Novela

Las repeticiones y otros cuentos inéditos

Silvina Ocampo

18 enero, 2007 01:00

Silvina Ocampo. Foto: Archivo

Edición de Ernesto Montequin. Lumen. Barcelona, 2006. 286 páginas, 21 euros

La obra de la escritora argentina Silvina Ocampo (1903-1993) es menos conocida de lo que merece. Bien es verdad que sus relatos (eligió el género como Borges, aunque como él tampoco desdeñó la poesía) y sus novelas cortas carecen de la potencia del maestro, aunque podamos advertir en ellos ráfagas de una luz que llega a deslumbrarnos. Ya es un tópico señalar que junto a su hermana Victoria (fundadora de la revista Sur), Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (con quien se casaría en 1940) constituyeron un grupo que se ha comparado con el de Bloombsbury. Pero Buenos Aires no era Londres, ni este grupo es su equivalente.

Ernesto Montequin, que tiene acceso a los manuscritos familiares e inéditos de la autora, los ha reunido aquí con un mínimo aparato documental que se publica como apéndice. En unas breves líneas nos sintetiza su método de composición: "Silvina Ocampo escribía a mano, en hojas sueltas, cuadernos o libretas, y muy rara vez pasaba a máquina sus escritos. De ello se ocupaba, desde los años cuarenta, Elena Ivulich, quien fue su secretaria durante casi 50 años. (...) Después de un promedio de tres o cuatro copias corregidas, se llegaba a un original próximo a su versión final, que usualmente era sometido a la revisión de Bioy Casares, lector inaugural de toda la obra de Ocampo. Las enmiendas o sugerencias de Bioy eran incorporadas, no siempre en su totalidad, en un último original que podía considerarse definitivo". No se describe así en "Cedro", uno de los relatos en los que la creación misma se somete a un somero examen. Podríamos preguntarnos por qué tan cuidadosa elaboración pasó casi en secreto, por qué Ocampo se mantuvo siempre en un segundo plano, aunque firmó con Borges y Bioy la famosa Antología.

Las piezas reunidas en Las repeticiones y otros cuentos inéditos son de valor desigual. Algunas pueden situarse sin desdoro al excelente nivel de lo que ella misma dio a la imprenta; otras pecan de una cierta cursilería muy de época. Pero a lo largo del volumen advertiremos la exquisita sensibilidad femenina que nunca esconde, sino que potencia: la traducción de su mundo fugaz y decadente. Las dos novelas cortas que cierran el volumen, El vidente y Lo mejor de la familia muestran su dificultad para sostener un relato de cierta extensión siguiendo el método del collage. Algunos de los fragmentos de la última, aquí incluidos como apéndice son excelentes, pero el compilador no ha podido situarlos en su contexto. Los mismos protagonistas muestran esenciales diferencias.

En ocasiones, como en "La conciencia" el sueño se mezcla con la crueldad y la violencia: "Mejor era matar a Proserpina que perderla"; para hacerse perdonar por amar siempre a más de una persona, en "Las repeticiones" la protagonista se encerrará en un claustro, pero ni siquiera allí logró el descanso, porque "el demonio se había apoderado de su corazón, encerrado en un triángulo". A veces, serán los objetos los que cobren vida en sugerentes comportamientos oníricos, no exentos de simbolismo: los vestidos escoceses de las niñas, un estetoscopio o unos guantes. En "Diálogos con un pañuelo" describe un Buenos Aires idílico. Las percepciones psicológicas son intuiciones, captadas al azar y transmitidas en un estilo elaborado, incluso cuando se acopla en forma de diálogo al habla popular.

Pese a su cronología, descubrimos en estos textos inéditos o publicados en alguna inencontrable revista una cohesión técnica y argumental, ya se desarrollen como microrrelatos o como cuentos de extensión tradicional. Aparece en alguno un elegante erotismo. "La persecución" es de lo mejor que salió de su pluma. En "El vidente", la novela corta, el protagonista que perdió sus ojos en un arroyo, los recobra y transmite el desencanto de la realidad: "¿Por qué el mundo era tan chato? Tan opaco y gastado. Sin volumen, desprovisto de formas exactas. Los objetos nadaban en el espacio como láminas delgadísimas, las ovejas y las vacas en un potrero cercano no eran más gruesas que las letras de cartón con que me habían enseñado el alfabeto".

Tampoco los personajes resultan como los imaginó. La vejez, en "El milagro" es observada por la protagonista como el retorno a una confusa belleza. Esta fuga del realismo hacia una magia que procede, en ocasiones, de los cuentos de hadas infantiles se trata con un cuidadoso estilo: el tratamiento estilístico recuerda sus primeros escarceos pictóricos. El papel del espejo que deforma o embellece según los ojos del observador puede ejemplificarse en las últimas líneas de su novelita El mejor de la familia, añadidas a mano por la autora: "Nardo con los ojos llenos de lágrimas corrió en busca de un espejo. Devoró su imagen. Se contempló hasta caer muerto". De esta clase de literatura, de la obra de Silvina Ocampo, derivará una línea fundamental en la creación literaria hispanoamericana. Sus exquisitas experiencias dieron frutos esenciales. Recuperar estos inéditos constituye una agradecida e imprescindible hazaña.

Una pintora en ciernes

Silvina Ocampo fue una activa promotora de la concepción de la literatura mágico-fantástica y algunos de sus símbolos coincidirán con los de Borges o Bioy (el sueño, el doble, el tigre, incluso la ceguera: el misterio). Formó parte de una aristocracia bonaerense que no tuvo reparos en admitir en su seno a un Borges, procedente de la clase media. En su juventud estudió dibujo y pintura en París con De Chirico y Léger. Vivió los albores y el desarrollo del surrealismo y de las vanguardias que llegarían a la Argentina también por otros caminos. En 1935 abandonó el arte por la literatura tras conocer a Bioy Casares.