Fernando-Benzo.-Foto.-Nines-Mínguez

Fernando-Benzo.-Foto.-Nines-Mínguez

Novela

Fernando Benzo, aquellos años de la Movida

Lee aquí las primeras páginas de 'Los viajeros de la Vía Láctea', una novela generacional cuajada de música ochentera que habla de lo que fuimos y de lo que seremos

6 septiembre, 2021 11:25

Habíamos quedado a las siete y media. El sitio lo había elegido ella. A esa hora aún no habrá mucha gente, me dijo, como si esa fuese la única razón para vernos allí. Aquello no era casual. Lo pensé, pero no lo dije. No tuve ninguna duda de que la elección era un mensaje oculto, un aviso o un prólogo a lo que estuviese por decir, pero preferí no adelantarme con suposiciones. Tan solo logró intrigarme y hacerme querer que el momento de la cita llegara más deprisa. No nos veíamos a menudo. Poco más de un par de veces al año. Una comida o una cena navideña de reencuentro de viejas glorias y quizá otra al empezar el buen tiempo. Reuniones de grupo de esas en las que no se habla de nada. Chistes preestablecidos, relato reiterado de anécdotas que no son ni tan divertidas ni tan escandalosas como se pretende, planes y pactos que luego se olvidan rápido y poco más. Pero entre Blanca y yo se había ido creando con el tiempo un vínculo que no dependía de la frecuencia con que nos viésemos. Nuestra amistad había alcanzado, sin proponérnoslo, ese punto en el que uno no necesita que haya encuentros a menudo ni formar parte de la rutina diaria del otro para mantener vivos la intimidad y el afecto. Habíamos llegado a ello de una manera natural, sin forzarlo, como se llega a un destino inevitable que sabes que te espera en algún momento de un viaje y que no tienes prisa por alcanzar. Nos habíamos acostumbrado a recurrir el uno al otro cuando necesitábamos hacer una confesión, pedir un consejo o que nos soportaran algún lamento. Compartíamos más pasado que día a día y eso nos protegía, nos aportaba un equilibrio entre distancia y cercanía que nos permitía mostrarnos sin incomodidad en la desnudez de nuestros momentos de mayor debilidad. En realidad, no había ocurrido tantas veces, tal vez no más de cuatro o cinco a lo largo de los años, pero aquellos momentos de desahogo y de rescate habían bastado para crear la regla no escrita de que el uno siempre podría contar con el otro cuando necesitase un bastón, una absolución o una mentira piadosa. Blanca me había llamado, me había dicho que necesitaba hablar conmigo, dónde me esperaría a las siete y media, y yo había acudido sin hacer ni comentarios ni preguntas porque esa era la norma, el compromiso que nunca mencionábamos, pero que ambos habíamos aceptado como destino natural de nuestra amistad.

Estaba esperándome fuera, frente a la entrada. Detenida en la acera fumando un cigarrillo. En aquel momento, nadie más pasaba por allí. No advirtió que me acercaba hasta que estuve casi a su lado. Eso me permitió contemplarla sin disimulo. Me gustó su silueta al contraluz, bordeada por un sol que descendía por el centro de la calle, dejando en sombra su cuerpo y las fachadas laterales y haciendo brillar los adoquines. Me recreé en aquella foto de calendario bucólico, en una imagen que podía ser de ahora o de mucho tiempo atrás. Blanca siempre había tenido una belleza acogedora, sin estridencias, una elegancia accesible, sin exigencias, un riesgo controlable, sin amenazas. Siempre que volvía a verla, lo primero que me preguntaba, a medias entre la exculpación y el reproche a mí mismo, era por qué nunca me había enamorado de ella cuando, en todas las etapas de la vida, me había inspirado esa indefinida intuición de que amarla debía de ser una forma confortable de vivir. Y eso a pesar de que a mí, un iluso enamoradizo, siempre me había bastado con que una mujer me sonriera con un atisbo de ternura para que empezara a preguntarme si tal vez sería ella el amor de mi vida. Pero era una suerte que nunca me hubiese enamorado de Blanca. Gracias a eso, aún seguíamos siendo amigos a los cincuenta y cinco.

—¿Está sola, señora? ¿Puedo invitarla a una copa?

Tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó y sonrió con el mismo desdén con que lo habría hecho una desconocida si me hubiese acercado de verdad con esas. Su rostro salió de la sombra y me alegró comprobar de inmediato que permanecían intactas la dulzura maternal de su sonrisa, la chispa sabia de su mirada y el color de arena cálida de su piel. Por supuesto, ahí estaban también los pequeños signos que iban advirtiendo de un derrumbe físico que, aunque todavía lejano, empezaba a formarse en su cara igual que el nacimiento de una ola cuando no es más que un pliegue en altamar. Un quiebro en las comisuras de los labios, el rastro de una sombra en las ojeras, apenas una pincelada esbozando una futura arruga en la frente, minucias que más que desmerecer su atractivo solo lo revestían de serenidad y preguntas. Sus suaves señales de que cada día éramos más otros no hicieron que me decepcionara su aspecto, solo me llevaron a pensar, con coquetería, cómo me vería ella a mí. Mi pelo ya de un gris irregular, mis arrugas imitando grietas, mi nariz creciente y mi sonrisa menguante no eran indicios de vejez favorecedores como los suyos, sino todo un mapa de cicatrices dejadas por los mordiscos del tiempo.

—Nunca se me ha dado bien el papel de galán.

—Tienes un aspecto estupendo.

—Lo malo es que estamos ya en una edad en la que hay que empezar un encuentro diciendo eso.

Nos dimos dos besos y un abrazo torpe que ella inició, yo seguí con retraso, no culminamos y se acabó quedando a medio camino entre un choque y una palmada en la espalda. Nunca se me han dado bien las efusiones físicas. Pero aquello fue suficiente para oler la mezcla de perfume y tabaco y sentir una agradable incertidumbre, como cuando un sabor o un paisaje te traen un recuerdo del pasado, pero aún no eres capaz de concretarlo.

—Todo esto tiene la emoción de una cita misteriosa —le dije algo azorado por la torpeza de mi medio abrazo.

—Porque lo es.

—Es excitante.

—No te hagas demasiadas ilusiones.

Los dos sonreímos. Suficiente. Con esas pocas palabras ya habíamos saltado por encima de todos los meses que llevábamos sin vernos, todo lo que no supiésemos de la vida del otro, los miles de momentos no compartidos, y regresamos de inmediato al instante siguiente a la última vez que habíamos estado juntos, a un territorio de confianza recíproca donde no había ni muros ni barreras.

Seguí a Blanca al interior del local. Antes de entrar, eché un vistazo al dibujo que hacía de dintel sobre la entrada. Dos chicas sesenteras, en bañador y con escafandra de astronauta, acariciaban sus copas de cóctel con sonrisas de inocente provocación. El mismo cartel de entonces. Era emocionante.

A aquella hora, dentro, como Blanca había predicho, había poca gente. Un solo camarero esperaba detrás de la barra. Dos tipos poco más jóvenes que nosotros, que vestían con traje y corbata aunque se habían quitado la chaqueta, bebían cerveza y jugaban al billar en la única mesa del fondo. Una pareja de veinteañeros hablaba a media voz con cierta excitación, sentados en uno de los sofás corridos pegados a las paredes, tal vez iniciando una pelea, tal vez intercambiando argumentos para salvar su relación. La luz era tenue. Por los altavoces sonaba un fraseo de saxo que no reconocí. El techo y las paredes seguían, como entonces, cubiertos de carteles de conciertos y festivales y publicaciones y pósteres de grupos sin mantener ningún criterio de calidad, estilo o tiempo. Todo un recorrido a saltos sin rumbo por la historia de la música. Courtney Love flanqueada por los Ramones y Gabinete Caligari. Combinaciones imposibles, algunas sacrílegas, otras inspiradoras.

Eran las siete y media de la tarde de un martes. Ni la hora ni el día ofrecían riesgo de que aquello fuese a llenarse de pronto. El saxo calló cuando nos acercamos a la barra. Una  voz femenina inició una versión perezosa de I Don’t Like Mondays. Me detuve y miré alrededor.

—Así debió de sentirse Jack Nicholson cuando entró en el salón de baile del hotel Overlook —le dije a Blanca—. Esto está lleno de fantasmas.

