Image: Comienzo de Cheever. Una vida

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Letras

Comienzo de Cheever. Una vida

por Blake Bailey

3 septiembre, 2010 02:00

John Cheever.

Duomo

A continuación publicamos las primeras páginas de la monumental biografía de John Cheever firmada por Blake Bailey. Con este trabajó ganó el premio del National Book Critics Circle. En él rastrea la vida y milagros de autor norteamericano, quien afrimó que "una página de buena prosa siempre será invencible".

Capítulo uno
(1637 - 1912)

«Una familia con muchos esqueletos en el armario», escribió en su diario Leander Wapshot. «Secretos oscuros, principalmente carnales ». Incluso en el cénit de su éxito, Cheever nunca se desprendió completamente del temor a «acabar arruinado, solo, deshonrado, olvidado por (sus) hijos, un viejo que se acerca a la muerte sin compañía alguna». Ése era, presentía, el destino de su familia «maldita»; o, por lo menos, el de sus hombres, quienes a lo largo de tres generaciones (por lo menos) habían parecido estar «llamado a un destino beodo y trágico». Estaba su abuelo paterno, Aaron, del que se rumoreaba que se había suicidado en una habitación espartana de la calle Charles, en Boston, una desgracia demasiado horrible para comentarla. Una noche, de joven, Cheever estaba sentado junto al fuego, tomando un whisky con su padre, Frederick, mientras un vendaval del noreste azotaba las calles. «Intercambiábamos historias guarras», recordaba; «había una sensación de intimidad que me llevó a pensar que ése podía ser un buen momento para sacar el tema. Padre, ¿me cuentas algo de tu padre? ¡No! Y eso fue todo». Por aquel entonces, el padre de Cheever también había caído en la pobreza y el abandono, pues vivía solo en una vieja granja de la familia en la Costa Sur y su único amigo era «un simplón que vivía por allí cerca». En cuanto al hermano de Cheever, también se convertiría en un borracho pobretón, viviendo sus últimos días en una aldea para jubilados subvencionada en Scituate. No es de extrañar que Cheever, a veces, sintiera afinidad con los personajes de la obra de Ibsen, Fantasmas.

Pese a semejante ignominia, Cheever se enorgullecía de su rancio abolengo, y cuando no estaba estudiando el árbol genealógico, insistía en que sus hijos lo tuvieran bien presente. «Recuerda que eres un Cheever », le decía a su hijo menor cada vez que el muchacho daba muestra de una inesperada fragilidad. Puede que hubiese una alusión implícita al primer Cheever de Norteamérica, Ezekiel, director de la Boston Latin School entre 1671 y 1708 y autor de Accidence: A Short Introduction to the Latin Tongue, texto de referencia en las escuelas americanas durante más de un siglo. Ezekiel Cheever, el más grande maestro de Nueva Inglaterra, era aún más reconocido por su piedad: «Su incansable repudio del Diablo», según dijo Cotton Mather en su epitafio. Un aspecto de lo piadoso que era consistía en su profunda repugnancia hacia las pelucas: era conocido por arrancárselas de la cabeza a la gente y arrojarlas por la ventana. «El bienestar de la comunidad es algo que Ezekiel Cheever siempre tuvo muy presente», dijo el juez Sewall, «y abominaba de las pelucas». A John Cheever le gustaba señalar que abominar de las pelucas «forma parte de la naturaleza de la literatura», y parece que le enseñaron a emular dicha virtud sobre las rodillas de su padre. «El viejo Zeke C.», le escribió Frederick a su hijo en 1943, «no se preocupaba por el color de las paredes, por el estado de las cañerías, por la luz eléctrica y cosas así. Pero fabricó hombres y mujeres duros que conocían las cuatro reglas y el temor de Dios». John rindió homenaje a su eminente antepasado bautizando con el nombre de Ezekiel a uno de sus perros labradores negros (un busto en bronce del perro en cuestión sigue instalado todavía hoy junto a la chimenea de los Cheever), así como al protagonista de Falconer. Sin embargo, cuando un viejo amigo mencionó haber visto una placa conmemorativa en la casa de Ezekiel en Charlestown, Cheever repuso: «¿Y a mí qué me cuentas? Yo no guardo la menor relación con Ezekiel Cheever, ni de manera colateral».

