Image: Manuel Altolaguirre. Cien años de soledades

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Opinión

Manuel Altolaguirre. Cien años de soledades

por José Luis García Martín

30 junio, 2005 02:00

Manuel Altolaguirre hacia 1958 (archivo particular, México D. F.)

A Manuel Altolaguirre le acompañó desde sus inicios, como a Cernuda, una leyenda. Leyenda contrapuesta, pero que finalmente buscaba conseguir el mismo efecto: la anulación, o la minusvaloración, de la obra tras el personaje. Si Cernuda era el licenciado Vidriera de la generación, el antipático y susceptible por antonomasia, a Altolaguirre le correspondió hacer el papel de gran simpático, de pícaro encantador.

La semblanza que le dedica Pedro Salinas en 1945, al frente de la antología Contemporary Spanish Poetry, comienza así: "A Manuel Altolaguirre. Manolito. Como se fue a París, sin saber palabra de francés, con sólo el saber universal de su labia andaluza que le entendían todos, se lo confié en una carta a Mathilde Pomés, embajadora de la nueva poesía española en París de Francia: Ahí tiene usted a M. A., angelical, inútil; hasta ahora ha vivido colgando milagrosamente sobre la tierra de un hilo que siempre sostiene alguien. En París no vais a ser menos". Al año siguiente, al comienzo de sus Nuevos poemas de Las islas invitadas, se hace irónico eco de su angelismo, el propio Altolaguirre: "Dicen que soy un ángel / y, peldaño a peldaño, / para alcanzar la luz / tengo que usar las piernas. / Cansado de subir a veces ruedo / (tal vez serán los pliegues de mi túnica), / pero un ángel rodando no es un ángel / si no tiene el honor de llegar al abismo".

Más áspera resulta la réplica de Luis Cernuda en Desolación de la Quimera. Al contrario que en su caso, aquí sí supo ver Cernuda que la personalidad de Altolaguirre no resultaba ajena a esa leyenda: "Acaso él mismo fuera responsable, / por el afán de parecer un ángel, eterno adolescente, / de aquel diminutivo familiar en exceso con el mozo, / de sabor desdeñoso para el hombre, / con el cual en privado y en público llamaban / unos y otros, amigos como extraños, / con esas peculiares maneras españolas, / al cincuentón obeso en que se convirtiera".

El entendimiento que requiere "la espiritual compleja maquinaria / de sutil expresión y exquisito manejo" que caracteriza al poeta le faltaría a Altolaguirre, según Cernuda: "mas él, siempre movido por el capricho irrazonable del infante, / no quiso, tal vez no supo manejarla, / ayudando a los otros, contra él, en el desdén artero".

¿Es eso cierto? ¿Es Manuel Altolaguirre, de quien ayer mismo, 29 de junio, se cumplían los cien años de su nacimiento, un poeta menor de una generación mayor en la que ocuparía un sitio fundamentalmente como continuo impulsor de revistas poéticas y como impresor elegante y descuidado? Releído ahora, cien años después, el breve tomo de su poesía completa, sus Soledades juntas, como llamó en 1931 a su primera recopilación, sorprende lo bien que han resistido el paso del tiempo aquellos quebradizos poemas adolescentes. No les ha añadido ni una arruga. Siguen con la misma gracia y la misma hondura que entonces.

