Pablo Neruda (1963).

Pablo Neruda (1963).

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El Neruda de eruditos y poetas

Condicionados por aspectos extraliterarios, ¿siguen marcado los versos enamorados o de combate del Nobel chileno la poesía latinoamericana de nuestros días?

Andrés Sánchez Robayna Jaime Siles
26 septiembre, 2023 02:07

Un Neruda personal

Andrés Sánchez Robayna. Poeta, ensayista y traductor. Último libro: En el cuerpo del mundo: obra poética (1970-2022) (Galaxia Gutenberg, 2023)

Son múltiples, y muy complejos, los factores que determinan la posteridad de una obra literaria. “Ninguna reputación –escribió Eliot alguna vez– conserva siempre exactamente el mismo lugar: es un mercado de valores en continua fluctuación.” Neruda no es, no puede ser, un caso aparte en este sentido.

La repercusión de su obra en la poesía española contemporánea presenta esas inevitables fluctuaciones. No es lo mismo lo que Neruda significó para los poetas del 27 que lo que representa para un joven poeta español de hoy, o lo que ha supuesto y simbolizado para las generaciones intermedias.

Es bien sabido lo que Neruda trajo a la poesía española en los años treinta del siglo XX, la necesaria “impureza” reclamada por él desde la revista Caballo Verde Para la Poesía, y lo que ello acarreó, hasta el punto de hacer hablar a J.R.J. de “la antigua juventud gongorinera / y que tornado se ha nerudataria”.

[Pablo Neruda, sus memorias y otros libros esenciales: de '20 poemas de amor...' a 'Residencia en la tierra']

Me ha asombrado siempre, sin embargo, la lúcida actitud que Cernuda mantuvo sobre las derivaciones ideológicas de la “impureza”: entrevistado en Londres por Roa Bastos, el poeta sevillano se limitó a recordar que “de los buenos sentimientos sale la mala literatura”. Eran ya los años 40 y 50, cuando Neruda consiguió su propósito de ser el poeta más representativo de uno de los dos bandos de la Guerra Fría, y cuando incluso aparece citado en unos versos de un poeta en sus antípodas, el norteamericano Wallace Stevens (“to Pablo Neruda in Ceylon, to Lenin by the lake”).

Residencia en la tierra es considerado desde muy pronto, con razón, uno de los hitos de la poesía hispánica, y a su prestigio contribuyó de manera decisiva la conocida monografía de Amado Alonso. Ninguno de sus libros posteriores alcanzó esa altura, por más que existan no pocos logros concretos aquí y allá.

Hoy Neruda es juzgado no por sus versos, sino desde la perspectiva
de género o su conducta biográfica. Atengámonos a la calidad poética. Difícil herencia, tratándose de una obra tan vasta y desigual

La poesía de “designio combatiente” incluía títulos que, como la “Oda a Stalin” o Incitación al nixonicidio y alabanza a la revolución chilena, poco elevaban la reputación del autor, pero, contra lo que pudiera pensarse, menos por su tema o por la desintegración de lo poético en lo ideológico que por razones de estricta calidad literaria. Los ataques virulentos (de parecida calidad) a algunos contemporáneos como Juan Larrea o Lezama Lima tampoco vinieron a mejorar las cosas.

Las generaciones españolas de postguerra tuvieron, cada una, su propio Neruda, incluido un reactivo Canto personal que reconocía la grandeza de su referente, el Canto general. Cuando preparábamos la antología Las ínsulas extrañas con Blanca Varela, José Ángel Valente y Eduardo Milán, decidimos abrirla con dos poetas antagónicos, J.R.J. y Neruda, un modo de retomar las cosas justo donde las había dejado Laurel, de la que Neruda quiso estar ausente. Valente nos comentó que para la gente de su edad la referencia hispanoamericana había sido siempre, ante todo, Vallejo.

