El escritor Francisco Casavella. Montaje: Rubén Vique

El escritor Francisco Casavella. Montaje: Rubén Vique

Letras

Francisco Casavella, el escritor de culto que revivió la picaresca lumpen en 'Lo que sé de los vampiros'

El escritor, fallecido en 2008, ganó ese año el Nadal con esta novela. Ambientada durante la expulsión de los jesuitas de España en el siglo XVIII, Anagrama la reedita 17 años después. 

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Ángel Mora
Publicada

Cómo le gusta al artista español la figura del pícaro. Hay un je ne sais quoi en ese muchacho espabilado como pocos, arribista como ninguno, ciudadano de baja estofa que sale de ninguna parte, que ha encendido el ingenio de grandes figuras de la cultura de nuestro país. La publicación del Lazarillo de Tormes en el siglo XVI fue el pistoletazo de salida para una larga tradición de bribones que llega hasta nuestros días, todos ellos graciosos sinvergüenzas que no conocen otra forma —cabe dudar si la hay— de medrar en nuestro país. 

A este pícaro lo llamó Quevedo "buscón" y lo puso a deambular de Segovia a Sevilla en una de sus novelas. También lo pintó Goya dándose garrotazos. Valle-Inclán, gran retratista de los bajos fondos, llenaría sus obras de estos chicuelos —o no tan chicuelos, como en el caso del Don Latino de Hispalis de Luces de bohemia— y les haría formar parte indispensable de sus "esperpentos". Ya en nuestros días, la mirada de Javier Cercas nos ha hecho concluir con Enric Marco en El impostor o incluso el Adolfo Suárez que dibuja en Anatomía de un instante que la realidad española está plagada de estos personajes sin necesidad de que medie la ficción. 

Algo vieron todos ellos en ese tunante que les hace sentir que están viendo a España en su conjunto. En los últimos tiempos, el autor que probablemente haya logrado representar a este personaje de manera más lúcida es Francisco Casavella (Barcelona, 1963-Barcelona, 2008), autor de la gran trilogía sobre la Barcelona charnega El día del Watusi (Anagrama, 2002-2003). En ella, recorría la ciudad condal del postfranquismo de la mano de Fernando Atienza, uno de estos golfos arribistas criado en las barracas de Montjuïc que trata de ganarse la vida a golpe de chanchullos. El pasado abril se estrenó en el Teatre Lliure una adaptación de la mano del director Iván Morales que da muestra del calado que ha tenido la obra en la autopercepción de la ciudad. 

De nombre real Francisco García Hortelano, Casavella escogió su pseudónimo a partir del apellido de su abuelo para no ser confundido con el también escritor Juan García Hortelano. Descartó la idea de utilizar el de su abuela, Franco, por la ligera inconveniencia de coincidir con el nombre de cierto dictador. 

Esa predilección por el pícaro no se le agotó a Casavella en las mil páginas de El día del Watusi. En la novela Lo que sé de los vampiros recuperaría de nuevo esta figura, en esta ocasión llevándola a la Europa del siglo XVIII, con España bajo el mando de Carlos III. Gracias a ella el barcelonés empezaría el año 2008 ganando el Premio Nadal. Lamentablemente, en diciembre de ese mismo año el escritor fallecería por un infarto de miocardio, dejando a España sin uno de los escritores más clarividentes y capaces de las últimas décadas. Ahora, Anagrama trae de nuevo a las librerías esta obra, donde el autor da muestra de su dominio en el arte narrativo.

Un pícaro de sangre azul 

Mereció el Nadal una historia que da un volantazo ya en sus primeras páginas. Nos entretiene un poco Casavella con un hombre pelirrojo con espasmos incontrolados en los ojos, tez lampiña y apellido de alta alcurnia. El joven forma parte del ejército prusiano de Federico II, quien es el primero en tomar la palabra para gritarle a un vasallo minutos antes de una batalla: "¿te crees que vas a vivir eternamente, soperro?".

