Image: Pensadores temerarios

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Ensayo

Pensadores temerarios

Mark Lilla

22 diciembre, 2004 01:00

Mark Lilla. Foto: Debate

Prólogo de Enrique Krauze. Trad. Nora Catelli. Debate. Barcelona, 2004. 190 págs, 18’50 e.

"En política, los intelectuales no son serios", afirmaba Mark Lilla en una entrevista reciente. Lilla no tiene reparos en afirmar que "Susan Sontag es una aristócrata que no aguanta ningún tipo de expresión de cultura popular". De Noam Chomsky dice que es "un ser con quien nadie puede mantener una conversación racional". Para Lilla "las vidas política e intelectual comparten una base no sólo en la razón, sino también en las pasiones. La pasión no es necesariamente algo malo: hay sanas pasiones por la verdad y la justicia que deben ser cultivadas. Pero las pasiones también tienen que ser controladas".

Cuando Jaspers le preguntó cómo podía confiar en alguien tan poco preparado como Hitler para gobernar Alemania, Heidegger replicó: "La cultura no importa. Mira sus maravillosas manos". La anécdota es reveladora de la irresponsabilidad con que un filósofo de mente privilegiada puede actuar en el plano de la política.

Y éste es el tema que subyace a los ensayos de Mark Lilla, originalmente publicados en The New York Review of Books o en The Times Literary Supplement, que su autor ha recopilado en Pensadores temerarios. Lilla analiza distintos aspectos de la vida y la obra de seis pensadores que constituyen una muestra representativa de la historia intelectual europea del pasado siglo. Dos de ellos, Martín Heidegger y Carl Schmitt, se orientaron hacia la extrema derecha. A Heidegger, por un tiempo entusiasta del nazismo, lo presenta a través de su relación intelectual y humana con su discípula y amante judía Hanna Arendt y con Karl Jaspers. Y de Carl Schmitt destaca como su pensamiento antiliberal, que le llevó a afiliarse al partido nazi en 1933, interesó a ciertos sectores de la extrema izquierda intelectual a partir de los años setenta.

Los otros cuatro combatieron el liberalismo desde la izquierda. Acerca del brillante crítico literario Walter Benjamin, Lilla destaca la extraña combinación de teología judía y materialismo marxista que se percibe en su pensamiento. Aún más extraño fue el caso del menos conocido Alexandre Kojève, alto funcionario francés de origen ruso que fue un impulsor de la integración europea, al tiempo que su visión hegeliana de la historia le llevaba a creer que el futuro se gestaba en la URSS... de la que él mismo había huido. En cuanto a Michel Foucault, personalmente fascinado por el sadomasoquismo y crítico de la opresión que según él ejerce la civilización moderna, su trayectoria política constituye para Lilla todo un ejemplo de irresponsabilidad, desde su elogio de la violencia proletaria en la estela sesentayochista hasta su peculiar admiración por el Irán de Jomeini. Y finalmente nos encontramos con el voluntariamente abstruso Jacques Derrida, hoy reverenciado por esos ingenuos niños grandes que pueblan muchos departamentos de humanidades en las universidades de los EE. UU.

El más sugestivo de estos ensayos es a mi juicio el conclusivo, titulado "La seducción de Siracusa", que no se ocupa de ningún pensador en concreto, sino del problema general de los que Lilla denomina intelectuales filotiránicos. La paradoja de que tantos pensadores europeos del siglo XX convirtieran el amor a la sabiduría en amor a la tiranía, fuera ésta fascista o estalinista, representa un formidable problema de interpretación histórica. Y para resolverlo Lilla propone que tengamos en cuenta una sugerencia de Sócrates, del Sócrates a quien Platón hace hablar en La República. Se trata sencillamente de la propensión de muchos intelectuales a dejarse arrastrar por las ideas y a excitar las pasiones más que canalizarlas. En el siglo XX intelectuales como Raymond Aron, que apelaron a la moderación y al escepticismo, fueron a menudo denunciados como cobardes por los temerarios pensadores filotiránicos, fascinados por doctrinas que aparentemente anunciaban un mundo mejor. Y aunque muchas ideologías del siglo XX estén hoy muertas, el riesgo de sucumbir a las seducciones ideológicas permanecerá siempre. Platón mismo se dejó seducir por un tirano de Siracusa y en esto sus discípulos han sido legión.