Hannah Arendt y ex dirigente de ETA Josu Ternera en un fotograma de 'No me llame Ternera', el documental de Jordi Évole

Hannah Arendt y ex dirigente de ETA Josu Ternera en un fotograma de 'No me llame Ternera', el documental de Jordi Évole

Entreclásicos

Hannah Arendt: Jordi Évole, Josu Ternera y la banalidad del mal

La intención de Évole es comprender el mal, explorar sus raíces, descubrir por qué un hombre común se convierte en un despiadado verdugo.

26 septiembre, 2023 02:07

“Misión y fin de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio”, escribe Hannah Arendt en un ensayo inacabado que pretendía titular Introducción a la política. De acuerdo con esta definición, el totalitarismo es un fenómeno antipolítico, pues su objetivo es destruir la vida y propagar el miedo a perderla. Bajo un gobierno totalitario, no hay ciudadanos, sino hombres y mujeres intimidados y persuadidos de su insignificancia.

En Crónicas del mundo oscuro, Paul Steinberg, un adolescente judío que logrará sobrevivir en Auschwitz fingiendo conocimientos de química, relata que un kapo le golpea por un motivo banal y, lejos de protestar, se excusa y admite que se lo ha merecido. Esa reacción certifica que Steinberg había interiorizado su condición de “subhumano”, renunciando a cualquier forma de resistencia. Su vida ya no le pertenecía. Solo era una variable prescindible en un sistema concebido para explotar y deshumanizar. El Lager es el territorio de la muerte. Entre las alambradas, no hay política, sino sumisión, esclavitud, degradación.

El terror es un arma poderosa. Se dice que la violencia carece de sentido, pero no es cierto. Al revés, su sentido es muy nítido: aniquilar moral y físicamente al adversario, al que no se percibe como un posible interlocutor, sino como un enemigo. El jurista nazi Carl Schmitt ya apuntó que el rasgo distintivo de la política es el antagonismo con los enemigos exteriores e interiores.

[Hannah Arendt vs Adolf Eichmann, arquitecto de la Shoah: ¿se puede decir que el mal es banal?]

La filosofía política del Estado totalitario no es garantizar derechos, sino construir enemigos o, más exactamente, elaborar la identidad de un pueblo o colectivo a partir de la confrontación violenta con todo lo que conspira contra el anhelo de una sociedad homogénea y sin espacio para la diferencia. En esa distopía, no hay individuos, sino masas que desconocen la duda y la culpa. La responsabilidad ya no es algo personal, sino un sentimiento difuso y anónimo.

Se afirma que el totalitarismo es un fenómeno del siglo XX. Ciertamente, la ciencia y la tecnología han proporcionado al Estado unas poderosas herramientas para controlar a los ciudadanos y penetrar en su intimidad, pero ese propósito ya existía en épocas anteriores. La estrategia del Santo Oficio de no informar a sus acusados de los cargos que se les imputaban constituía una forma de biopolítica. Afectaba indistintamente al cuerpo y la mente, destruyendo la sensación de privacidad que preserva nuestra independencia y equilibrio. No se buscaba tan solo destruir la carne, sino también quebrar el espíritu.

Los nazis aplicaron el mismo procedimiento con excelentes resultados. A veces, un simple soldado era suficiente para custodiar una columna de prisioneros. Escarnecidos y humillados, los deportados habían perdido la autoestima y el instinto de supervivencia.

La política comienza cuando se reconoce la necesidad de compartir el poder. Todos los grupos e individuos aspiran a la soberanía, pero saben que si no ceden una parte, se desencadenará la guerra de todos contra todos. Ceder el poder significa admitir la soberanía ajena, es decir, el derecho a la libertad. Eso sí, no a una libertad ilimitada, sino consensuada, pactada. Es decir, limitada por las reglas del juego democrático. “El sentido de la política es la libertad”, afirma Hannah Arendt.

[Hannah Arendt: los papeles del Pentágono y la guerra de Ucrania]

La libertad es la base de una convivencia ética y racional, y la garantía de esa pluralidad sin la cual no serían posibles la renovación y la creatividad. La prioridad de los totalitarismos es destruir esa diversidad, pues allí donde hay pluralidad, surgen voces críticas que alteran o rompen el sueño de uniformidad racial, religiosa o política. El Estado totalitario pretende reducir al ser humano a dos planos elementales: biología (homo laborans) y trabajo (homo faber).

El Trabajador del que habla Ernst Jünger es una figura impersonal que ha renunciado a sus ambiciones subjetivas. No le interesa tener un nombre. Solo desea ser un engranaje del Estado, la única totalidad a la que se siente vinculado. No le preocupa ser una pieza intercambiable. Su ética es la obediencia, no realizar un proyecto personal. Hanna Arendt objeta que lo que nos hace humanos no es la biología ni el trabajo, sino la “acción”, la capacidad de debatir, elaborar metas, apoyar o refutar una idea.

