Durante una sobremesa familiar, allá en los ochenta, se suscitó la cuestión de si es buena o mala la necesidad de dormir a diario que pesa sobre los hombres. Yo, quemado por la ansiedad juvenil, intervine para decir que me parecía una lamentable pérdida de tiempo. Recuerdo que mi padre, en cambio, se declaró abiertamente a favor: él disfrutaba durmiendo y no le gustaría renunciar a ese placer. Cuarenta años después, me he pasado al partido de mi padre, aunque por razones distintas de las suyas.

La realidad es asunto muy serio; de hecho, su problema estriba precisamente en su exceso de seriedad. El hombre, una anomalía ontológica, se normaliza cuando se adapta a la objetividad del mundo, que le presta definición. Metido en faena, el trabajo adaptativo se le hace duro: lo experimenta como una constante resistencia a sus deseos, oposición que perfecciona su subjetividad pero también la fatiga. Además, al terminar el viaje, a ese sujeto, cuyo mejoramiento ha sido tan costoso, le espera la exacción definitiva. Las multas cobradas durante el camino habían sido parciales, la expropiación última es total.

El totalitarismo de la muerte está en el origen del problemático exceso de seriedad antes aludido, que pondría sobre los vivientes una insoportable carga de trabajo, postrándolos en un estado de cansancio invivible, si no se les ofrecieran modos de tomarse unas ocasionales vacaciones. Dormir es la mayor de esas vacaciones de realidad, necesidad diaria de descansar promulgada por la naturaleza con una fuerza vinculante superior a la del Estatuto de los Trabajadores.

Sin nadie al mando, los sueños se reducen a poco más que un amasijo hecho de residuos vitales

¿Cómo describir ese periodo vacacional? Así: el dormido deja de estar donde antes estaba pero sin empezar a estar en ningún otro sitio. Los despiertos están en la sociedad a la que pertenecen, bien en la compañía de alguien, bien en soledad a través del lenguaje; y están también consigo mismos en esa conversación incesante que mantienen con su propio pensamiento. Quien duerme, en cambio, es pero no está: ni en sociedad, ni consigo mismo. No está con nadie, ni siquiera solo.

Al bajar los párpados, tanto los sentidos como la conciencia del dormido, que le ponían en contacto con lo existente, cesan en su actividad cotidiana. Podría colegirse de ello que el principio de realidad, que presidía su mundo diurno, es sustituido en el nocturno por el de placer, como si los sueños –las representaciones visuales que nos visitan mientras dormimos– fueran ese cielo azul donde se cumplen los deseos más profundos del corazón sin la resistencia de lo real. Pero no, porque al dormir se suspenden tanto la objetividad como la subjetividad, tanto el objeto de deseo como la capacidad de desear.

Los sueños constituyen el verdadero no-lugar. Los Antiguos los interpretaron como el momento en que el alma se desprende de la esclavitud del cuerpo y, sin las cadenas de sus percepciones sensibles, vuelan en trance para entrar en comunión con lo divino: por eso eran tan propicios para las visiones de dioses y los mensajes sobrenaturales. Una variación vulgar de lo mismo la tenemos en el generalizado uso de la palabra “sueño” como sinónimo de ilusión o de idealismo, como cuando uno dice que quiere hacer su sueño realidad. Y, sin embargo, pocos son los sueños felices y ninguno tiene sentido por mucho que intentaran dárselo Freud y Jung. Sin nadie al mando, se reducen a poco más que un amasijo hecho de residuos vitales.

Quien despierta después de unas horas de sueño reparador, regresa desde ningún sitio para tomar posesión de su cuerpo con renovadas fuerzas, listo para los trabajos y los días, que diría Hesíodo. Por eso el insomnio es tan odioso: quien lo padece se siente maltratado, como un trabajador a quien su empresa le negara arbitrariamente su derecho a unas merecidas vacaciones.