De izquierda a derecha, Martha Pelloni, María Soledad Morales y noticias sobre el activismo de la monja. Abajo, marcha de la soledad. Diseño: Rubén Vique.

De izquierda a derecha, Martha Pelloni, María Soledad Morales y noticias sobre el activismo de la monja. Abajo, marcha de la soledad. Diseño: Rubén Vique.

Letras

Martha Pelloni, la "monja coraje" que sacó a la luz los crímenes más terroríficos de la élite argentina

Referente en la lucha contra la trata y la violencia infantil desde los 90, protagoniza ahora 'La hermana', de Liliana Viola, premio Anagrama de Crónica.

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Se suele asociar el nombre de Martha Pelloni al caso de María Soledad Morales, la joven violada y asesinada en 1990 por unos chicos de la élite local de Catamarca, al noroeste de Argentina.

La hermana

Liliana Viola

Anagrama, 2025. 208 páginas. 21,90 €

La intervención de Pelloni, la monja carmelita que se enfrentó a una siniestra trama de encubrimiento que incluyó el asesinato de testigos y salpicó al mismísimo presidente de la República, Carlos Menem, ayudó a resolver parcialmente el crimen y a condenar a algunos culpables.

Fue el primer caso mediático de sumisión química y sexual en Argentina, y el testimonio de Pelloni, que lo sabía todo porque todos hablaban con ella, tuvo un papel central.

Para Liliana Viola (Buenos Aires, 1963), sin embargo, hay otro caso que define con más precisión si cabe el trabajo de esta heroína moral. La historia, como señala la escritora, demuestra la gran inteligencia política de Pelloni, ejemplar a la hora de tratar con testigos.

Todo comienza en 2006 con el cadáver decapitado de un niño de doce años, Ramón González, en Mercedes, provincia de Corrientes. Siete años después de la aparición del cadáver, el crimen seguía sin resolverse y Pelloni, como había hecho en el caso de María Soledad, salió y se explayó en la prensa.

Empezó a convocar “marchas silenciosas”, a exigir la reapertura del expediente y a afirmar –muchos la llamaron loca– que lo de Ramón era un asesinato ritual ejecutado por una secta satánica que operaba en la provincia.

La secta, decía la monja, también era responsable de la aparición de bebés muertos en las cunetas de la región. No había indicios, mucho menos pruebas, y algunos decían que la religiosa actuaba movida por sus prejuicios católicos contra las supersticiones y las creencias alternativas.

“¿Cómo se te ocurrió sospechar algo así?”, le pregunta Liliana Viola en La hermana, un largo perfil de la monja con el que ganó el premio Anagrama de Crónica. “Sospechar no”, responde Pelloni. “Estaba segura. La gente habla. La gente me cuenta”. Como en el caso de María Soledad, la gente le revelaba a la monja lo que no se atrevía a declarar frente a policías y jueces corruptos.

La gente le revelaba a la monja lo que no se atrevía a declarar frente a policías y jueces corruptos

Una víctima de la secta le contó a Pelloni casi todo lo que hoy se sabe en Argentina sobre sectas satánicas. “Una información muy valiosa que solo pudo ser obtenida con amor”, apunta la periodista. La informante le contó detalles sobre el funcionamiento de los rituales y del tráfico de bebés para los sacrificios, y daba nombres de políticos y funcionarios implicados en una trama en la que se mezclaban el narcotráfico y el turismo sexual. Hoy esa testigo está protegida.

Viola, que entrevistó varias veces a Pelloni para el libro, cree advertir en el carácter de la monja una explicación del éxito que suele obtener en sus cruzadas. Pelloni es inteligente, tenaz y tiene un gran sentido de la justicia. Pero sobre todo sabe escuchar: “Dan ganas de confiarle secretos”, escribe Viola.

“Transmite la seguridad de que va a saber qué hacer con ellos y, además, muy lejos de la clásica confesión en el reclinatorio del cura que escucha, juzga, absuelve y manda a rezar avemarías, es una escucha femenina, se diría maternal”.

