Image: La vida descodificada

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Letras

La vida descodificada

Craig Venter

16 octubre, 2008 02:00

Craig Venter. Foto: Benito Pajares

Traducción de Jesús Fabregat. Espasa Calpe. Madrid, 2008. 452 páginas, 24’90 euros Leer extracto

Las autobiografías de los científicos notables, incluidas las de aquéllos que son escritores de éxito, constituyen un género que padece una justificada mala prensa. Suelen ser en extremo autocomplacientes y por completo planas, ya que si alguien ha obtenido, por ejemplo, un premio Nobel, no suele tener razones para no estar complacido consigo mismo, mientras que para conseguir dicho galardón es improbable que haya podido vivir muchas aventuras fuera de la puramente científica. Una excepción a esta regla fue en su día La doble hélice de James Watson, que se leía como una magnífica novela, y esa misma cualidad tiene ahora La vida descodificada de Craig Venter, uno de los principales pro- tagonistas de la descodificación del genoma humano. Esta historia, en la que, por cierto, Watson desempeña con bastante credibilidad el papel de antagonista perverso y tramposo, está dotada de una eficaz tensión dramática que nos hace superar con impaciencia los tramos en que la divulgación técnica es inevitable si se quiere entender del todo, lo cual no es absolutamente imprescindible.

Ambas autobiografías narran el asalto al poder científico desde sus márgenes y sus protagonistas poseen excepcional inteligencia y perfiles insólitos; como narrativa podrían encuadrarse en el clásico esquema from rags to richess. En efecto, Venter vive su infancia en un régimen de estabulación libre al borde del mar, en California, construyendo fantasiosos artefactos para navegar y desdeñando con rebeldía extrema la escuela. Su adolescencia de surfero en las tibias aguas que lindan con México se ve interrumpida por una sorpresiva llamada a filas cuando Kennedy ha empezado a enredarse en Vietnam. Opta por incorporarse como enfermero y, cuando los acontecimientos se encrespan en el frente asiático, es enviado al hospital de la base de Da Nang, donde llega a supervisar la UVI durante la ofensiva Tet y ve de cerca la muerte y el horror. Decide que, si sobrevive, se hará médico, un objetivo casi inalcanzable con su deleznable historial académico. A su vuelta a Estados Unidos, con una beca para excombatientes y préstamos personales que tendrá que devolver a lo largo de varios años, tiene que empezar por reconstruir su formación en un college californiano para poder aspirar a la admisión en una facultad de Medicina. De aquí a su entronización genómica en la Casa Blanca y al yate de cuarenta metros hay una serie de peripecias, cambios de rumbo y confrontaciones a varias bandas que confieren a la narración un tempo trepidante.

Enseguida destaca por una inteligencia y una capacidad de trabajo excepcionales, lo que, a través de su profesor de biología, llega a oídos del famoso bioquímico N. Kaplan, quien sugiere una entrevista. Kaplan le tantea, preguntándole si ha pensado alguna vez en un tema para investigar, y Venter tiene la oportunidad de describir su idea para averiguar el papel de la adrenalina en el mecanismo de defensa / huída. Kaplan le abre las puertas de su laboratorio y en poco tiempo, antes de graduarse en el college, publica su primer trabajo científico, nada menos que en la restrictiva revista de la Academia de Ciencias de Estados Unidos. Su fulgurante éxito como investigador básico le hace eventualmente desistir de la carrera médica y, quemando y saltando etapas, enseguida obtiene un puesto de profesor en la Universidad de Buffalo, donde permanecerá varios años ocupándose de la adrenalina y sus receptores. Su inquietud le lleva luego a trasladarse a los laboratorios de los National Institutes of Health (NIH), donde la adquisición de uno de los primeros secuenciadores automáticos de ADN cambiará radicalmente su orientación científica hacia lo que más tarde se llamaría Genómica.

