BIBLIOTECA. Me personé en la puerta de la Biblioteca Nacional. Allí hasta tres empleados quisieron saber qué me proponía. Ver la exposición sobre Jorge Luis Borges y El Aleph, con ocasión del 80 aniversario de la publicación del cuento, dije. Imposible, dijeron casi al unísono, no hay tal exposición.

Yo había confirmado hasta tres veces por Google la existencia de la muestra y, empuñando mi móvil, fui a enseñarles la meridiana información. Pero esta vez leí bien: la exposición estaba abierta, sí, solo que en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno de Buenos Aires.

La inequívoca equivocación mía, dispuesto a sacarle punta a lo que fuera, me pareció de inmediato borgiana. Al fin y al cabo, Borges fue, durante muchos años bibliotecario, y la exposición en su homenaje muy bien podía celebrarse en la biblioteca que más le conviniera, tanto más en la nacional de su ciudad natal, que él mismo había dirigido durante casi treinta años.

Como el héroe que busca la Ciudad de los Inmortales en su relato El inmortal –el que abre la colección definitiva de 1974 de diecisiete relatos que tengo fatigada (adjetivo borgiano) en mi ejemplar de Alianza–, yo muy bien podría desplazarme miles de kilómetros, si no a lo largo de los siglos, en un instante y plantarme ante el manuscrito de El Aleph. Por muy brutal que fuera mi despiste, no iba a renunciar así como así al artículo previsto.

MANUSCRITO. Todavía más cuando el manuscrito de El Aleph que se exhibe en Buenos Aires es propiedad de la Biblioteca Nacional de España. Es sabido, o no, que Estela Canto –novia infructuosa de Borges entre 1944 y 1950, año en que lo plantó, cuando todavía no había heredado la ceguera de su padre–, no solo le dio algunas ideas para el cuento, sino que se lo pasó a máquina. Borges, en doble agradecimiento, le dedicó el relato y le regaló el manuscrito.

Esta nueva lectura de 'El Aleph' me ha reconfirmado por enésima vez su mala idea irreprimible y su condición de gran humorista reprimido

Estela, en 1985, y previa consulta con su antiguo enamorado, lo subastó en Sotheby's y nuestra Biblioteca Nacional lo compró por 25.760 dólares.

Yo podría haber bajado, como hace el narrador del cuento en casa de Beatriz Viterbo, al sótano de la Biblioteca Nacional de España a ver si, por fortuna, encontraba el Aleph, “esa pequeña esfera tornasolada, de intolerable fulgor” y de un diámetro de dos o tres centímetros, en cuyo interior, y por más imposible que parezca, se pueden ver “infinitas cosas” y “desde todos los puntos del universo”. Podría haber visto, entonces, la exposición de Buenos Aires y haber escrito esta página con más conocimiento.

EMMA. A cambio, he vuelto a leer El Aleph (1949), el libro, con la misma terapéutica intención –leer y releer a Borges le coloca a uno en un inmerecido lugar de mínima molestia y máximo bienestar– que ya confesé en estas páginas cuando escribí, hace un par de años, sobre El libro de arena (1975).

Todo el análisis del estilo y temática borgianos, asunto que es ya pescado vendido, estaba allí apretadamente resumido en unas líneas de homenaje al conceptista y al culterano –el escritor que escribió sobre la posibilidad de ser a la vez uno mismo y el otro podía asumir los opuestos– que fue Borges. Solamente decir que esta nueva lectura de El Aleph me ha reconfirmado por enésima vez su mala idea irreprimible y su condición de gran humorista reprimido.

Y al releer Emma Zunz, su relato criminal más “normal” –¿tiene también nuestra Biblioteca Nacional el manuscrito de esa narración que, según los argentinos, nunca enseña?–, recordé su dedicación a la crítica de cine, sus al menos cuatro guiones de películas escritos con su íntimo Adolfo Bioy Casares y las seis versiones cinematográficas que ya existen sobre ese cuento, siendo la principal Días de odio (1954), dirigida por el maestro Leopoldo Torre Nilsson.