Image: Todos los mundos de Max Ernst

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Arte

Todos los mundos de Max Ernst

La Fundación Albertina de Viena presenta otra de las exposiciones importantes de la temporada dedicada a la figura de Max Ernst. En junio podrá verse en la Fundación Beyeler de Basilea, que coproduce el proyecto

21 enero, 2013 01:00

Arbre solitaire et arbres conjugaux (árbol solitario y árboles conyugales), 1940. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid


Tras la exposición dedicada a René Magritte el pasado año, reseñada en estas mismas páginas, la Fundación Albertina de Viena se asoma al trabajo de otro de los creadores fundamentales de la pintura y el arte del siglo XX, el alemán nacionalizado francés Max Ernst, autor de una obra extensa, profunda y poliédrica, pintor del Surrealismo y artista escurridizo y difícil de clasificar a la luz del enorme y variado corpus de obra realizado. Ernst es a un mismo tiempo quebradero de cabeza e inmenso reto para todo historiador del arte. Su voluntad de no casarse nunca con nadie (estilísticamente, se entiende, pues fue un consumado mujeriego) y de ofrecer continuamente aparentes lugares comunes que luego derivaron en vidriosos puntos ciegos siempre a caballo entre una cosa y otra, nos obliga a verle desde una perspectiva muy particular. Su voraz curiosidad en la búsqueda de nuevos lenguajes le hicieron pionero del frottage y del grattage, practicó la decalcomanía cuando estuvo encarcelado y apeló al azar con la técnica de la oscilación que tanto gustaría a Jackson Pollock. "El pintor que se encuentra a sí mismo está perdido", dijo una vez, reveladoramente. Tocó los palos más diversos y ahondó, como Magritte, en la naturaleza conceptual de la pintura, ampliando notablemente su espacio semántico.

La exposición que ahora se inaugura en la Albertina, y que más tarde viajará a la Fundación Beyeler de Basilea (donde los visitantes de Art Basel no deben perdérsela) está compuesta por 180 obras, collages, esculturas, libros, documentos... Es la primera retrospectiva sobre la obra del artista en Austria y es ambiciosa y exhaustiva. Cuenta con el asesoramiento de un gigante de la historia del arte de la segunda mitad del siglo XX, Werner Spies, uno de los autores que con mayor clarividencia ha estudiado el surrealismo y en particular las figuras de Picasso y Ernst. La exposición cuenta, por tanto, con todos los alicientes para convertirse en un verdadero acontecimiento cultural, y es una gran ocasión para reivindicar el espacio que Ernst debe ocupar entre lo más relevante del arte del siglo XX. El papel que jugó en el periodo de Entreguerras es, sencillamente, crucial.

Max Ernst nació en Brühl, una localidad al sur de Colonia, en 1891. Estudió en Bonn antes de la guerra y se pasó la década entera buscando su estilo, lo que le llevó a acercarse a todas las figuras y tendencias señeras del momento. Miró a Franz Marc en su estupendo Stadt mit Tieren, de 1919; a los Grosz, Dix y Beckmann en Sombrero en la mano, sombrero; siguió al aduanero Rousseau, a Kandinsky, a Chagall...

Stadt mit Tieren (Ciudad con animales), 1919. Salomon R. Guggenheim Museum, Nueva York

La primera aportación real al arte de su tiempo fueron los collages que realizó después de la guerra, de nuevo instalado en Colonia, una práctica de la que obtuvo resultados extraordinarios a través de un estilo ya propio. Ernst utilizó imágenes procedentes de diferentes medios, como publicaciones con fines didácticos, revistas de ciencia y de fotografía, manuales de iniciación a las más diversas disciplinas... Mediante un meticuloso ejercicio construía las composiciones tratando de ocultar los bordes de las imágenes con pintura, como para hacerlas parecer imágenes coherentes. El artista utilizó el collage para definir una postura antibelicista y crítica. Tanto es así que han sido muchas las voces, lideradas por Werner Spies, que sitúan estos trabajos de Ernst en el ámbito de la pintura de historia. La técnica del collage no tendría un carácter efímero en el conjunto de la producción del artista. No sólo volvió a realizarlos con intensidad a principios de los años treinta sino que su propia esencia conceptual se mantendría presente durante toda su carrera.