Cheever bautizó a su primogénito con el nombre de su bisabuelo, Benjamin Hale Cheever, «célebre capitán de barco» que partió del puerto de Newbury en dirección a Cantón y Calcuta en lucrativos viajes comerciales a China. A quienes visitaban la casa de Cheever en Ossining (en especial los periodistas) se les mostraba con frecuencia recuerdos marítimos como un juego de porcelana de Cantón y un abanico chino enmarcado, todo ello mientras el anfitrión comentaba de pasada que las botas de su bisabuelo estaban expuestas en el Peabody Essex Museum, llenas de auténtico té del famoso Boston Tea Party. De hecho, el propietario de las botas llenas de té que se exhiben en ese museo era Lot Cheever, de Danvers, que no era de la familia; en cuanto a Benjamin, tenía tres años cuando esa muestra concreta de té fue arrojada por la borda del Dartmouth el 16 de diciembre de 1773. Asimismo, cabe albergar dudas acerca de que Benjamin Hale (Senior) fuese realmente capitán de barco: aunque aparece en los archivos de Newbury como «Señor» Cheever, no consta su presencia en ningún archivo marítimo; sí se menciona, sin embargo, a un «Sr. Benjamin Cheever » como profesor de un tal Henry Pettingell (nacido en 1793) en la Newbury North School, con lo que lo de «Señor» pudiera tratarse de una deferencia hacia su condición de maestro de escuela. A no ser que en esa época hubiese dos Benjamin Cheever en la zona de Newbury (ambos de aproximadamente la misma edad), lo más probable es que éste fuese el bisabuelo de John.

El desafortunado Aaron era el menor de los doce hijos de Benjamín Cheever, y la verdad es que fue él («se supone») quien trajo de Oriente ese abanico con estructura de marfil: «Lleva roto en la caja de costura desde que tengo uso de razón», escribió Cheever en 1966, cuando por fin se decidió a repararlo y enmarcarlo.

Mi reacción al abanico enmarcado es violentamente contradictoria. Pues sí, afirmo, mi abuelo lo trajo de China, y de esta manera autentifico mis rutilantes orígenes de Nueva Inglaterra. Pero al mismo tiempo, siento el impulso de golpear y destrozar ese recuerdo. Hay que ver el poder que ejercen sobre mi corazón un trozo de papel y un poco de marfil. Se trata de la ya familiar lucha entre mi deseo apasionado de ser honrado y mi no menos apasionado deseo de poseer un pasado tradicional. Parece que puedo disponer de ambas cosas, pero no sin que se produzca un conflicto.

Lo cierto es que cabe la posibilidad de que Aaron viajara a China y se hiciera con ese abanico -como apuntó su hijo Frederick, muchos jóvenes de la época se embarcaban por lo menos una vez «para curtirse »- , pero su futuro no estaba en el comercio con China, que fue eliminado por el embargo de Jefferson y la guerra de 1812. Para cuando Aaron llegó a la edad adulta, a mediados del siglo xix, la economía de Nueva Inglaterra estaba dominada por la industria textil, y Aaron había trasladado a su familia a Lynn, Massachusetts, donde él trabajaba haciendo zapatos. Pero tampoco estaba llamado a prosperar en tan humilde cometido, y es muy probable que se hallara entre los veinte mil trabajadores del calzado que perdieron su empleo en la Gran Huelga de 1860. En cualquier caso, la familia regresó a Newbury unos años después y acabó zarpando hacia Boston a bordo del Harold Currier: «Que, según mi padre», dijo Cheever, «era el último barco que se construyó en los astilleros del puerto de Newbury, remolcado hasta Boston para los últimos arreglos. No creo que tuvieran el dinero necesario para llegar a Boston de otra manera».

Frederick Lincoln Cheever nació el 16 de enero de 1865, y fue el menor (a once años de distancia) de los dos hijos de Aaron y Sarah. Uno de los últimos recuerdos que Frederick tenía de su padre era el de «verlo jugar al dominó con un señor mayor» durante el Gran Incendio de Boston de 1872; ambos observaban las actividades de una turba de saqueadores mientras los comerciantes huían de sus tiendas. El pánico financiero de 1873 fue lo que vino a continuación, momento en el que Aaron -atormentado por la pobreza y vaya usted a saber qué otros quebrantos- decidió, aparentemente, que su familia estaría mejor sin él. («Madre, santísima anciana», escribe Leander Wapshot. «¡Dios la bendiga! Era incapaz de admitir la desdicha o el dolor… Me dijo que me sentara. Tu padre nos ha abandonado, me dijo. Me ha dejado una nota. Y yo la he echado al fuego»). Tras la partida de Aaron, todo parece indicar que su mujer dirigió una pensión para mantener a sus hijos, o eso sospechaba su nieto («Si ése era el caso, creo que a mí no me lo habrían contado»), aunque nada se sabía del destino de Aarón más allá de algunas insinuaciones. El caso es que el certificado de defunción señala que Aaron Waters Cheever falleció en 1882 a causa de «un delirium tremens inducido por el alcohol y el opio»; su última dirección era el 111 de la calle Chambers (en vez de Charles), situada en un miserable barrio de emigrantes que desapareció tiempo atrás debido a la renovación urbana.