Max Ernst. La coincidencia entre la subyugante y conmovedora exposición dedicada a Leonora Carrington (1917-2011) en la Fundación Mapfre y el quincuagésimo aniversario del Óscar de Luis Buñuel por El discreto encanto de la burguesía, me hace recordar algún episodio de la chusca relación amistosa entre los dos surrealistas. La pintora británica fue surrealista hasta el final, mientras que el cineasta español, sin dejar de serlo, rebajó notablemente el esencial y decidido surrealismo de sus comienzos a domesticados y más digeribles ingredientes de fórmula y marca.

Buñuel fue muy amigo de Max Ernst en París, pero no llegó a tratar a Carrington en Francia durante los tres años en los que ella convivió con el artista alemán. Leonora tenía 19 cuando conoció a Ernst en Londres en 1937. El flechazo fue fulminante. Él era veintiséis años mayor. En la exposición vemos una delicada imagen, tomada en Cornualles por Lee Miller –la fotógrafa americana que se autorretrató en la bañera de Hitler–, en la que Max cubre con sus manos los pechos de Leonora, que fuma semidesnuda.

Nueva York. Buñuel y Carrington se conocieron en Nueva York a principios de los 40, cuando él, exiliado, trabajaba para el MoMA. En Mi último suspiro, Buñuel cuenta que Leonora, durante una reunión de amigos, fue al baño y se duchó vestida. Al volver “chorreando”, dice Buñuel, ella le tomó del brazo y le dijo: “Es usted guapo, me recuerda a mi guardián”.

Buñuel fue muy amigo de Max Ernst en París, pero no llegó a tratar a Carrington en Francia durante los tres años en los que ella convivió con el artista alemán

Resulta chusco, en efecto, que Buñuel sólo evoque a Carrington por este episodio, y más cuando obvia que el estado anímico y mental de Leonora no podía ser todavía bueno tras, sucesivamente, haber visto cómo la policía de Vichy detenía a Ernst, haber huido a España en automóvil, haber sido violada en Madrid por un grupo de requetés y, en una situación psicótica, haber sido internada por su adinerado padre en un frenopático de Santander y haberse fugado de él.

El tal “guardián” era el doctor Luis Morales, quien acabó creyendo con fervor en las apariciones de la Virgen en Garabandal. Morales le prescribió, entre otros calvarios, tres inyecciones de Cardiazol que le provocaron, como estaba previsto, ataques epilépticos. También escritora, Carrington contó su penosa y delirante experiencia santanderina en su libro Memorias de abajo (1943), que podemos leer en Alpha Decay con un hermoso prólogo de Elena Poniatowska, amiga suya en México y autora de Leonora, su biografía ficcionada. En la exposición se exhibe un lienzo titulado Abajo (1940), donde Carrington recreó fantasmalmente –siempre caballos– su estancia en el psiquiátrico de Santander.

Un cura. Es muy completo el libro Leonora Carrington. Una vida surrealista (Turner), escrito por Joanna Moorhead, prima suya y periodista de The Guardian, quien se entrevistó con ella a lo largo de cinco años. Moorhead recoge el suceso buñueliano de la ducha neoyorkina, considerándolo una performance, al igual que otro lance, recordado por el capo surrealista André Breton, en el que Leonora, comiendo en un restaurante, se quitó los zapatos y se embadurnó los pies con mostaza.

El abigarrado y bosquiano mundo mágico, feérico, legendario y animal de la pintura de Leonora Carrington y su pasión por las construcciones imaginativas de las religiones y de los saberes esotéricos no sólo confluyeron con su impronta surrealista, sino que se vieron sombríamente impregnados por la respiración doliente de sus profundas heridas, atenuadas en su vida mexicana con su segundo marido, el fotógrafo “Chiki” Weisz, y sus dos hijos.

Carrington apareció en México, donde vivió casi siete décadas, en varias películas. En En este pueblo no hay ladrones (Alberto Isaac, 1962), sobre un cuento de Gabriel García Márquez, Leonora actúa, enlutada y con mantilla, como extra, sentada en una iglesia. Sobre su cabeza, Buñuel, que la instigó a participar en el filme, es un cura que lanza un tronante sermón desde un púlpito.