Chotaro Kawasaki. Foto: Fulgencio Pimentel

Chotaro Kawasaki. Foto: Fulgencio Pimentel

Letras

Chotaro Kawasaki, el escritor japonés que escribía a la luz de una vela sobre cajas de cerveza

Inédito hasta ahora en Occidente, Fulgencio Pimentel reúne en el volumen ‘El barrio del incienso’ algunos de los relatos de uno de los escritores más personales e indómitos de la literatura nipona del siglo XX

25 agosto, 2022 01:41

Autor periférico, referente fundamental de la "novela del yo" en el Japón del siglo XX, cuando Chotaro Kawasaki tenía 40 años comenzó a vivir en una choza al lado de la casa de sus padres en la pequeña localidad portuaria de Odawara, un viejo almacén que servía para guardar las redes y otros enseres de pesca. Allí, bajo la luz de una vela grande y sobre unas cajas de cerveza vacías, el escritor nipón dedicaba horas y horas a aquel oficio por el que había sacrificado toda su vida.

"Durante los últimos diez años ha vivido en una casucha levantada con tablones y cubierta con un tejado de zinc –escribió en uno de sus relatos–. Las noches de viento y lluvia termina empapado, a pesar de lo cual continúa leyendo y escribiendo sobre una mesa hecha con cajas de cervezas. Apenas cuenta con unos pocos pinceles y una pluma para escribir, pero gracias a la inflación de la posguerra le alcanza para vivir de los magros beneficios de su escritura". 

Reivindicado por Kenzaburo Oé como un autor "irrepetible cuya obra no envejece", sobre él dijo el Premio Nobel en una ocasión que con su escritura conseguía lo imposible para los demás: regresar una y otra vez a un mismo suceso y hacer de cada una de esas veces un nuevo relato.

Prácticamente desconocido en Occidente, donde ha permanecido inédito hasta ahora, la editorial Fulgencio Pimentel, junto a los traductores Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, rescata su obra en El barrio del incienso, título que recopila los relatos que el autor nipón escribió entre 1925 y 1977.

Su estilo se enmarca dentro de la "novela del yo" japonesa, un tipo de literatura confesional y personal donde los eventos de la historia que se narra, por muy inconfesables que parezcan, corresponden con los acontecimientos vividos por el autor, que los cuenta abiertamente y sin reparos.

Es en este sentido donde la vida y la determinación literaria de Chotaro Kawasaki, que nació en 1901 en el seno de una familia humilde de Odawara, cobra aún más fuerza. Expulsado de la escuela secundaria por robar un libro en la biblioteca, el escritor se dedicó durante algún tiempo a repartir pescado hasta que en 1922 decidió abandonar el trabajo familiar para instalarse en la capital japonesa.

"Era el primogénito de una familia que regentaba una humilde pescadería, un tipo incapaz de renunciar a su sueño de convertirse en escritor que a duras penas había dejado el palanquín donde cargaba el pescado, se había quitado el kimono corto sin solapas de trabajo y se había marchado a Tokio", recordó en 1925 en su primer relato publicado.

Sin título, así se llamó, era la crónica de la relación entre una camarera y un joven con aspiraciones literarias. Como él, Kawasaki había renunciado al legado familiar y nunca se volvió a plantear su retorno a pesar de que aquella apuesta casi enfermiza por la literatura pocas veces le devolvió un billete premiado.

Incapaz de renunciar a su sueño

Fue en 1929, ante los apuros económicos que atravesaba, cuando tuvo que abandonar Tokio y regresar a su casa en Odawara. Cuatro años después, su padre falleció de cáncer de estómago, dejando a su hermano pequeño al cargo del negocio familiar. Se despidió de él con una bonita estampa en La muerte de mi padre: "Una semana antes del final entrelazaba sus manos para contemplar un pedacito de mar más allá del jardín, después las ponía encima del pecho y pedía que lo colocasen mirando al techo. Se preparaba en silencio para morir. No pronunció una sola palabra de miedo o angustia ante un mundo desconocido".