Unos cañonazos darán cuenta más tarde de muchos de ellos, que efectivamente no vivirán eternamente. Es ese momento el que escoge el narrador para cambiar radicalmente de plano y llevarnos con nuestro verdadero protagonista: Martín de Viloalle, miembro de una familia noble de Mondoñedo, Lugo, hermano menor del pelirrojo anterior y destinado a ingresar en el noviciado de Villagarcía de Campos. Allí está planeado que se forme para más tarde tomar los votos que le llevarán a ser miembro de la Compañía de Jesús. Pero lo cierto es que al chico no le puede traer más sin cuidado el linaje, la Orden o la fe: a él lo que le gusta es dibujar al carboncillo

Goyesco antes que Goya, el joven de los Viloalle hace sus primeros pinitos en el mundo de la pintura caricaturizando a la cohorte de jesuitas que están por encima de él en la jerarquía de la Compañía —que es cualquiera que haya superado el período de novicio y, al contrario que él, haya sido ordenado—. Al de aquí lo representa engullendo como una fiera sus viandas, al de allá, cayendo al suelo en ridícula postura, y al de acullá en cuclillas, su sotana a la altura de la cintura, las nalgas a la vista de dios y el contenido de sus tripas abonando el suelo. 

El muchacho ni sabe lo que quiere ni parece preguntárselo. El interrogante de la motivación vital es un lujo emparentado con el aburrimiento, y, como este, solo se lo pueden permitir los afortunados que ya tienen resuelto el asunto de la supervivencia diaria. Y Martín, por mucho apellido que tenga, dista mucho de contar con esa clase de comodidades. Pese a que le informan de que es deseo de su padre que deje el noviciado para ser su heredero, el muchacho encadena una mala decisión tras otra que le llevan, si no por derecho dinástico, sí por mérito propio, a pertenecer al lumpen de las ciudades que visitará.  

A partir de la expulsión de la Compañía de los territorios de la Monarquía Hispánica en 1767, el novicio de sangre azul con espíritu de pícaro de arrabal viajará por las principales capitales y cortes de la Europa del siglo XVIII, en unas ocasiones haciendo uso de sus dotes artísticas, en otras con el ingenio como única herramienta.

Es Europa un territorio que todavía no sabe que va a cambiar hasta la raíz. Luis XV todavía juguetea bajo las enaguas de madame du Barry, su flemático heredero ni se imagina que sus súbditos le acabarán cortando la cabeza y Napoleón, que definirá el continente que está por venir, aún no ha llegado ni a cadete. Y aún así, algo se intuye en el horizonte. Algunas mentes preclaras, como Voltaire, claman al cielo por el advenimiento de un nuevo hombre.

Enviados de misteriosas órdenes entre las que destaca la francmasonería —a la que pertenecía el propio Voltaire— se dirigen a las cortes europeas para convencer a los dignatarios de la viabilidad de reconvertir las ciudades en nuevos organismos industriales. Allí, la abundancia, la paz y la filosofía serán norma, no excepción. 

Y Viloalle, en uno de sus coletazos de mala suerte, se ve obligado a depender de uno de estos masones. El problema es que sus discursos, más que de profeta consumado, suenan a vendedor de crecepelo. El joven, que acompaña al hombre en un principio convencido de sus altos vuelos, pronto comenzará a sospechar que sus promesas de un futuro halagüeño de la mano de la ciencia y el progreso no son más que los embustes de un trilero

En Lo que sé de los vampiros Casavella hace gala de un nivel de manejo y soltura de las técnicas narrativas poco habitual. Recurre a un muy ingenioso lenguaje sencillo cuando el momento lo precisa para, a continuación, hacer de las palabras un pincel con el que ilustrar bellísimas imágenes que se quedan grabadas a fuego. El resultado es una lectura en la que, conforme se avanza en la historia, se desea la incongruencia de que el número de páginas restante, en lugar de disminuir, aumente. Sería este sortilegio la única manera, al fin y al cabo, con el que lograr que ni Martín de Viloalle ni su creador nos abandonen jamás.