Peter Handke. En El miedo del portero al penalti (1970), que no es una novela sobre fútbol, Peter Handke hace decir a Hans Bloch, su desnortado y errático personaje, un mecánico que acaba de ser despedido de su trabajo y que, eso sí, fue un famoso cancerbero en el pasado, que normalmente nadie mira a un portero durante un partido hasta que el equipo contrario acecha muy de cerca su portería. Es verdad. Las cámaras de la televisión, o los espectadores en el estadio, no reparan en los porteros –¿a qué dedican su tiempo libre entre los palos?– salvo en los momentos en que su desempeño es vital para evitar el gol del rival.

Según actúen en tales lances, merecerán la aprobación entusiasta o la reprobación hosca de los aficionados. Pero ellos están fuera del carácter cooperativo permanente de un deporte que es de equipo. Por eso, lo que hace Handke en su novela –donde cita a Ricardo Zamora– es establecer una analogía entre el extrañamiento vital de Bloch y la marginación desubicada de los porteros.

Tribu. Salvo en la tanda de penaltis que ha de determinar la apoteosis o el fracaso de su tribu, por citar el término adjudicado al mundo del fútbol por el antropólogo Desmond Morris en su extraordinario libro El deporte rey (1981). Tras la batalla, el portero, tanto tiempo segregado y fuera de foco, centra objetivos y miradas, asume el máximo protagonismo y se convierte en aspirante a la categoría de héroe individual resolutivo. Junto al lanzador rival –los sucesivos lanzadores, en rigor–, se convierte en agente decisivo de la victoria o la derrota de sus huestes.

Las tandas de penaltis en los campeonatos acaparan la atención de, incluso, los no aficionados, que se sienten atraídos por un drama concentrado, rebosante de incertidumbre, indiferente a la justicia, emparentado con la fatalidad de un destino atroz o sublime, preludio de una explosión, de un reventón de sentimientos –pena, compasión, indignación…– encontrados: alegría incontenible o desolación arrasadora.

La novela de Handke consagró la idea del miedo del portero al penalti, en efecto, pero los espectadores percibimos que, con razón, quien tiene miedo de verdad es el lanzador. Es quien dispara a puerta el que puede estar preso del pánico o los nervios ante la perspectiva de errar el tiro: sabemos, por la estadística, que el penalti está llamado a culminar en gol.

Las tandas de penaltis en los campeonatos acaparan la atención de, incluso, los no aficionados, que se sienten atraídos por un drama concentrado, rebosante de incertidumbre, indiferente a la justicia

Duelo. El trance de la tanda de penaltis resume lo más central de toda creación novelesca, dramatúrgica o fílmica, esto es, el sustancial enfrentamiento entre el protagonista y el antagonista, entre el héroe y el villano. Es, con las variaciones oportunas, el duelo final entre el bueno y el malo, entre el pistolero y el sheriff en el cine del Oeste. Presenta parecidos con la pelea de líderes o jefes de bandos que, dejando ya sus armas en el suelo, aguardan a que la confrontación individual determine la suerte colectiva: Macduff frente a Macbeth, para vengar al asesinado rey Duncan y entregar el trono a su hijo Malcolm. La dilatada guerra grupal no ha dilucidado nada, todo se decide –la gloria o la vergüenza– en un denso, reconcentrado e insoportable –algunos no pueden ni mirar– choque individual.

Espectáculo. El guionista que inventó el ritual y la liturgia, la coreografía y la puesta en escena de las decisorias tandas de penaltis, tuvo que ser bueno porque, amén de solucionar la adjudicación de un trofeo, logró diseñar unos minutos de espectáculo que proporcionan vértigos de tragedia y fibras de drama con dosificación diabólica, giros imprevistos y suspense de alta e incomparable intensidad. Ahí, como pasa a veces en la vida, el hombre con medallas y fortuna que tiene todas las de ganar (el lanzador) cae en un infernal precipicio y el hombre desapercibido y quizás sin mérito acumulado que tiene todas las de perder (el portero) sale catapultado al cielo.