Para entonces, Kawasaki ya arrastraba cierta sensación de fracaso, un sentimiento que, de algún modo, acabaría por acompañarle en toda su escritura. "Hacía ya diez años que me había marchado de mi ciudad natal –lamentaba precisamente en este texto sobre su progenitor–. En todo ese tiempo, a pesar de haber tomado mi camino, no había logrado labrarme una reputación, ganarme dignamente la vida, llevar una existencia estable, la última esperanza de mis padres, al fin y al cabo, para con su hijo rebelde. Tenía ya más de treinta y aún estaba soltero. Carecía de talento suficiente para ganar dinero y la época de penurias que vivíamos me había obligado a volver a mi ciudad en más de dos ocasiones, incapaz de afrontar el pago de la renta del cuarto que alquilaban en la casa de huéspedes de Tokio donde me hospedaba".  

Fue en uno de aquellos viajes a su ciudad natal, posiblemente, cuando Kawasaki le mostró una revista con uno de sus relatos a su padre. "¿Cuánto ganas con eso?", contó que le había preguntado. "Para bien o para mal, la literatura era lo único que yo tenía en la vida. A menudo la gente de la cultura menosprecia a los comerciantes por su obsesión con el dinero. Mis padres no se conducían de un modo distinto. Entendían mi vocación como una simple forma de ganarme el sustento, sin mayor trascendencia. Y yo terminé por desarrollar un complejo de inferioridad respecto a ellos, precisamente, por mi modo de vida", reflexionó en sus escritos.  

Las dificultades literarias y su servicio en la guerra

En 1934 publicó su primer libro y empezó colaborar también en una agencia de noticias. Finalista del Premio Akutagawa –el galardón literario más prestigioso de Japón–, ya en 1936, su antología Flores marchitas, donde describió el drama de las prostitutas del barrio del placer de Tamanoi, tuvo una buena acogida.

También lo tuvo su título posterior, Árbol desnudo (1939), donde se inspiró en el director de cine Yasujirō Ozu para construir a uno de sus personajes. Al cineasta japonés, a quien había conocido en una ocasión en un balneario, le unía una peculiar relación: ambos compartieron, durante casi una década, su atracción por la misma geisha, lo que llevó al escritor a componer una serie de relatos bajo el título Serie de Ozu.

Después, narró en Al borde del camino, "uno de sus compañeros ganó el Premio Akutagawa y se convirtió en toda una celebridad dentro del mundillo. Él no tuvo tanta suerte. Perdió el trabajo, lo abandonaron, se hundió en las tinieblas. Apenas recibía dos o tres encargos de revistas literarias a lo largo del año y le pagaban muy poco dinero. La situación le obligaba a reconocer lo limitado de su talento".

En la década de 1940, durante la Guerra del Pacífico, fue reclutado para limpiar zanjas y cargar cajas. "Antes de recibir la orden de movilización se dedicaba a escribir novelas, pero, como con eso no le alcanzaba para comer, colaboraba también con una agencia de noticias, y así se mantenía a duras penas –relató en Soldado raso–. Después de vivir un tiempo en Tokio había regresado a su ciudad natal, donde se había instalado en una casucha. (…) De vez en cuando recibía las liquidaciones de los derechos de sus novelas y, sin apenas beber alcohol, sometido a una persistente pobreza que había terminado por convertirse para él en una condición existencial, pasaba sus días".

Sin embargo, en aquella época, la precariedad económica y la política de restricción del uso de papel impuesta por el Gobierno japonés en todo el país hizo que la agencia para la que trabajaba empezara a rechazar sus textos. "Fue entonces cuando lo llamaron a filas. Pasase lo que pasase, pensó, al menos le darían de comer. Confundiendo el reclutamiento con una ayuda del desempleo, se presentó en Yokosuka después de despedirse de un par de amigos".

