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Aurora Egido: “Borges encerró a Cervantes bajo llave, como suelen hacer los escritores con sus modelos”

Fernando Aramburu ha querido empezar estas Voces Trenzadas con la filóloga y académica Aurora Egido, que fue su maestra en aquella facultad de Letras de la Universidad de Zaragoza adonde llegó a finales de los 70

3 marzo, 2017 08:00

Fernando Aramburu. En octubre de 1979, ingresé en la Universidad de Zaragoza con el fin de cursar 4º de Filología Hispánica. Llego por vez primera a la facultad de Filosofía y Letras y ¿qué veo? Un edificio con aspecto de hospital y aquellos armarios de vieja tracería a lo largo de los pasillos. Me pregunto en qué tipo de panteón me he metido y si el cuerpo docente vestirá, como presumo, vendas de momia. Por suerte, el prejuicio se esfumó en los primeros días de clase. Con alguna salvedad, casi todos mis profesores tenían poco más de treinta años. Desde mi perspectiva de hoy, unos jovencitos, entre los cuales estaban María Antonia Martín Zorraquino, Antonio Armisén, Agustín Sánchez Vidal, así como tú en calidad de titular de las clases de Literatura del Siglo de Oro.

»A la memoria me vienen las aulas saturadas de humo de tabaco. A menudo se ofrecían charlas. Recuerdo haber escuchado a media mañana, en el paraninfo, a Juan Goytisolo, que leyó fragmentos de Makbara, a Dámaso Alonso, a Ildefonso Manuel Gil y a algunos más. En cierta ocasión, asistí a una conferencia que diste sobre El cuarto de atrás, de Carmen Martín Gaite. En total, estuve tres años en Zaragoza y aquella experiencia altamente instructiva me dejó incapacitado de por vida para denigrar la Universidad española, actividad que debe de causar un gran placer puesto que la practican muchos. No poco me pica la curiosidad por averiguar cómo se percibía la vida universitaria durante la Transición desde tu mirada de joven catedrática. Imagino que con los años y los cambios generacionales, todo, excepto tal vez el edificio, habrá cambiado.

"Se investiga cada vez más y mejor, pero falta apoyo institucional para evitar que se corte la continuidad y el futuro de los alumnos con vocación universitaria" Aurora Egido

Aurora Egido. Me alegro de que no te unas a los “gallos de la publicidad” (así los llamaba Gracián) que hacen enmiendas a la totalidad universitaria, a veces sin conocimiento de causa. Y sobre todo que guardes un buen recuerdo de tu estancia zaragozana, cosa que también se desprende de tus relatos. Por esos años era posible, y hasta obligada en el caso de los profesores, la movilidad. Ahora, paradójicamente, ni ellos ni los alumnos se mueven dentro de la geografía española. Es más fácil irse de Erasmus a Finlandia o a enseñar un semestre a China que trasladarse de la Universidad de Sevilla a la de Valencia, por poner un ejemplo. Yo tuve la suerte, como tú, de poder cambiar mi expediente, sin apenas papeleo, de la Universidad de Zaragoza a la de Barcelona para estudiar Filología Española. Eso me cambió la vida, en lo personal y en lo profesional, no sólo por las enseñanzas que recibí, sino por la vida cultural que por aquel entonces bullía en Barcelona. Es lástima que una riqueza como la del bilingüismo se haya convertido en problema. Poco después, cuando fui profesora en la Universidad de Cardiff y en el Westfield College de Londres, comprobé que las becas que se concedían a los estudiantes británicos estaban ligadas a cambiar su lugar de residencia.

»El Departamento que tú conociste sigue siendo uno de los mejores de España (y me excluyo, claro, de tal afirmación), pero han cambiado sin duda muchas cosas, como en el resto de las universidades. Se investiga cada vez más y mejor, pero falta apoyo institucional a la hora de que las plazas de profesores titulares y catedráticos desaparezcan, y se corte con ello la continuidad y el futuro de los alumnos con vocación universitaria. La docencia y la investigación conforman una cadena. Si se rompen los eslabones, difícilmente se puede repetir el “decíamos ayer” de fray Luis de León.

»Sinceramente creo que entre tu generación y la actual media un gran trecho. Me refiero a que ahora los alumnos, ya “nativos virtuales”, se manejan mejor en los idiomas y se mueven como peces en el océano gris de internet, pero llegan con una preparación más precaria que la vuestra. Yo diría, sin temor a exagerar, que sus conocimientos representan dos cursos de retraso en lo que a conocimientos se refiere. La culpa no la tienen ellos obviamente, pues antes de la Universidad debe haber un buen bachillerato.

