Aristóteles escribió obras literarias y manuscritos científicos. Estos últimos, cursos de clase, nunca los publicó y a su muerte envejecieron durante tres siglos olvidados en un sótano. El Aristóteles conocido a lo largo del helenismo fue el autor de las obras literarias publicadas en vida, mayormente diálogos, cuya elegancia de estilo celebró Cicerón. En tiempos de Augusto, un erudito griego, Andrónico de Rodas, publicó los manuscritos —106 rollos de papiro— dándoles la forma de severos tratados filosóficos, y esta edición académica conoció tal éxito que los que cayeron en el olvido ahora, perdidos para siempre, fueron los diálogos. El corpus aristotélico, los tratados que hoy leemos y estudiamos, son los escritos científicos de Aristóteles sin su literatura.

Entre esa literatura figuraba el Protréptico o Exhortación a una vida filosófica, compuesto por Aristóteles con treinta y dos años. Con él respondió al viejo Isócrates, cuyo discurso Antidosis (353 a.C.) había lanzado un proyectil dialéctico contra las enseñanzas de la Academia platónica. Mientras que los manuscritos corresponden a lecciones impartidas a iniciados, por lo que ningún sentido tenía tratar de ganarlos para la filosofía, el Protréptico, en cambio, se dirigía a la sociedad en general y tenía por objeto tanto salir en defensa de la Academia como convidar a los lectores a adoptar su modo de vida. La picardía posterior del neoplatónico Jámblico, que en un texto suyo lo plagió sin citarlo, ha permitido reconstruirlo con una amplitud mucho mayor que el resto de su literatura perdida (véase I. During, 1961).

Aristóteles creía que solo merecían llamarse filósofos unos pocos hombres selectos, introducidos en los difíciles secretos de la ciencia

Lo que nos ha quedado, literal o reconstruido, es suficiente para comprender la diferencia que separa la exhortación de Aristóteles, que vivió en tiempos aristocráticos, de la que procede en nuestros tiempos democráticos. Es la siguiente: Aristóteles creía que solo merecían llamarse filósofos unos pocos hombres selectos, introducidos en los difíciles secretos de la ciencia, mientras que los modernos pensamos que todos los hombres y mujeres del planeta, por el simple hecho de serlo, ya son genuinamente filósofos. Por lo tanto, se ha de exhortar, no a una vida filosófica, pues todos llevamos esa clase de vida sin poder evitarlo, sino a una vida filosófica mejor.

En efecto, ninguno de nosotros podemos percibir la realidad sin interpretarla. No vemos, ni tocamos, ni olemos las cosas como son, en su pura objetividad, sino que en la percepción de la cosa va adherido siempre el sentido que a ella le pone nuestra conciencia. No vemos un conjunto de ladrillos, sino una casa, y “casa” es una palabra con significado. Todo el mundo interpreta el mundo, por así decir, y estas interpretaciones universales ya son plenamente filosóficas. Sin duda, todavía parciales y desconectadas, por lo que, de manera latente, nuestro corazón anhela una interpretación total y sistemática sobre nuestra corta existencia, pues andamos entre fragmentos sueltos, el mundo no está claro y nosotros somos un enigma para nosotros mismos.

Luego todo individuo es filósofo desordenado anhelante tácitamente de una ordenación más perfecta. A esta necesidad acuden ciertos escritos de filosofía, libros que contienen una cierta visión del todo, una promesa de unidad para nuestra rota experiencia, la imagen de un puzle ya acabado con todas las piezas puestas en su sitio. Es como dar al interruptor de una habitación a oscuras, estar perdido en la selva y encontrar el mapa, hallar por fin la traducción del verso latino que se nos resistía. Congruentemente, los buenos libros de filosofía no han de tener otra mira que la de hacer más sutil, sabia, gozosa, digna y bella la interpretación general de la gente, exhortándoles a una vida mejor.

Contra Aristóteles, decimos que todos los hombres y mujeres somos filósofos. Otra cosa es que algunos de ellos, excepcionalmente, escriban por añadidura una clase de obras literarias que, por su contenido conceptual, acostumbramos a catalogar de filosóficas.