Los años del éxito, un autor de moda

A partir de 1950, las cosas mejoraron para Kawasaki, que llegó a referirse a su vocación como un "fanatismo por la literatura". No en vano, seguir aquel sueño de juventud le había llevado a vivir precariamente en más de un periodo de su vida. Pero con el fin de la guerra, y la prosperidad de la industria editorial, el viento cambió de rumbo para el escritor, que alcanzó al fin la popularidad deseada, aunque aquello no le hizo cambiar sus hábitos austeros.

"Por las noches, bajo la luz de una gruesa vela, escribía a mano sobre los pícaros, sobre sus andanzas nocturnas, sus sentimientos, su vida oculta a la luz del día, como si no tuvieran otro remedio –relató–. Echaba de menos el contacto de la piel y regresé a Makocho, el barrio de las prostitutas, donde entablé unas cuantes relaciones pasajeras. Escribía sus reservas sobre mis días de soltero de cincuenta años que pagaba a las prostitutas y vivía en una casucha miserable. Por alguna razón, mis escritos llamaron la atención de algunos curiosos y me labré cierto renombre. Me atrevo a decir que incluso estuve un poco de moda".

Fueron los años de Makocho (1950), un libro de relatos ambientados en el barrio del placer de Odawara, basados en sus propios encuentros con prostitutas. "Durante mucho tiempo Ogawa solo había sido un ser apartado en un rincón, pero al fin empezaba a disfrutar de cierto reconocimiento ganado a fuerza de persistir –contaría después–. Rondaba los cincuenta y aún le sobraba un poco de dinero después de comer su chirashidon de siempre".

Continuaba, eso sí, viviendo en su pequeño rincón con tejado de zinc y escribiendo bajo la luz de una gruesa vela sus novelas, pero algo había cambiado. "Un mes de julio, cumplidos ya más de sesenta años, dejó de escribir sobre sus relaciones con las mujeres y con las prostitutas. Se casó con una mujer treinta años más joven, alquilaron dos cuartos anexos a un ryokan, a dos kilómetros al norte de la estación de Kamonomiya, y allí formó una nueva y crepuscular familia. Para lo bueno y para lo malo, la realidad de la vida de las personas supera cualquier intento de la imaginación", reflexionó.

Después publicaría títulos de éxito como El matrimonio de un solterón y La viuda de treinta años (1962), relacionadas con su vida matrimonial y familiar. A los sesenta y cinco años, el escritor sufrió un ictus que le dejó la mitad derecha del cuerpo paralizada. "No fue grave, sin embargo. Ingresó inconsciente en el hospital y permaneció allí dos meses. Antes de recibir el alta ya podía caminar con la ayuda de un bastón y no presentaba dificultades en el habla. Tan solo notaba un dolor sordo, como una descarga eléctrica en la mitad del cuerpo que subía primero a la cabeza para bajar después hasta la punta de los dedos de los pies", describió.

A pesar de aquello, no dejó de escribir. "Cuando era incapaz de sostener la pluma con la mano derecha paralizada de dolor -compartió-, la agarraba con la izquierda y seguía". En sus últimos años de vida obtuvo el reconocimiento en forma de varios premios literarios.

Atrapado por la vocación de la literatura, fue en el primero de sus relatos, en Sin título, cuando Kawasaki escribió una de las frases que, en parte, resumían toda su esencia. "Cuando estaba en su humilde cuarto de tres tatamis de la casa de huéspedes –había dicho–, se olvidaba de Oyasu, agarraba la pluma sin pensar en nada más y se entusiasmaba con la posibilidad de escribir algo bueno, aunque solo fuera una vez". Aquel entusiasmo, para bien o para mal, le acompañó toda la vida. Y fueron muchas las veces en que lo logró. Falleció en 1985 de una neumonía.