»Aparte habría que considerar la tan sonada crisis de las Humanidades y la escasa protección que se les aplica por doquier. Ahora que estamos en el bicentenario del “universalista” Juan Andrés, convendría recordar la mucha ayuda institucional que a su juicio debían tener las ciencias en su más amplio sentido. Otro ilustrado, el lingüista José Hervás y Panduro, dijo en su Historia de la vida del hombre: “el país en que se premia el mérito, siempre es fecundo de ilustres y sabios ciudadanos”. Pero este tipo de frases hoy suenan a música celestial.

Fernando Aramburu. Al margen de las posibles deficiencias o virtudes de los sistemas escolar y universitario de mi tiempo, yo estoy agradecido a determinados pedagogos sin los cuales la literatura y los libros me habrían estado con toda probabilidad vedados. Ejercí la docencia en Alemania durante largos años. Una vez, al principio, el inspector me insistió durante una visita de supervisión en que los profesores debíamos motivar a los alumnos. El alumno, según él, debía asistir con ganas a las clases. Ingenuamente le sugerí, acaso le repliqué, que también convendría de paso motivar a los profesores, se entiende que más allá del incentivo que supone el sueldo, aunque esto último, claro está, no me atreví a soltárselo. Tampoco andaba yo por entonces del todo fino en lengua alemana. En tu discurso de ingreso en la RAE hablas con gratitud del humus (¡menos mal que no dijiste abono o estiércol!) en el cual te formaste hasta alcanzar la cátedra. No sé tú, pero a mí me parece que tan importante como todo el montaje organizativo, las facilidades de estudio y los medios disponibles son las personas encargadas de bregar a diario en las aulas.

AE. El término humus se lo tomé prestado a Luis Mateo Díez. Me refería a la herencia que recibí del español hablado en tierras molinesas y también a lo que influye cuanto aprendemos durante la infancia y la adolescencia. El castellano que ofreces en Patria es un buen ejemplo que pronto tendrán en cuenta los filólogos a la hora de analizar el hablado en tu lugar de origen. Eso queda para siempre como un poso que luego conviene ir enriqueciendo. Y para ello, hay que salir. Cervantes lo ejemplificó en La señora Cornelia con dos jóvenes vizcaínos que fueron a Salamanca y, después de ir a Flandes, continuaron sus estudios en la Universidad de Bolonia, donde se hicieron amigos de los españoles y extranjeros que recalaron allí. Y sí, estoy de acuerdo contigo en la importancia de los maestros (prefiero ese término al de “pedagogos”). Decía el economista Fabián Estapé que lo importante en esta vida era una buena madre (dejémoslo en buenos padres) y un buen bachillerato. Lo que viene después suele ser añadidura. En el discurso que pronunció Mario Vargas Llosa en Estocolmo, cuando recibió el Premio Nobel, recordaba las clases del hermano Justiniano, que le enseñó a leer a los cinco años en los salesianos de Cochabamba, así como los libros que su familia materna puso en sus manos. Todo empieza en la primera enseñanza, en los maestros.

»La motivación a la que te refieres forma parte de un lenguaje que se ha preocupado más por las métodos que por los contenidos, colocando además a los profesores en un segundo término. Sin magnificar la enseñanza de tiempos pasados, lo cierto es que la actual deriva de sucesivas leyes de educación (LRU, LOGSE, LOCE, LOE…) que han ido demoliendo el antiguo proyecto ilustrado. Habla de todo ello un curioso libro de Javier Orrico, La tarima vacía, donde arremete contra esos planes de estudio fascinados por la nueva pedagogía y las nuevas tecnologías. Y ello afecta tanto a las ciencias como a las letras, pues unas y otras forman parte del mismo árbol. Respecto a lo que Orrico dice sobre la desaparición de la Filosofía o de la Literatura en los programas docentes de los Institutos, convertida, esta, en un apéndice de la Lengua, no le falta razón. También cuando habla de que sin buenos profesores, que sepan de lo que enseñan y cómo enseñarlo, no hay nada que hacer. A la postre, han sido ellos, los profesores de primera y segunda enseñanza, quienes han tenido que luchar contra viento y marea para que los alumnos sobrevivieran a los distintos planes de estudio. Ojalá que llegue pronto un buen pacto educativo, que esté por encima de los cambios políticos, para que los alumnos tengan la enseñanza de calidad que merecen. Es una cuestión de Estado y creo que primordial.

