Image: Lucrecia Martel

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Opinión

Lucrecia Martel

30 marzo, 2018 02:00

Eloy Tizón

Con motivo del estreno de la excepcional película Zama, un viaje terminal al corazón verde de las tinieblas, festoneado de delirios rojos, de la directora argentina Lucrecia Martel, la Filmoteca ha tenido el acierto de reponer sus tres títulos anteriores, comenzando, claro está, por la insustituible La ciénaga (2001), donde ya aparece anticipada esa misma caligrafía zigzagueante y antinarrativa que tan bien la define.

Es un placer hundirse de nuevo en las aguas fangosas de La ciénaga, para comprobar lo joven que se mantiene. Qué bien supo capturar el empantanamiento etílico de esa familia argentina de Salta, en su casa de veraneo, encerrados con un solo juguete, exhaustos de sopor, vapuleados por el peso de las circunstancias adversas o -quién sabe- de la propia vida, todos ellos con heridas físicas: la madre se corta al caer sobre cristales rotos al borde la piscina, a un chaval le falta un ojo, a otro le dan una paliza en el baile…

Todo se vuelca, se rompe o no funciona. La extrañeza. La falta. Una tensión sexual apenas entredicha. ¡Que alguien conteste el teléfono! Esa tortuga en el patio, filmada un segundo antes de que desaparezca del plano. Perros por todas partes ("¡No los toqueteen, que luego se vuelven mansos!"). Las apariciones televisadas de la Virgen María, encima del soporte de un depósito de agua. Los diálogos ininteligibles. Todo resulta pastoso, inconexo, farfullado. Y, pese a todo, es hipnótica. Martel no se molesta en aclarar los vínculos de sangre ni los parentescos. Tiene algo que recuerda al realismo radical de John Cassavetes.

En Zama hay amputaciones y orejas cortadas. En La ciénaga, a un niño le crece un colmillo en el paladar. Con su aire de monstruosidad cotidiana, de canibalismo socialmente aceptado, que incluye rasgos clasistas y racistas, el cine de Lucrecia Martel es eso: un colmillo en el paladar.