Ella se echó a reír. Me observó, encantada con mi expresión alelada, probablemente la misma que tendría si acabase de despertar de un largo coma, a medio camino entre la nostalgia y la inquietud.

—No te preocupes —me dijo ella—. Estos fantasmas son todos viejos amigos.

Hacía más de treinta años que no entraba en La Vía Láctea.

—Pero, entonces, ¿quién es René?

David lanzó la pregunta al aire, sin dirigirla a nadie en concreto, como si tan solo estuviese poniendo en palabras una duda que atormentase a buena parte de la raza humana pero que, hasta ese momento, nadie salvo él se hubiese atrevido a verbalizar. Ni Jorge ni yo nos apresuramos a contestar. Jorge prefirió seguir reclamando la atención del camarero, que le estaba ignorando, como todos, porque Jorge era de esa peculiar especie de seres a los que los camareros ignoran siempre, incluso aunque no haya nadie más compitiendo con ellos para ser atendidos. Yo no hacía nada, solo esperaba que el silencio desanimase a David. Pero sabía que eso no ocurriría. David nunca se rendía. Había repetido ya tres veces la misma pregunta. En menos de diez minutos. Se tomaba esas cosas muy a pecho. Cuando se le metía una duda en la cabeza, esta pasaba a convertirse para él en la pregunta esencial para comprender la ordenación del universo o algo parecido. Entraba en un bucle mental del que no había quien le sacara hasta que obtenía una respuesta que le resultase satisfactoria, lo cual no era fácil.

—De verdad, tío, no lo sé —contesté al fin, porque en esos duelos de silencios siempre acababa ganándome—. Para ser más exactos, ni lo sé ni me importa. No es nadie. Solo le mencionan. ¿Qué importancia tiene?

Ni me escuchó. Si no le dabas una buena respuesta, lo que dijeras, simple y llanamente, ni siquiera llegaba a su cerebro.

—¿Y ella? ¿Ella es la asesina o la víctima?

Estábamos en la barra de la entrada. Aún teníamos ese aire fresco de quien acaba de salir de la ducha. O, al menos, Jorge y yo lo teníamos. David tenía el mismo aspecto desaliñado de siempre, como si acabase de despertarse tras varios años durmiendo con la misma ropa y tampoco se hubiese peinado desde entonces.

Era ese momento de las grandes noches, el momento inicial en que los nervios te agarraban el estómago porque aún teníamos una edad en que cada noche creías que algo diferente, único, inesperado podría ocurrir. El comienzo de la noche era como un luminoso anuncio de neón, una promesa que estaba permitido traicionar, un telón a punto de levantarse sin que tuvieses ni idea de qué podía haber detrás. En esos primeros momentos, uno podía creer aún que aquella sí, que aquella noche la música, la charla, la bebida o un encuentro de miradas podría traer a tu vida la fórmula secreta de una felicidad permanente, un amor que nunca se agotaría o una pócima de juventud eterna con regusto a ginebra y tónica que te permitiría seguir viviendo para siempre noches perfectas como la que estaba a punto de empezar. A esas horas, aún estaba muy lejos uno de esos finales habituales de borrachera espesa, pelea de bar, chica escapando de tus garras, negociación con un taxista o conversación pastosa y filosófica en el banco de un parque. Jorge consiguió que el camarero nos sirviera una primera ronda. El local estaba aún medio vacío. Habíamos llegado una vez más con demasiada  puntualidad.  Esa  era una obsesión de Jorge. Siempre se creía que llegaba tarde, como el conejo de Alicia. La fiesta empezaba oficialmente a las diez. Por tanto, a nadie se le ocurriría llegar antes de las once. Y aún eran las once y veinte, así que, aparte de algunos colgados tempraneros, solo estábamos nosotros tres y Oscar.

