Conviene distinguir entre individuo y naturaleza. Naturaleza es lo que alguien posee por pertenecer a su especie, mientras que individuo es ese mismo alguien en cuanto dotado además de algunos principios individualizadores propios, no subsumibles en la noción general de naturaleza. Una cosa es ser hombre –forma o naturaleza específica de lo humano– y otra ser Sócrates, que es un hombre, pero no sólo un hombre, sino una manera única, peculiar, individual, de serlo. No decimos de Sócrates que es sólo su humanidad, sino algo más.

Con buenas razones, la modernidad ha exaltado hasta el extremo ese algo más, la condición individualísima de Sócrates, pero ha echado en el olvido lo que en su persona se explica por su pertenencia a una naturaleza común. Cuando muere un anciano cargado de años, nos consolamos diciendo: “ley de vida”, refiriéndonos a la ley que decreta un final inexorable a todo lo viviente. Ahora bien, dicha ley no regula sólo la última etapa del individuo, sino el entero ciclo vital desde su nacimiento.

La naturaleza pone en movimiento a los miembros de cada especie para que, mediante su desarrollo interno, maduren hasta alcanzar la plenitud de su forma, la cual no tiene otro fin en este mundo que su propia actualización. Cuando llega a su culmen, el ejemplar excelente de la especie siente la alegría originaria de ser en acto, el placer de simplemente existir, y colmado, se le despierta el vivo deseo de transmitir su forma, pues, como dice Plotino, “todas las cosas, cuando ya son perfectas, engendran”. Lo perfecto engendra perfección.

Ser único, pero también ser como todos; ser individual, pero serlo conforme a la naturaleza; ser Sócrates sin dejar nunca de ser un hombre más

Lo mismo ocurre con nuestra especie. Dos jóvenes que se han elegido mutuamente, cuando llegan a un grado suficiente de maduración, en un alarde de confianza en la naturaleza toman la decisión de fundar juntos una casa. Al independizarse para iniciar una nueva vida en común, se actualiza en ellos la forma específica, la cual, rebosante de humanidad, anhela propagarse. En consecuencia, imprimen su forma en las obras de su trabajo, marcándolas con su sello personal, y la imprimen también en los hijos, que directamente son su imagen. En el cenit de sus existencias, salen de la casa familiar donde crecieron en dirección a la propia porque se saben en una edad perfecta para la belleza, la fuerza y la creación.

Su salida, que recuerda a los padres la suya treinta años atrás, sitúa a estos bajo el signo de la máxima moral de Christian Wolff, el filósofo ilustrado alemán, que reza así: “Abstente de cuanto impida la realización de la mayor perfección posible”. La culminación del desarrollo natural del hijo suscita en los padres una mezcla de sentimientos. Tristeza de que abandone el hogar hijo tan querido y tan admirado, cuya compañía cotidiana es fuente de alegría constante en el regocijo familiar y cuyo ejemplo representa un modelo de sabiduría para sus hermanos; templada melancolía de verse uno ya tan adelantado en la ley de la vida, a punto de iniciarse su suave declinar; y, destacando sobre los anteriores, satisfacción de no haber impedido, con una paternidad demasiado torpe, que se realizase esa perfección filial, ya en movimiento, confirmada por la de la persona elegida para “ser dos” a partir de ahora. Y, con íntima complacencia, anticipa en su mente lo que pasará: si alguna vez los casados tienen un hijo, el nieto, cuando crezca, sin duda se sentirá afortunado por los padres que le han tocado en suerte.

Ser único, pero también ser como todos; ser individual, pero serlo conforme a la naturaleza; ser Sócrates sin dejar nunca de ser un hombre más, miembro de la común especie humana; aspirar a la propia ley individual de un modo que no contravenga la ley general de la vida. Este es mi deseo para la joven pareja.