Si tuviera que resumir en pocas palabras qué entiendo por educación, diría que es aquello que hay entre el neonato, tierno, desnudo y ciego, y esa misma criatura veinticinco años después. ¿Cuál la finalidad del interregno existente entre los dos extremos? Doble: proporcionar al aprendiz un manto con el que envolverse y un mapa con el que guiarse entre las tinieblas del mundo. Dicho de otro modo, formar profesionales y formar ciudadanos. Veámoslo por separado.

Acaso en el pasado prehistórico hubo un tiempo en el que a los hombres se les regalaba la vida y para conseguir el sustento les bastaba con alargar perezosamente el brazo y tomar de la rama el fruto al que el feliz árbol les convidaba. Quién sabe si Adán y Eva en el Edén, antes de morder el fruto amargo, evocan ese idilio de los antiguos recolectores.

El caso es que ahora no se regala la vida y tiene uno que ganársela, porque sin ese trabajo cae en la miserable indigencia. Y el mejor procedimiento para ganarse la vida es dominar un oficio con el que suministrar una mercancía a la sociedad o prestarle un servicio útil. El mercado retribuye dicha enajenación pagando un precio por ese “arte al servicio de todos”, como lo denominó Homero (Odisea XVII 382-386), “afán de cada uno” en expresión de Solón, uno de los Siete Sabios, legislador y poeta, quien en su Elegía de las musas lista el primer catálogo de los oficios conocido en la historia, entre los cuales menciona a adivinos y cantores.

Visto lo anterior, a nadie sorprenderá que el programa educativo incluya asignaturas destinadas a que el estudiante llegue a ser un día un probo profesional, dueño de un arte con el que ganarse la vida.

Un país formado por profesionales competentes y expertos en lo suyo es ya un país moderno. Ahora bien, contar con buenas profesiones, siendo mucho, no lo es todo, ni siquiera lo principal. Porque antes que profesionales –con una anterioridad no solo en el orden del tiempo sino también en el del discurso– está el ser ciudadanos. Y es ciudadano quien tiene conciencia de su dignidad congénita, en virtud de la cual es acreedor y el resto la gente deudora. ¿Deudora de qué? De un respeto.

Profesional y ciudadano: he aquí dos polos sometidos a una tensión irresoluble, en la cual reside el dramatismo de nuestra especie

El anterior programa educativo ha de completarse, pues, con otras disciplinas que no enseñan como las primeras un oficio productivo en el mercado, sino que tienen por objetivo despertar en el pupilo el sentimiento de la dignidad propia y ajena y le inculcan respeto por sí mismo y por los demás.

He aquí la razón de ser de las llamadas humanidades, que carecen de mira utilitaria pero familiarizan a quien las cultiva con ese respeto universal que se le debe a la excelencia humana. La cultura de todos los tiempos no es más que una nota a pie de página a los versos que canta el coro de Antígona: “Muchas cosas asombrosas existen y con todo ninguna más asombrosa que el hombre”.

Hemos de aprender a usar con una mano la manta, con la otra el mapa. Para cubrir nuestra desnudez necesitamos ganarnos la vida por medio del negocio (nec-otium), pero no menos necesitamos que dicha vida posea una altura que dote de significado tamaño sacrificio y, cual estrella en el firmamento, nos oriente en la oscuridad, y es precisamente el ocio humanístico el que nos infunde afición por esa altiva dignidad nuestra, dadora de sentido (otium cum dignitate).

Profesional y ciudadano, negocio y ocio, precio y dignidad: he aquí dos polos sometidos a una tensión irresoluble, en la cual reside el dramatismo de nuestra especie. En caso de conflicto, prevalece la dignidad, no vaya a ser que –como escribió Juvenal– “por amor a la vida perdamos lo que la hace digna de ser vivida”.