'Tres lunas', 2007-2018. Fotografía de José Manuel Ballester

'Tres lunas', 2007-2018. Fotografía de José Manuel Ballester

Letras

Familia tres

23 noviembre, 2018 01:00

En el edificio de enfrente vivían tres hermanos, jubilados ya, que no se separaban nunca. Parecían el mismo hombre reciclado, iban juntos a todas partes, realizaban pequeñas chapuzas, se paraban en la acera a conversar con unos u otros, cosidos por los codos, los tres con aquella expresión astuta, misma altura, misma ropa, misma cabeza achatada envuelta en arrugas intercambiables que les cruzaban la frente como latigazos de piel y les difuminaba los ojos.

Era imposible distinguirlos entre sí. Ninguno de los tres hermanos se había casado, alérgicos al matrimonio, vivían los tres solos en el mismo apartamento de alquiler, bajo una especie de celibato monacal, y era fácil encontrártelos a mediodía trasladando herramientas o instrumentos musicales con sus zapatos demasiado holgados, sus manos de tridente, hombros caídos, chaquetas de intemperie.

Pasaron muchos años y yo abandoné aquel barrio. No lo hice de forma voluntaria, aclaro, sino abatido por un sentimiento de fatalidad y desconsuelo. Me hospitalizaron. Cuando abandoné la clínica y mi vida anterior, pesaba cincuenta kilos. Todavía muy débil, con intervalos de salud, durante cerca de una década me mantuve tercamente alejado de aquellas calles, aquel polvo y aquel viento de sonidos.

Por precaución, evité volver a pisar el barrio, a mencionarlo siquiera en mis conversaciones más íntimas, pues dolía demasiado. Me cansé de esperar una llamada telefónica o un mensaje de su parte, que nunca llegó. No tenían motivos para despreciarme así. En cierto momento, sin embargo, la necesidad económica me apretó de nuevo en contra de mi voluntad hacia aquellas mismas esquinas y plazas y noches en las que tanto amé, que tanto terminé odiando, y que me había jurado a mí mismo no volver a habitar.

"Una tarde me crucé con uno de los tres hermanos inseparables. Iba él solo, cojeando muy despacio, torcido"

Regresé. Me instalé en un piso, no muy lejos del instituto de enseñanza media donde interrumpí mis estudios. El lugar del crimen, podríamos decir, admito que de un modo un tanto melodramático. Me sorprendió comprobar cómo toda la zona había sido remodelada en una violenta operación quirúrgica, de una modernidad abrasiva, y costaba esfuerzo reconocer los contornos originales bajo todo aquel disfraz de hormigón que se había llevado por delante sombras de árboles y jardines con piscinas, la huella de nuestras voces y risas, y los había sustituido por asfalto y franquicias. No podía evitar la comparación entre este presente aterido y las postales mentales antiguas que yo atesoraba con avidez.

Apenas sin querer, me encontré frecuentando aquellos escasos lugares -un café a trasmano de aire enrarecido, algún cine polvoriento a las cuatro de la tarde- que habían conseguido esquivar la orgía de destrucción y triunfalismo que lo había anegado, si no todo, sí casi todo.

Llevaba allí viviendo algún tiempo, ni bien ni mal, cuando una tarde me crucé con uno de los tres hermanos inseparables. Iba él solo, cojeando muy despacio, torcido, y como roto o viejísimo, y a mí, que no había vuelto a pensar en ellos tres ni un solo segundo desde entonces, me impresionó verlo. Me pregunté cómo sería la vida de ese superviviente en ausencia de los otros dos, su vejez ciega, solo en su casa, vagando por las habitaciones demasiado amplias o de paredes oscuras o con el grito de luz último de un canario.

Sentí una pena honda. Había un funeral en mi boca.

Ese día comprendí lo que era la soledad.