Image: Alfredo el Grande. Vida de un cómico

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Ensayo

Alfredo el Grande. Vida de un cómico

Marcos Ordóñez

18 diciembre, 2008 01:00

Alfredo Landa. Foto: Begoña Rivas

Aguilar. Madrid, 2008. 368 páginas, 20'50 euros

El hombre que llamaba Manolo a Dios. Este hubiera sido también un buen título, y significativo. Porque Alfredo Landa (Pamplona, 3 del 3 del 33) afirma que a Dios, en su trato íntimo, le llama Manolo. El dicharachero detalle tiene su interés. Pero el libro de Marcos Ordóñez se titula Alfredo el Grande. Vida de un cómico, y es un título que no falta a la verdad, ya que de eso trata: de la vida de un cómico que -aunque bajito- es grande.
Alfredo Landa es un grandísimo actor, uno de los mejores de la historia del cine español y europeo. El destino, que tiende a ser irónico o paradójico ha querido -cosas de la época y sus circunstancias- que el grandísimo actor haya podido mostrar y demostrar su grandeza en apenas unas 15 películas -media docena, si nos ponemos estrictos- de las alrededor de ciento quince que ha rodado hasta su anunciada retirada. La mayor parte del resto tiende a ser abominable.

Alfredo Landa, que se había iniciado con las prometedoras armas del teatro y del Derecho, se constituyó -como pocos- en un "ismo", el "landismo", un horror sin paliativos que vino a durar más de diez años y que representa parte de lo peor de aquella España sórdida, falsa y reprimida del desarrollismo franquista. ¿Cómo es que nadie vino a rescatarlo hasta que Juan Antonio Bardem lo tomó, en El puente (1977), como paradigma de una posible caída del caballo -de la moto- camino del Damasco concienciado y democrático? Ah, más cosas de la época.

Marcos Ordóñez ha puesto delante de Alfredo Landa un magnetófono como un espejo. El actor, en primera persona, habla y habla, cuenta y cuenta. Y se retrata. El retrato -autorretrato- es muy interesante, incluso podría decirse que escalofriante. Con ritmo vivo, adobado de un sinfín de anécdotas y glosas, con voz e imagen propias -a Landa se le oye y se le ve-, el libro resulta ser de valor y lectura imprescindibles para la historiografía y, desde luego, para todos los profesionales y seguidores del cine español.

El relato está muy centrado en el repaso comentado -¡y cómo!- al centón largo de películas interpretadas por el actor. Su vida personal, su esposa Maite -muy aludida, por lo demás- y su familia, sus ideas políticas y religiosas quedan alojadas en los pliegues de la narración. A buen entendedor, todo queda claro en su esencia, pero se echa en falta algo más de detalle en estos aspectos íntimos, en busca de matices todavía más reveladores. Incluso -¿por qué no?- contradictorios. A cambio, el repaso a la carrera de actor es exhaustivo, y espero no incurrir en incoherencia con el párrafo anterior si digo que cuanto Landa dice -con Ordóñez haciendo como que nada- es muy esclarecedor, por acumulación y reiteración, de la personalidad del protagonista -nacido para ser protagonista- del libro.

Militante hasta la heroicidad del navarrismo y la navarridad -aunque tuvo coqueteos con el donostiarrismo- como razón y origen indelebles de su carácter -eso signifi-
ca: noble, leal, testarudo, tenaz, recto, insobornable etc.-, Landa perfila muy bien las que, en su caso, han sido las reglas básicas de su trabajo como cómico: esfuerzo y más esfuerzo, aprender y aprender, darlo todo, ir a muerte con cada personaje, intentar transmitir algo aunque sea desde el fondo de la escena, en una palabra, entrega total. Nada de Actor's Studio ni de respiraciones.

Las rocambolescas vicisitudes de su premio en Cannes por Los santos inocentes -el de Paco Rabal, viene a decir, lo consiguió Pilar Miró con sus manejos-, la dramática noche del Goya de Honor en la que se quedó en blanco, su cáncer superado -y el de su esposa-, el proceso y las causas de su enfado -y reconciliación- con Garci y, mucho más atrás, sus tremendas relaciones contractuales con Dibildos -pensó, dice, en mandarle un matón al productor- son algunos de las perlas que Marcos Ordóñez ha propiciado y captado al vuelo del torrencial monólogo del insuperable Landa.

Y, a propósito de Dibildos -al que pone a parir--, habrá que añadir que, metido en conversación, Alfredo Landa tenía muchas cosas que decir -y casi nunca buenas- de un montón de gente. ¿Sus directores o compañeros de cuando el "landismo"? No precisamente, aunque López-Vázquez, Gómez Bur, Juanjo Menéndez, Gracita Morales y Tony Leblanc van servidos. Quienes se llevan lo suyo -y eso es digno de reflexión- son algunos de los representantes de un cine de mayor empeño: Berlanga, Borau, Camus, Fernán Gómez, Gutiérrez Aragón, Miró, Patino, Garci -cuando le toca-, Saura y así. ¿Le llamamos a esto fraqueza navarra o…?

Ah, y a Landa el cine español actual no le gusta.