Les Cormorans (Los flamencos), 1920. Colección privada

Ernst se instaló en París en 1922, momento que ha de considerarse decisivo en el marco de su carrera. Pero la exposición se detiene antes, con muy buen criterio, en un trabajo importantísimo: los collages para la publicación "Dadaglobe", proyectada desde Zurich por Tristan Tzara y a la que contribuyó con un conjunto enorme de trabajos. Lamentablemente, "Dadaglobe" nunca vería la luz. En París, decíamos, coincidió con Paul Éluard y su mujer Gala, para cuya casa pintaría unos soberbios murales. Es la época de la gestación del movimiento Surrealista liderado por Breton. Sus cuadros de la época evocan la práctica del collage aunque siempre bajo una medida contención. Las distorsiones son claras, pero nunca resultan llamativamente desproporcionadas. Buen ejemplo de esto es La mujer, viejo y flor, de 1924, perteneciente al MoMA, que además hace visible el interés de Ernst por no perder nunca la referencia escénica en el campo pictórico, incluyendo, como en muchos otros cuadros, el paisaje como telón de fondo. También lo son dos cuadros realizados poco después de llegar a París, Castor y Polux y Edipo Rey, dos obras de contenido mitológico que explora la estridencia de la forma y su escala. Estos, sin embargo, no podrán verse en la Albertina aunque sí en Basilea.

Weib, Greis und Blume (Mujer, viejo y flor), 1924, MoMA. Nueva York

La exposición encuentra uno de sus momentos álgidos cuando llegamos a los cuadros de bosques, tan aclamados, realizados en torno a 1927. Son bosques pétreos, que se presentan como un muro infranqueable, más una gran mole de piedra que un conjunto de árboles. Y la interpretación es igualmente difícil de abordar, envuelto todo en un aura cósmica, con dos elementos casi únicos, el propio bosque y un astro que lo domina todo desde las alturas. Hay algo geológico en estos cuadros, una monumentalidad abstracta donde la presencia humana está vetada. Todo se lo gestionan el astro y el bosque, en una relación casi mística, enmarcada en una rara temporalidad, tan rara, que no sabemos si todo está por llegar en una suerte de génesis esperanzador o si, por el contrario, nos encontramos en las negras postrimerías de lo vivible. ¿Sale el sol o se oculta en el extraordinario Gran bosque del Kunstmuseum de Basilea? Es una serie enigmática y compleja, gélida y pavorosa, que se encuentra entre lo mejor de Ernst. De esta época son también sus cuadros sobre ese pájaro llamado Loplop que visitaba al artista cada mañana, no sabemos si para dotarle de su inspiración diaria o si para hacerle consciente de sí mismo, como un alter ego madrugador que le hiciera partícipe de su realidad. Pero es un pájaro en continua metamorfosis, como todos su pájaros, abstracto y también enigmático.

Le Grand Forêt (El gran bosque), 1927. Kunstmuseum. Basilea

En 1941, Ernst huye de la Europa Nazi rumbo a Nueva York, ayudado por Peggy Guggenheim, con quien se casaría en diciembre pero de quien se divorciaría sólo meses más tarde. Poco antes de su marcha realizaría en París, siguiendo la técnica de la decalcomanía, un conjunto de trabajos que representaban motivos vegetales, entre los que destaca el que ha cedido el Museo Thyssen. No son tan aterradores como los bosques anteriores pues desprenden una grata luminosidad, pero sí comparten cierta complejidad iconográfica. Son los últimos cuadros realizados antes de irse. La exposición apenas se detiene en el periodo americano. Sí vuelve a alcanzar intensidad ya en la década de los cincuenta, a su regreso, cuando en París se libraban batallas muy distintas a las que dejó Ernst al irse, un país sumido en la oscuridad de la posguerra y en el que la abstracción se imponía sobre cualquier atisbo de representación. No alcanzaba el artista a comprender cómo su fama se había diluido tan rápidamente y se descubrió inmerso en el mayor de los extrañamientos. Le sorprendía el poder que habían acumulado los terribles simplificateurs de la corriente abstracta pero él no quiso darse por vencido y continuó pintando, bien es cierto que sin la beligerancia que le caracterizó durante años. Es un Ernst más armónico, término el que siempre se enfrentó; es el momento de los homenajes, de los guiños a sus amigos, un dejarse llevar, en definitiva, aunque todavía realizará obras de calidad.