultado mediáticamente, y de no haber obtenido un fraudulento marchamo de calidad literaria por virtud del premio con el que ha sido distinguido.

En los años en que me dedicaba al reseñismo, también a mí me tocó ocuparme varias veces de libros más o menos impotables que alcanzaban notoriedad gracias a cualquiera de esos sonados premios literarios concedidos por editoriales; premios que, todavía hoy, constituyen el rasgo más peculiar -y más nocivo- del sistema literario en lengua española.

Por ceñirme ahora a la segunda y desdichada etapa del Premio Biblioteca Breve, recuerdo las severas reseñas que dediqué a las novelas que lo obtuvieron en las ediciones de los años 2000 y 2002: Los impacientes, de Gonzalo Garcés, y Satanás, de Mario Mendoza, respectivamente. Dos novelas que no me consta que hayan dejado un rastro muy memorable, como me temo que no lo ha dejado prácticamente ninguna de las que han obtenido este galardón en las dos últimas décadas, por mucho que -habiendo renunciado los editores a la inicial perspectiva de catapultar nuevas voces, sobre todo de Latinoamérica- sus autores hayan solido tener luego algo más de caché, por así decirlo.

En razón de qué un jurado se presta a actuar de comparsa en una mascarada que, más que una 'derrota de la literatura', constituye la enésima manifestación de la confusión y desesperación de ciertos sectores de la industria editorial

Lo mismo da. La ceremonia del premio sigue celebrándose año tras año con la misma pompa, cínicamente avalada por todo tipo de agentes culturales -escritores, periodistas, críticos, agentes, editores- que a ella concurren. Año tras año, la prensa cultural actúa de caja de resonancia de lo que, sin que nadie lo diga, constituye a todas luces una operación publicitaria -otra más- que apenas hace esfuerzos para encubrir la farsa que suponen la convocatoria pública, los centenares de originales presentados, las deliberaciones del jurado.

Aun sin haber leído Días sin ti (ni falta que me hace), creo entender a qué se refiere Nadal Suau cuando dice que es imposible debatir críticamente con un libro así, que se instala en un espacio impermeable a la crítica. Pero se equivoca Suau, me temo, al suponer que eso cierra toda posibilidad de diálogo con el libro. Pues de ello se deduce una concepción del libro mismo como texto autónomo, abstraído del relieve que le otorgan y de las significaciones que le atribuyen las circunstancias de su publicación y de su recepción. Y es esta una concepción a mi juicio reduccionista, que se halla en la raíz de esa ineficiencia, de esa impotencia crítica de la que la reseña de Suau se lamenta.

Probablemente, la insustancialidad literaria de Días sin ti obvia el empleo de determinadas categorías críticas con las que la novela misma ni siquiera pretende confrontarse. Pero eso no obsta la resuelta interpelación al libro en cuanto objeto al que se quiere hacer pasar por otra cosa distinta de lo que es, invistiéndolo -quizás a su pesar- de una ambición literaria que ni siquiera lo anima y convirtiéndolo en agente engañoso de una usurpación.

Usurpación tanto más denunciable en cuanto se arropa con la presunta legitimidad que le otorgan un sello de prestigio y un jurado a cuyos miembros (en esta ocasión Pere Gimferrer, Lola Larumbe, Rosa Montero y Agustín Fernández Mallo) bien cabe preguntarles -y eso también entra en este caso en el diálogo con el libro- en razón de qué se prestan a actuar de comparsas en una mascarada que, más que “una derrota de la literatura tal y como algunos la entendemos”, como dice Suau con exceso de pesimismo y de grandilocuencia, constituye más bien la enésima manifestación de la confusión y de la desesperación de ciertos sectores de la industria editorial a la hora de redefinir su objeto, su público, su continuidad misma.