"No siento que deba respetar las normas de tráfico del idioma. En el plano de la creatividad, La mera corrección no es el lugar al que deseo dirigirme" Fernando Aramburu

FA. Quizá recuerdes que a principios de octubre de 2009 coincidimos los dos en Münster (Alemania) con ocasión del VII Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas. Allí estaba asimismo José María Merino, quien meses antes había pronunciado su discurso de ingreso en la RAE. Merino nos contó a quienes lo acompañábamos que por aquellas fechas algunas personas conocidas suyas, en la calle y en los bares, le preguntaban de manos a boca por el significado de este y el otro vocablo, o por la posible corrección de ciertas locuciones, como si vieran en el académico un diccionario o una gramática andantes. Esta manera de relacionarse con el idioma materno desde una especie de rango de autoridad, cosa que Merino se tomaba con humor, me es por completo desconocida. Más allá de hacerme entender, no siento que deba respetar las normas de tráfico del idioma. Incluso pienso que, en el plano de la creatividad, la mera corrección no es exactamente el lugar al que deseo dirigirme. Tampoco me he planteado nunca la posibilidad de tener entretenidos a los filólogos. Entiendo que tu convivencia con la lengua ha de ser distinta. Ahora mismo te imagino en el momento de soltar un taco, si es que tienes la costumbre, o con el temor de que, hablando con personas de viso, se te escapen errores de concordancia o solecismos en la celeridad de la conversación espontánea y más tarde te vuelvan en forma de pesadilla durante el descanso nocturno. Desmiénteme, por favor, esta insolente fantasía.

AE. Tiene gracia lo que me planteas. Me refiero a no ser un buen ejemplo a la hora de escribir o de hablar ante quienes consideran que un académico o un profesor debe ser un diccionario viviente. La lengua (ya lo decía Horacio) se ha movido siempre entre la norma y el uso, pero es este, en definitiva, el que termina por configurar la norma. Todos tendemos a respetarla inconscientemente, pero también a saltárnosla. Creo que los académicos no debemos ser jueces del idioma, sino, en todo caso, notarios que levanten acta de los usos; y estos están sometidos a una evolución constante como la vida misma. Las palabras nacen y se transforman a tenor de las circunstancias, y hasta desaparecen. De ahí que los diccionarios tengan que ser, como las gramáticas, las ortografías y las fonéticas, una obra en marcha, sujeta a cambios y revisiones.

»Por otro lado, el escritor puede y debe tomarse cuantas licencias quiera para dar a la lengua significados nuevos. Góngora revolucionó la poesía española y el lenguaje mismo. Hoy usamos palabras que en su tiempo fueron motivo de escándalo. El lenguaje se crea y se recrea gracias a los hablantes, aunque a veces se empobrezca en el uso común. Y eso debemos cuidarlo entre todos. Los escritores tenéis esa posibilidad única de enriquecerlo y hasta de inventarlo. Claro que eso también lo hace el pueblo llano, convirtiendo la oralidad cotidiana en poesía. Recuerdo la frase de un niño andaluz que Rafael Alberti recoge en La arboleda perdida: “Me duelen los zapatos blancos”. Créeme, el surrealismo lo practicaban ya en Calanda antes de que naciera Buñuel. Y seguramente pasó lo mismo en Figueras con Salvador Dalí.

FA. Pues verás. Yo reencontré la sombra de Góngora en un escritor alemán del siglo XX, poco conocido en España, en parte porque lo mayor y más interesante de su obra literaria es intraducible. Me refiero a Arno Schmidt. Este hombre, bastante misántropo, recluido en una aldea de las landas de Luneburgo, cuestionaba las normas ortográficas de su lengua materna. Creó otras para uso propio, atribuyendo a los distintos signos de puntuación unos significados adicionales que exceden los márgenes estrictos de su función habitual. Góngora, Schmidt y otros como ellos me animaron a intensificar la acción creativa sobre la lengua española cuando escribo. Hay lectores que reaccionan ante las licencias y gamberradas lingüísticas de mis novelas con extrañeza, lo cual se comprende; otros, con abierta hostilidad. Me da que tienen su percepción de la realidad tan asentada en palabras y conceptos bendecidos por la convención que el mundo, su mundo, se les viene abajo tan pronto como la lengua no llega a sus oídos o a sus ojos de la manera por ellos prevista o aceptada.

