Cada vez que me invitan a hablar en público, contemplo las caras de la gente sentada en sus butacas esperando que empiece el acto y me digo a mí mismo que no debería nunca acostumbrarme. No importa el número, si veinte o mil individuos: el caso es que una porción de ellos, a los que es de suponer no les faltan múltiples quehaceres, como a todo el mundo, han elegido abandonarlos esa tarde, desplazarse a donde están ahora y dedicar un rato a escuchar a otro. Si se piensa, no deja de ser anómalo eso de que uno hable y los demás escuchen.

El otro día acompañé a un filósofo en la presentación de su libro y, durante esos momentos previos al inicio, me asaltó con fuerza un sentimiento de perplejidad por esta desigualdad de posiciones y, cuando llegó mi turno, me sentí en la obligación de compartir con los asistentes mi extrañeza reflexionando sobre la naturaleza del acto que nos convocaba. ¿Qué es presentar un libro? Un acto público, por supuesto, pero ¿qué es un acto público?

Está por escribir una teoría general del acto público, quizá lo haga yo mismo algún día. Empezaría por distinguir entre acto público y escrito. La escritura presupone la separación entre emisor y receptor en espacio y tiempo, lo que presta al mensaje unas características abstractas, pues el escritor no ve al lector. En cambio, el acto público es presencial, oral y comunitario, y el mensaje está determinado por la circunstancia de que emisor y receptor se ven mutuamente mientras se efectúa la comunicación, si bien el primero asume un papel activo en ella y el segundo, pasivo. ¿Cómo calificar esta asimetría?

Puede entenderse como una forma de dominación: uno, en su pedestal, instruye a la asamblea, que asiente dócilmente a quien reconoce como su amo. Otra posibilidad es considerarlo como un fenómeno de la conciencia: cada individuo de la asamblea es un ente atencional, su ser está donde tiene puesta su sagrada atención, que consiente en prestar graciosamente durante un tiempo a alguien.

En la primera interpretación, el orador no solo puede permitirse el aburrimiento mortal de los oyentes, sino que lo busca sádicamente como prueba de su derecho natural a ser obedecido con mansa resignación. En la otra interpretación, presidida por el principio del amor y no del poder, el hablante, apremiado por el valor del préstamo de atención recibido, se desvive por retribuirlo con intereses: los intereses del conocimiento, la amenidad, la belleza o la emoción.

Hay conferencias que parecen defensas de tesis, discursos políticos que parecen sermones, sermones que parecen arengas, mesas redondas que parecen lecciones magistrales

Quien toma la palabra en un acto público debe elegir entre comportarse como un poderoso o como un deudor agradecido.

Sentado qué sea un acto público, habría que distinguir sus clases. Hay muchas –mesa redonda, conferencia, sermón, discurso político, arenga militar, clase magistral, defensa de una tesis, tertulia de café– y cada una de ellas posee su racionalidad propia. Por desgracia, con demasiada frecuencia se confunden unas con otras incurriendo en lamentable mixtificación. Hay conferencias que parecen defensas de tesis, discursos políticos que parecen sermones, sermones que parecen arengas, mesas redondas que parecen lecciones magistrales.

¿Y la presentación de un libro? Se diría, asistiendo a muchas, que es el ardid que los escritores nos hemos inventado para mendigar algunas bonitas palabras y robar un puñado de aplausos que compensen de tantísimas horas de mudo trabajo en fría soledad. Pero esto no sería una más de esas tristes mixtificaciones. También lo sería que los acompañantes creyéramos que se nos está pidiendo algo así como una crítica literaria pronunciada en alto. Nada menos indicado. La presentación de un libro es un acto público de celebración por el que nos alegramos colectivamente del feliz alumbramiento.

Dediqué el resto de mi intervención de esa tarde a invitar a la nutrida concurrencia a la lectura del libro y terminé deseando larga vida al libro y a su autor.