La observación de Viola es clave si tenemos en cuenta el tipo de casos en los que se compromete la monja. Más que crímenes o injusticias, son puras historias de terror. Trata de blancas, tráfico de bebés y de órganos, secuestros y explotación de niños, feminicidios, asesinatos rituales.

Casos como el de un profesor de Curuzú Cuatiá (de nuevo en Corrientes, donde la destinaron después de Catamarca) que estuvo veinticinco años cambiando calificaciones por sexo a sus alumnos y alumnas. Después de que una chica de veinte años le contara su experiencia con este profesor, la monja le puso una cámara oculta y el crimen salió a la luz.

En otra ocasión, la muerte de un niño de cuatro años tras ingerir agua contaminada de un charco le hizo plantar cara a un poderoso industrial agropecuario que terminó condenado por homicidio.

Y en la provincia de Entre Ríos ayudó a destapar, obteniendo y difundiendo el testimonio de familiares de víctimas de violencia sexual sistemática, una red que secuestraba y drogaba a chicas para ponérselas en bandeja a empresarios y políticos de la zona.

“Los dramas de las adolescentes siempre han sido el motor de mi lucha”, le cuenta a Viola. “Me gusta escucharlas, me resulta sencillo conectar con ellas. Con los años fui cambiando el foco, que pasó al tema de las drogas. Y ahora es el cambio de sexo”.

El cambio de sexo, sí, combatir la discriminación hacia quienes sienten que han nacido en el cuerpo equivocado, es una de sus últimas luchas. Una lucha, como otras suyas, atípica para una monja. Pero que se explica por una misma naturaleza.

A Viola, cuando empezó a escribir La hermana, le dieron un consejo: “No pierdas de vista que esta persona podrá ser una religiosa, pero sobre todo es una activista”.

La escritora lo tuvo en cuenta e intentó orillar el lado íntimamente religioso de Pelloni ante lo espectacular de su activismo. Tal vez era el mejor modo de perfilar una figura ajena a los clichés que asociamos a una religiosa.

Después de todo, se trata de alguien que defendió a cinco chicas de quince años que se quedaron embarazadas durante el mismo curso en el colegio católico del que era directora; alguien que salió a defender a María Soledad cuando se publicaron sus diarios para culpabilizarla una vez muerta.

Es más, anota Viola, Pelloni, treinta y cinco años después del asesinato de la chica, insiste en llamarla la “nena”, como hacía en los noventa para contrarrestar la imagen de “adulta ninfómana” que se dio de ella durante el juicio. Llegaron a decir poco menos que se lo había buscado, recuerda Viola, por andar donde no debía.

Según el testimonio de Pelloni, el lugar al que no debía ir era la casa del diputado Ángel Luque, donde su hijo Guillermo daba una fiesta, pues allí fue donde la drogaron, la violaron entre cinco, la asesinaron y la desfiguraron.

Pero hay un momento en las entrevistas que confirma la idea de que el activismo de Pelloni no puede entenderse sin su fe, como si la moviera solo un sentimiento “laico” de justicia social: la fe, como el libro demuestra, es un motor, el principal acaso, de todo lo que dice y hace.

Poco antes de que la trasladaran al colegio del Carmen y San José, en Catamarca, el colegio de María Soledad, a Pelloni le diagnosticaron un cáncer del que se operó y se curó en ocho meses.

Durante el proceso, cuenta, le pedía a Dios que la dejara vivir: “Si vos me regalás la vida, yo te prometo que no la voy a desperdiciar, la voy a hacer valer, voy a luchar por la justicia cada minuto que me des”.

Más tarde, superada la enfermedad, llegó a Catamarca, donde regía un poder corrupto y semifeudal, y a los cuatro meses asesinaron a la chica.

“Yo hice un canje con Dios y él se cobró enseguida lo que me había dado”, concluye la monja. Más tarde Viola le pregunta si alguna vez temió que la matasen. Dice que no, “porque cuando una decide lo que tiene que hacer, hay que hacerlo”.