»Con eso y todo, las protestas más violentas me llegaron por escribir sobre la poesía de algún clásico español del Siglo de Oro. El primer sábado de cada mes publico en el suplemento Territorios, de El Correo, una reflexión a partir de un poema más o menos célebre. En realidad, yo no hago comentario de textos ni doy lecciones. Me basta con exponer mi particular historia de la lectura de un poema determinado. Mantengo dichas reflexiones unas cuantas semanas en un blog. Pues bien, suprimí la opción de los comentarios porque cada vez que publicaba una entrada referida a uno de nuestros clásicos (fray Luis, Garcilaso, Lope, etc.), el presunto experto de turno, no siempre el mismo, aunque siempre varón, me endilgaba un rapapolvo de varias páginas encaminadas a probar su ciencia y mi ignorancia. Sé que corren chistes sobre el celoso especialista de quien se afirma que ostenta en nuestros días la propiedad en exclusiva del Quijote. Y el caso es que estaba yo tentado de llamar en el curso de este coloquio nuestro a la casa de Soto de Rojas o de Baltasar Gracián, pero me tiembla la mano. Entiendo que no abrigues el propósito de ejercer como juez de la lengua. ¿Ocurre lo mismo con las materias de tu especialidad, a las que has dedicado tanto tiempo y esfuerzo? Si a tu lado un sujeto más o menos leído e instruido se arrancara a emitir juicios erróneos sobre los escritos de Gracián, ¿no se te subiría la sangre a la cabeza? Recordarás que Borges no desperdiciaba ocasión de denigrarlo. ¿Te molesta que enreden en tu caja de juguetes?

"Borges tenía que cerrar a Cervantes bajo llave, como hizo Lope con Terencio y Plauto para que no le gritaran en su estudio. Es lo que suelen hacer los escritores con sus modelos" Aurora Egido

AE. A mí, de niña, me gustaba más jugar en la calle que encerrarme en casa con los juguetes. De todos modos, prefiero, en esos casos, dar mi opinión sin más. Por otro lado, desconocía esa faceta tuya de comentarista. Virginia Woolf distinguía entre quienes leen para investigar y quienes lo hacen para disfrutar. Yo procuro hacer las dos cosas, pero entiendo que no se puede aplicar la misma vara de medir en un caso o en otro. Además todos cometemos errores y la sombra de la crítica literaria es tan alargada como la de la literatura. La Historia es una señora que escribe sobre las espaldas del Tiempo, que le sirve de atril. El Barroco, al igual que el concepto de realismo mágico, se inventó en Alemania, y lo difundió Ortega por España e Hispanoamérica a través de la Revista de Occidente. Ello impulsó toda una corriente literaria que llegó hasta el famoso boom. Góngora estuvo soterrado durante siglos y resucitó a principios del siglo XX, gracias sobre todo a los simbolistas franceses y a ese impulso germánico que propició incluso la pintura en movimiento de Picasso. Traté de ello (perdona la autocita) en El Barroco de los modernos. Despuntes y pespuntes.

»Sobre la ortografía y la caligrafía hay mucho que decir. Para tu curiosidad, te comentaré que la historia de los manuales de escribientes está llena de nombres vascos (yo misma aprendí a escribir en el colegio con las muestras de Iturzaeta). Uno de ellos, quizá el primero, fue Juan de Icíar, quien situó a mediados del XVI la escritura humanística a la altura de los primeros calígrafos de Italia, con la ayuda del grabador Juan de Vingles. Se trata de una saga en la que la escritura recta y la correcta van unidas en un mismo movimiento a través del cual la mano traslada con la máxima perfección los dictados del pensamiento.

»En esto del escribir, la forma también es el fondo. Respecto a Borges, hay que tener en cuenta que Gracián fue su alterutrum. Ambos coinciden, por ejemplo, en la idea de la biblioteca como paraíso y en el jardín de senderos que se bifurcan. Pero el argentino tenía que cerrar a Cervantes y a los de su siglo bajo llave, como hizo Lope con Terencio y Plauto para que no le gritaran en su estudio. Es lo que suelen hacer los hijos con sus padres y los escritores con sus modelos para así correr por cuenta propia y emularlos. Pero ojo con el ataque de Borges al buen jesuita aragonés, basado fundamentalmente en un estilo agotado que él no estaba dispuesto a seguir, pues se basó en un poema que no era realmente de Gracián. José Manuel Blecua Terceiro probó que lo había escrito un poeta de tercera fila llamado Matías Ginovés. Esa es una de las funciones de la Filología: descubrir que las famosas “gallinas celestiales” contra las que arremetió Borges… eran de otro corral.

FA. Borges se equivocó asimismo al afirmar, en Biblioteca personal, que en el Quijote nunca llueve. Nadie es prefecto, que diría aquel. Muchas gracias, querida Aurora, por esta conversación. Me ha quedado, no obstante, una duda. ¿Tú sueltas tacos?

AE. En la intimidad.

@FernandoArambur