En 1926, cuando publica los versos de sus veinte años, Las islas invitadas y otros poemas, Altolaguirre reúne todas las gracias de la poesía nueva, entre ellas un neopopularismo estilizado aprendido en Juan Ramón Jiménez y una audacia metafórica heredada menos del ultraísmo que de las greguerías: "El cielo se ha despeinado, / su melena de cristal / se destrenza en el sembrado", leemos en "Lluvia". Pero ya hay también, en sorprendente contraste con el grácil ingenio, una hondura insólita, una mágica intuición de lo oscuro: "¡Qué golpe aquel de aldaba / sobre el ébano frío de la noche! / Se desclavaron las estrellas frágiles. / Todos los prisioneros percibimos / el descoserse de la cerradura. / ¿Por quién? ¿A dónde?" En julio de 1936, una década después, volvía a editar Altolaguirre, corregido y muy aumentado, aquel primer libro, convertido ahora en compendio de toda su poesía. No se leyó entonces con la atención debida; tampoco se ha leído después. Hay en ese delgado volumen un puñado de poemas quebradizos y espléndidos, de un raro misticismo a la vez tembloroso y garboso. Hay también alguna retórica de época, como no podía ser de otra manera, algún gongorismo de aluvión, algún vacuo ejercicio. Pero en lo que ya entonces se veía como lo más propio del poeta no ha caído ni una mota de polvo. Vino luego la guerra civil. Manuel Altolaguirre puso su oficio de tipógrafo y sus saberes de poeta al servicio de la República. Fueron años malos para todos y especialmente para él que acabó, entre tanta sinrazón, con la razón perdida. A su hermano Luis lo asesinaron los republicanos y a él, en una representación teatral, le señalaron entre el público a los presuntos asesinos, que le aplaudían enfervorizados.

En 1939, reunió con el título de Nube temporal los que le parecieron menos perecederos de sus versos de circunstancias. El libro comienza con una "Elegía a Federico García Lorca" ("Me olvido de vivir si te recuerdo") y termina con otra elegía a un muerto inocente del bando contrario: "Mi hermano Luis / me besaba dudando / en los andenes de las estaciones. / Me esperaba siempre / o me acompañaba para despedirme. / Y ahora, / cuando se ha marchado no sé adónde, / no llegué a tiempo, / no había nadie. / Ni siquiera el eco más remoto, / ni siquiera una sombra, / ni mi reflejo sobre las blancas nubes".

El exilio llevó a Manuel Altolaguirre, a su mujer Concha Méndez y a su hija Paloma, primero a Cuba, luego a México. En Cuba malvivieron como impresores. Las nuevas colecciones de versos señalaban ya desde el título su carácter epigonal: Poemas de Las islas invitadas (1944), Nuevos poemas de Las islas invitadas (1946). Pero la intuición no le había abandonado y de vez en cuando nos sigue sorprendiendo con unos versos que dan voz a lo invisible, a lo indecible (así se titula el primer poema del libro siguiente, Fin de un amor, de 1949).

En América, efectivamente, terminó un amor, el de Concha Méndez, y comenzó otro, el que le unió a la millonaria cubana María Luisa Gómez Mena; también descubrió un nuevo juguete: el cine. Manuel Altolaguirre fue primero guionista, luego exhibidor ambulante por los rincones perdidos de México, más tarde productor (gracias a los dineros de su segunda mujer) y director. Como guionista su mayor éxito fue Subida al cielo, de 1952, dirigida por Luis Buñuel; como director, El cantar de los cantares, su última película: cuando volvía a Madrid de estrenarla en el Festival de San Sebastián, se estrelló con su coche en un pueblo de Burgos. Le acompañaba María Luisa, que murió en el acto; él murió tres días después, el 29 de julio de 1959. Mucho de verdad hay en la leyenda que acompañó a Altolaguirre. Algo de disparatado adolescente, de ángel atolondrado tuvo siempre.

No le cambiaron los años. Casi al final de su vida, en carta a un hijo de su primer matrimonio, María Luisa Gómez Mena, después de enumerar las deudas de la productora, añade lo siguiente: "Manolo no se cura de soñar y la vida con él es muy difícil, pues ya estaba preparando otra [película], cosa que he evitado hasta enfermándome en serio, el médico le habló muy claro y le dijo que yo no podía soportar más ese trabajo continuo y esa angustia permanente, a Manolo nada le afecta, él está en la luna, pertenece a otro planeta y yo estoy desgraciadamente en la tierra".

Manolo, Manolito, Manuel Altolaguirre, importa poco el apelativo, las anécdotas del impresor, del poeta, del fantasioso productor de cine; importa que junto a todo eso -que era verdad- había un poeta verdadero, en absoluto menor, autor de un puñado de poemas ("Mi soledad llevo dentro, / torre de ciegas ventanas") contra los que nada ha podido, contra los que nada podrá, el ultraje de los años que convierte tanta presunta poesía en pacotilla retórica.