La ideología de ETA se inscribe en la lógica del totalitarismo, pues considera que la independencia del pueblo vasco es un absoluto

“La acción sería un lujo innecesario, una caprichosa interferencia en las leyes generales de la conducta, si los hombres fueran de manera interminable repeticiones reproducibles del mismo modelo, cuya naturaleza o esencia fuera la misma para todos tan predecible como la naturaleza o esencia de cualquier otra cosa -escribe Hannah Arendt-. La pluralidad es la condición de la acción humana debido a que todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá”. Gracias a la acción, adquirimos una identidad diferenciada y salimos de la indeterminación de la masa. Dejamos de ser “algo” para transformarnos en “alguien”.

El totalitarismo siempre se ampara en una idea: la Raza, la Historia, la Fe. Esa idea es un absoluto que anula el valor de la existencia individual, pues lo particular deviene superfluo frente a una meta superior. La ideología de ETA se inscribe en la lógica del totalitarismo, pues considera que la liberación e independencia del pueblo vasco es un absoluto. Matar es legítimo. No se hace por capricho, sino para hacer posible la realización de un destino histórico: la autodeterminación y el socialismo.

[Polémica por la entrevista de Jordi Évole a Josu Ternera]

No me llame Ternera, el documental de Jordi Évole sobre Josu Urrutikoetxea, dirigente histórico de ETA, ha despertado una áspera polémica. 515 ciudadanos (escritores, políticos, víctimas, periodistas) han firmado una protesta pidiendo que no se exhibiera en el Festival de San Sebastián. Se ha alegado que “blanqueaba el terrorismo y banalizaba crímenes gravísimos”. El gesto, legítimo y especialmente comprensible en el caso de las víctimas de la banda terrorista, choca con el trabajo de investigación de cualquier periodista o historiador.

Yo aún no he visto el documental, pero los que lo han hecho afirman que en ningún caso blanquea o banaliza los crímenes de ETA. Por el contrario, Ternera, alias de Urrutikoetxea, sale bastante mal parado. Lejos de mostrar arrepentimiento, justifica la violencia, afirmando que no era un fin sino un medio para lograr un objetivo político. Frío, evasivo y crispado, reconoce que matar acarrea una mochila muy pesada, pero da a entender que es el precio a pagar por una causa que considera justa.

[Jordi Évole sobre su documental con Ternera: “Lo más fácil era quedarse en casa. Orgullo absoluto”]

No advierto muchas diferencias entre No me llame Ternera y Desde aquella oscuridad, el libro que escribió la periodista Gitta Sereny a partir de sus conversaciones con Franz Stangl, comandante de Treblinka. Evidentemente, el trabajo de Sereny es mucho más ambicioso que el de Évole, pero la intención es similar: comprender el mal, explorar sus raíces, descubrir por qué un hombre común se convierte en un despiadado verdugo. A pesar de sus divergencias ideológicas, Ternera y Stangl tienen mucho en común: mediocridad, cinismo, un credo fanático. Son un ejemplo de esa banalidad que describió magistralmente Hannah Arendt en su polémico ensayo sobre el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén.

Antonio Muñoz Molina ha publicado en El País un artículo titulado “Pestilencia del crimen”. Muñoz Molina no se muestra muy amable con Évole. Admite su derecho a realizar su documental, pero argumenta que su trabajo desprende la misma pestilencia de un pescado podrido. ¿No se podría decir lo mismo de cualquier biografía de Hitler, Franco o Stalin? En su epílogo, Gitta Sereny concluye que un “monstruo moral no nace”, sino que se gesta progresivamente. Su aparición es fruto del clima histórico, la familia, la experiencia. Eso no significa que la existencia esté sujeta a un determinismo ciego e inevitable.

El documental de Évole no huele a pescado podrido, sino a esa perplejidad que constituye el punto de partida del conocimiento.

El individuo puede elegir y, por tanto, es responsable de sus actos. Stangl y Ternera han pasado a la historia como dos asesinos. Frente al repugnante lema “que te vote Txapote”, las mentes libres de dogmas prefieren averiguar quién era ese pistolero y por qué cometió tantos crímenes. El mal siempre ha sido un misterio. No es una inclinación natural, sino una perversión, una desviación. En el caso de Stangl y Ternera, se trata de una perversión ideológica.

Seducidos por discursos de odio, enajenaron su capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Stangl se adhirió a la doctrina de la Sangre y el Suelo; Ternera abrazó la causa del nacionalismo independentista, socialista y revolucionario. En cierto sentido, dejaron de ser individuos para diluirse en un mito, lo cual les ayudó a deshumanizar a sus víctimas.

Comprender la historia, esclarecer sus causas, estudiar sus protagonistas, incluso cuando han sido nefastos, es necesario. Es una manera de dejar muy claro que la misión de la política es garantizar la vida y la libertad, no imponer un credo. La guerra no es la continuación de la política por otros medios, como dijo Clausewitz, sino el fin de la política. El ágora es el espacio natural de la vida política y, entre sus límites, impera la palabra. Cuando irrumpe la violencia, la palabra pierde su cetro y comienza el tiempo de la barbarie. El documental de Évole no huele a pescado podrido, sino a esa perplejidad que constituye el punto de partida del conocimiento.

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