Hoy Neruda es juzgado no por sus versos, sino desde la perspectiva de género o su conducta biográfica. Tiene razón César Aira al afirmar que la calidad literaria corre por un canal distinto al de la moralidad. Atengámonos a la calidad poética. Difícil herencia, tratándose de una obra tan vasta y desigual. Pero la elección está clara. 

El yo del poeta

Jaime Siles. Poeta, filólogo y traductor. Último libro: Doble fondo (Visor, 2022)

Lo que cambia en las valoraciones de las obras no es tanto el texto como el lector, el tiempo y el punto de vista desde los que es leído. Carlos Barral dijo que admiraba a Antonio Machado más como persona que como escritor, y que precisamente lo contrario le sucedía con Neruda, al que admiraba menos como persona que como escritor.

Como lector no he confundido nunca al creador y a la persona, que he procurado mantener por separado siempre para que ningún prejuicio sobre la persona pudiera nublar mi juicio sobre el valor y significado de su obra. Sé que a muchos esto les parecerá extraño, pero yo lo he practicado como conducta literaria siempre porque es el único modo de aplicar una independencia de criterio y de no incurrir en la arbitrariedad.

En el caso de Neruda lo que más he admirado y admiro en él es su capacidad para capitalizar las virtudes de cada corriente sin tener que sufrir ni uno solo de sus defectos: Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1925) fue escrito, como Crespusculario, en metro y tono postmodernista, cuando tanto el modernismo como el postmodernismo llevaban años muertos o estaban a punto de expirar.

Neruda no es tan intercultural como Borges, ni tan barroco
como Lezama, ni tan vanguardista como Huidobro, ni tan lingüísticamente medular como César Vallejo ni tan intelectual como Octavio Paz

Residencia en la tierra (1925-1935) aplica y desarrolla una técnica surrealista cuando el surrealismo era ya un cadáver. Algo similar sucede con su “descubrimiento” de Villamediana y de Quevedo, o con el que hace de la poesía política, cívica o social, o con la pronta asimilación que hizo del usus scribendi de Waste Land de Eliot, de quien toma imágenes y temas, así como los anglicismos patentes en los numerosísimo gerundios que usa y que Miguel Arteche llegó a contabilizar.

Mérito indudable de Neruda ha sido saber clasicizar una serie de rasgos de la poesía de vanguardia, y hacerlo de manera que pareciera menos novedoso que natural. Sin él resulta muy difícil entender la poesía escrita en nuestra lengua en el Siglo XX a ambos lados.

Y eso lo consigue en y con poemas como “Galope muerto”, “Caballo de los sueños”, “Débil del alba”, “Barcarola”, “El sur del océano” y “Walking around”: en ellos, en “Entrada a la madera” y en versos como “medias de seda acariciadas / y senos femeninos que brillan como ojos” está el Neruda marxista y epicúreo, más epicúreo que marxista, que parece Demócrito y Lucrecio a la vez, el Neruda que historiza la naturaleza y que, como Darío, da voz a todo un continente, convirtiendo su lírica en una voz poética transcontinental.

[Doce estampas de Pablo Neruda: el hombre y su leyenda]

Neruda no es tan intercultural como Borges, ni tan barroco como Lezama, ni tan vanguardista como Huidobro, ni tan lingüísticamente medular como César Vallejo ni tan intelectual como Octavio Paz. No: no lo es, porque el lugar desde el que él habla es otro: es el de un nombre al que transfirió su propio yo.

Llamarse de otro modo –no Nefatlí Reyes sino Pablo Neruda– es ser otro. Y Neruda el poeta lo fue: “Si ustedes me preguntan qué es mi poesía debo decirles: no sé. Pero si interrogan a mi poesía, ella les dirá quién soy yo”–dijo en una conferencia pronunciada en 1943. Y ese yo de Neruda – al fin y al cabo también él un heterónimo como los de Machado o Pessoa– es el que nos lo hace más inmediato y próximo, porque el suyo es un yo poético, un yo lírico, un yo contemporáneo, un yo fundacional. 

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