Image: Los microrrelatos inéditos de Javier Tomeo

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Letras

Los microrrelatos inéditos de Javier Tomeo

Páginas de Espuma edita El fin de los dinosaurios, una colección de textos que el autor dejó sin publicar

5 febrero, 2014 01:00

Javier Tomeo. Foto: Christian Maury.

Hoy sale a la venta El fin de los dinosaurios, libro inédito de Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1932 - Barcelona, 2013). Es un conjunto de microrrelatos que el escritor oscense no publicó en vida y que ahora edita Páginas de Espuma, que publicó también, poco antes de su muerte, sus Cuentos completos. En pocos días saldrá también a la venta El hombre bicolor (Anagrama), la novela que Tomeo terminó pocas semanas antes de morir y cuyo comienzo adelantó El Cultural como homenaje al escritor.

Con el recuerdo de sus extraordinarias Historias mínimas, la colección de minificciones de El fin de los dinosaurios reúne las obsesiones del universo de Tomeo. De los recuerdos de su infancia a un retrato, quizá el propio, de la vejez, la decadencia del cuerpo, la impotencia vital. De su mirada constante sobre animales (muy especialmente los insectos) y plantas al monstruo en todas sus versiones, incluyendo el ser híbrido. De la reescritura de cuentos infantiles o el conocimiento a su característico surrealismo y tratamiento del absurdo.

A continuación puede leer una decena de microrrelatos de los 148 que componen El fin de los dinosaurios.


La sombra inmóvil

El hombre avanza, pero su sombra continúa en el mismo sitio, no se mueve y se queda atrás. Algo está pasando.

El cráneo y el martillo

A mi alrededor prevalecen los colores azules, que son los que simbolizan la piedad y los más elevados sentimientos y que, además, sientan muy bien a las morenas. Eso es lo que decía siempre mi padre, que fue un mujeriego empedernido.

-Pues ya tienes a quién parecerte -dice mi mujer, empuñando el martillo y sin apartar la mirada de mi cabeza.

El fin de los dinosaurios

Gabriel me dice que los dinosaurios desaparecieron de la Tierra porque tenían un cerebro minúsculo. Según mi amigo les faltaba sensibilidad y recibían tarde los mensajes de dolor que les llegaban al cerebro. Cuando se hacía la noche y aquellos gigantes (soñando tal vez amores imposibles) se quedaban dormidos a la luz de la luna, otros animales más pequeños se los comían impunemente.

-¿No les despertaba el dolor? -le pregunto.

-Desde luego, antes o después, se despertaban, pero entonces era ya demasiado tarde. Hubo más de uno que, al levantar la cabeza, se encontró convertido en un inmenso esqueleto.

Ramón me explica todo eso con la voz cavernosa de las grandes ocasiones.

-Pues debe de ser mala cosa -le digo-, despertarse y encontrarse convertido en una serie de huesos mejor o peor dispuestos. Mala cosa descubrir que nuestros enormes y leales corazones de herbívoros continúan latiendo como si tal cosa entre nuestras costillas mientras las hienas, hartas de carne, se ríen a lo lejos.

La muñeca hinchable

Cuando Desideria, mi muñeca hinchable, me abandonó por otro hombre, comprendí que mi soledad ya no tenía remedio.

-Fue hermoso mientras duró -le confieso esta mañana a Jenaro, que es mi mejor amigo-. Nunca más volveré a encontrar a nadie como ella. En los diez años que duró nuestro amor, ni una sola recriminación, ni una sola palabra más alta que otra. Lo nuestro fue, sobre todo, un dulce monólogo.

-Dime -me pregunta Jenaro-, ¿quién fue, en ese monólogo, el único que hablaba?

-Ella -reconozco.

-Pues no me extraña que al final se fuese con otro -dice mi amigo-. El silencio de nuestra pareja nos acaba aburriendo mortalmente. Aburre incluso a las muñecas de silicona.

Oficina de reclamaciones

Oficina Estatal de Reclamaciones. El probo funcionario abre la ventanilla a las nueve en punto de la mañana. A las nueve y un minuto se presenta el primer reclamante, el segundo llega un par de segundos más tarde. Luego, con un intervalo de seis segundos, van llegando los demás. La cola es cada vez más larga. A las diez de la mañana son ya doscientos los reclamantes que esperan su turno. Los que llegan después de las diez encuentran cerrada la puerta de la calle y no se les permiten entrar en la Oficina.

A partir de este momento, por lo tanto, el cálculo es fácil: teniendo en cuenta que el probo funcionario necesita seis minutos para despachar a cada uno de los reclamantes, necesita mil doscientos minutos, es decir, veinte horas para atender a las doscientas personas que ahora esperan su turno en la cola, es decir, mucho más tiempo del que dura la jornada laboral.

Muchos reclamantes, por lo tanto, se encontrarán con la ventanilla cerrada. Cuando cumpla las ocho horas dentro de su jaula, el probo funcionario cerrará la ventanilla y volverá a su casa para enfrentarse un día más con una mujer que, con los años, ha perdido todas las pestañas.

Más de cuatro ciudadanos no tendrán pues más remedio que volver mañana a la Oficina de Reclamaciones si realmente quieren que el Estado, por mediación del probo funcionario, atienda sus legítimas reclamaciones.

La sombra insensata

En esta ocasión, las cosas suceden al revés. Yo sigo inmóvil, pero mi sombra se independiza, se mueve y sigue hacia delante en busca de su propio destino. Quiero detenerla, pero no puedo. Le digo que es una insensata y se ríe.

El azul del cielo

No flota ni una sola nube sobre el valle, el cielo es azul. Lástima que ese azul tan azul ni sea azul ni sea nada, se dolía el poeta. Pero yo creo que eso no es cierto. ¿Es necesario, me pregunto algunas veces, que las cosas existan en sus respectivas realidades para que se reflejen en nosotros? ¿No basta nuestra mirada para convertir el cielo en azul? ¿Qué nos importa que ese azul no exista en la realidad si la felicidad que genera en nosotros es auténtica?

-Yo soy el centro del mundo -le dije ayer a Federico-. Ese cielo es azul para que mi dicha sea completa.

Federico se atrevió a contradecirme, pero alguien soltó una larga carcajada a mis espaldas.

El pene de Polifemo

Me llamo Polifemo. Posiblemente hayan oído hablar de mí. Soy un cíclope gigantesco y sólo tengo un ojo en mitad de la frente, pero mi vista es prodigiosa y desde la cima de una montaña siciliana puedo distinguir cómo galopan los jinetes africanos al otro lado del mar. No protesto, pues, por tener un solo ojo. Lo que más me fastidia es no poder yacer con la bella Galatea, de la que estoy locamente enamorado, por culpa de mi descomunal pene, excesivo para cualquier hija nacida de mujer.

Las virtudes de la col

-Ante todo les diré que soy enemiga de la vid, no nos podemos ver ni en pintura -se sincera la col-. Por eso nunca nos plantan cerca. Las cepas de la vid a un lado y nosotras, las coles, al otro, lo más lejos posible. Carezco de títulos nobiliarios, es cierto, pero soy una verdura honrada a carta cabal, enemiga de ese vino engañoso que hace creer a los hombres (y a las mujeres) que pueden tocar el cielo con la mano.

Cocodrilo

Soy un cocodrilo y no puedo sacar la lengua. A lo mejor esa es la razón por la que no puedo deciros adiós.