Oscar se había pasado allí toda la tarde. Organizándolo todo. Nos habíamos ofrecido a ayudarle sin demasiada insistencia, pero, afortunadamente, nos había dicho que prefería ocuparse él. Era su fiesta. Había logrado que los propietarios del bar aceptaran alquilárselo por una noche, algo poco frecuente en un local tan de moda. Aparte de invertir en ello todos sus ahorros, Oscar había tenido que desplegar todas sus dotes de seducción para convencerlos. Al final, lo había conseguido. Como casi todo lo que se proponía. Cumplía veintiún años. El evento de la década. O, al menos, así lo consideraba él. Quería controlar todos los detalles personalmente. Quería que aquella noche se recordase durante mucho tiempo, que en el mundillo universitario hubiese a partir de entonces dos castas radicalmente diferenciadas: los que estuvieron en la fiesta del vigesimoprimer cumpleaños de Oscar y los que no. Así era él. No entendía hacer lo que fuese si no era a lo grande, dándole a todo una dimensión épica, ya fuese una fiesta, una noche de copas, una partida de cartas o una cita romántica. Era su forma de afrontar cualquier cosa. Sin pudor, sin límites. No podía soportar que todo lo que tuviese que ver con él, cualquier idea, cualquier plan, cualquier momento, no fuese algo único, algo que dejase una huella imborrable en quienes tuviesen la suerte de vivirlo a su lado.

Aún estaba ocupado con los últimos retoques. Le veíamos pasar de un lado a otro del local, asegurándose de que todo estaba bien. Se cercioraba de que los dos «puertas» y los camareros y hasta las botellas y los vasos en los estantes de detrás de la barra estuviesen ya listos. Comprobaba que el pincha (nadie los llamaba aún DJ) tenía claras sus instrucciones sobre cuándo debía cambiar de una música más ambiental a música de baile y, después, de lo más rápido a lo más lento y vuelta a lo rápido otra vez. Incluso le había entregado al chico que estaba tras la mesa de mezclas una cinta con un mix grabado por él mismo de sus canciones favoritas. Un error. Oscar, el tipo perfecto, no era tan perfecto: tenía un pésimo gusto para la música. Era de esos que creen que en una misma cinta pueden convivir canciones de Silvio Rodríguez y Supertramp. Oscar no lograba entender a David, al que desesperaba que alguien pudiese adolecer de semejante carencia de inteligencia musical, cuando le explicaba que una cinta de casete debía tener un concepto, un hilo conductor y una lógica emocional. Solo son canciones, le refutaba Oscar cuando David trataba de hacérselo entender. Y al oír aquello David abjuraba de él como un sumo sacerdote de un blasfemo. Pero a Oscar le daba igual. Le encantaban todas las canciones que los demás odiábamos. Estaba convencido de que sus invitados se lanzarían enloquecidos a bailar en cuanto sonara Dolce vita o, peor aún, Words de

F. R. David. Había grabado la cinta para que la pusieran a las doce, justo después de que todos le hubiésemos cantado el Cumpleaños feliz. Todo bajo control. Algo muy importante para Oscar. El control. Si por él fuera, habría controlado hasta qué debía beber o cuándo debía reírse cada uno de sus invitados.

—Oye, vamos a pasar ya de ese asunto, ¿vale? No le des más vueltas —le dije a David, aunque yo no era ni tan idiota ni tan ingenuo como para creerme que iba a darse por vencido tan rápido—. Solo es la letra de una canción tonta. Sin ningún significado especial.

—Yo creo que toda la canción quiere ser un homenaje a la novela negra. —David hablaba con solemnidad académica, como si Jorge y yo estuviésemos ansiosos por conocer semejante aclaración—. Juega con los clichés del género. Todo ello es una referencia al imaginario de Dashiel Hammett y Raymond Chandler, ya me entendéis.

—Cuánto me tranquiliza oírlo, David.

A mi lado, Jorge le dio un largo trago a su copa, tal vez porque sin empapar su cerebro en alcohol se sentía incapaz de seguir soportando aquella conversación o porque quería empezar ya a derretir todos los complejos, miedos y prejuicios

que le impedían comportarse como el pelmazo en que se convertía en cuanto llevaba encima bebida de más, convencido de ser gracioso sin serlo, de ser seductor sin serlo y hasta de ser interesante e ingenioso sin ser tampoco ninguna de las dos cosas.

—Él es un detective, sí —intervino, una vez que vació dos tercios de su copa, fingiendo que le aliviaba avanzar en la deducción, aunque en realidad solo buscaba que David se diese por satisfecho y dejara ya un asunto que hacía rato que no  daba más de sí—. Lo he visto en el vídeo. Berlanga hace de detective y Alaska de mujer fatal.

—Pero la canción no es tan obvia —protestó David.

Las mejillas de Jorge se estaban sonrosando, señal inequívoca de que empezaba a perder la paciencia. Jorge era impaciente y gruñón y el coloreado de sus mejillas era una advertencia de que se estaba poniendo de mal humor. Jorge también era bajito, calvito y gordito. Todo en él era un diminutivo. Aunque los cuatro teníamos la misma edad, él parecía mayor que nosotros. Ya entonces, su pelo empezaba a perder la guerra y renunciaba a amplios territorios de su frente y su coronilla, donde se le había formado una tonsura natural que por sí sola le habría desprovisto de cualquier atractivo, de haberlo tenido. Cuando se enfadaba, le gustaba ponerse de pie y daba saltitos al ritmo de sus palabras, como si creyese que así se le oiría mejor, algo que empezó a hacer en aquel momento.

—La canción solo es lo que es —dijo, a saltito por palabra—. Oye, en serio, que solo son Alaska y Dinarama. No le des más vueltas. Son gente que para ser feliz solo quiere un camión.

Los invitados iban llegando en un lento goteo. En grupos de cinco o seis. La fauna al completo, con todas sus variedades. Allí estaban las chicas del Isabel de España, lo más parecido a un club de fans oficial de Oscar. Todas las de aquel grupo le veneraban. Venían por nuestro piso y se deshacían con que solo les sonriera. Eran chicas modernas, de aspecto y maneras atrevidas, capaces de explorar e intimidar, dispuestas a transgredir y experimentar. Pero con Oscar se transformaban. Renunciaban a las revoluciones. Hacían lo que fuese necesario para agradarle, desde coserle un botón a traerle un bizcocho, mimos que él aceptaba con indulgente condescendencia, como un rey que se sabe merecedor de las atenciones que recibe, mientras pasaban del resto de nosotros, que teníamos que asumir como algo normal que él tocara a seis y nosotros a ninguna en el reparto de admiradoras. Llegó Raquel, la chica de la que Jorge acababa de enamorarse y que por ahora le ignoraba tanto como la decena de chicas anteriores a las que había perseguido sin éxito. También llegó Blanca con su grupo de amigas guapas del Roncalli, el Club de las Futuras Esposas Perfectas, las llamábamos. Los diferentes estereotipos de la ciudad universitaria fueron desfilando ante nuestros ojos. Un grupo de porretas muy pasados del Johnny, otro grupo de modernillos del Chami. Chicos más estándar de aspecto, de esos que hacen la carrera en Madrid sin salir jamás de la zona universitaria, del Elías. Un grupo de atildados niños bien del San Pablo. Canarias morenas con ojazos del Pino. Oscar tenía esa habilidad, un don natural, la capacidad de gustar y hacerse amigos de todo tipo y en todos los colegios mayores. Oscar siempre planteó sus relaciones sociales con avaricia, con un afán de acumulación más que de selección, cuanto más mejor, y ahí cabía todo con tal de que sumaran, con tal de que el mundo que girase a su alrededor fuese cada vez mayor, una galaxia completa, millones de estrellas, la Vía Láctea.

Se quedó cerca de la entrada para recibir a sus invitados. Meme, la tía más buena del CEU. Nacho, Lucas, Pato y toda la recua de tipos que venían a menudo por nuestro piso a inflarse a comida y copas gratis y a echar el día escuchando música y jugando a lo que fuera. Silvia me saludó con la mano desde la distancia cuando llegó. Yo la saludé levantando mi botellín de cerveza con estudiada indolencia.

Silvia había llegado. Ya estábamos todos. Para mí, la vida era así entonces. Todo empezaba y terminaba con la llegada o la marcha de Silvia.

Cumple de Oscar. El mejor garito de Madrid cerrado solo para sus amigos. No se podía pedir más a la vida.

—Pero ¿qué simbolizan las perlas ensangrentadas?

—David, vete a la mierda, ¿vale?

Por los altavoces sonó Me colé en una fiesta, la de Mecano. Era un espanto de canción, pero venía al caso. Teníamos veintiún años, el mundo era un lugar perfecto y nosotros éramos felices.