En los NIH empieza a sentirse marginado de la incipiente aventura de la secuenciación del genoma humano e inicia la que será una interminable y sucia batalla con el primer director del proyecto, quien no es otro que James Watson. Aunque éste acaba siendo desfenestrado por conflicto de intereses, al tener acciones en compañías biotecnológicas, Venter se siente agobiado y frustrado por la burocracia oficial y también abandona pocas semanas después los NIH, para explorar la posibilidad de liderar su propio proyecto bajo financiación privada. Lo que sigue es la creación sucesiva de instituciones de investigación privada sin ánimo de lucro, ligadas estatutariamente a empresas que pueden explotar los resultados que tengan un potencial práctico, así como la caracterización ulterior de los genes secuenciados. Este zigzagueante curso de acción habrá de mantener a Venter en una permanente batalla en dos frentes: el de los científicos y administradores del proyecto estatal, que forma parte de un esfuerzo internacional, y el de los sucesivos financiadores y consejos de administración que pretenden controlar a alguien que jamás se ha caracterizado por su docilidad.

Las relaciones de Venter con el nuevo director y los principales líderes del proyecto estatal no son mejores que las que mantenía y sigue manteniendo con Watson y, de hecho, representan un feroz enfrentamiento que, con alguna frágil tregua, se ha prolongado hasta la actualidad. La estrategia de Venter era mucho más heterodoxa, ambiciosa e innovativa que la del grupo oficial y, sobre todo, potencialmente mucho más barata. Esto último amenaza directamente los intereses de los involucrados en el proyecto público, ya fueran científicos, administradores o políticos, y éstos se defienden con toda suerte de métodos, desde lícitos a mafiosos. La descripción de esta batalla es por completo creíble, aunque obviamente tiene los sesgos y los (auto)elogios de rigor.

Venter consigue crear un peculiar nicho para la investigación privada y altruista, que no busca el apoyo financiero en las grandes fundaciones humanitarias sino en el capital industrial. Según confiesa, ambiciona el dinero para poder investigar con independencia, pero pronto encuentra que acuerdos que son halagöeños al sellarse con un apretón de manos, lo son menos cuando se traducen a cláusulas escritas en letra pequeña. Quiere tener lo mejor de dos mundos: el apoyo flexible y la independencia de objetivos del ámbito privado, junto a la publicación libre y el sistema de valores y reconocimiento del ambiente académico, y lo consigue en gran medida, pero no sin una desagradable lucha con los ejecutivos corporativos, cuya prioridad es ganar dinero.

En la "guerra de los genes", como se la llama, todos cometen tropelías equiparables, no sólo el putativo niño malo que es Craig Venter. El enfrentamiento está sin embargo lleno de contrastes: el descreído Venter frente al ultra-religioso Collins, David frente a Goliath, el mercado frente al procomún, la ciencia arriesgada frente a la segura, el individuo frente al poder. La guerra acaba en unas falsas tablas, provocadas por Clinton, en un acto estelar que tiene lugar con su participación, en la propia Casa Blanca, y la de Blair, por videoconferencia, junto a los principales protagonistas de ambos proyectos. Para llegar a ese falso empate, Venter ha gastado mucho menos dinero y menos tiempo que sus competidores, pues empezó más tarde y forzó un adelanto de dos años en el proyecto oficial.

Más recientemente, Venter ha iniciado nuevas aventuras en relación con el estudio de la biodiversidad y con el desarrollo de la biología sintética cuya ambición no le va a la zaga a la del genoma humano. Estamos sin duda ante la biografía de una las grandes figuras vivas de la Ciencia.

Mycoplasma laboratorium

Hacia la creación de vida patentada

el hombre se convertirá en hacedor de vida si llega a buen puerto el último proyecto en el que anda inmerso Craig Venter desde hace varios años. Y es que el proceso de "fabricación" de vida artificial ya ha comenzado. Partiendo de la bacteria más pequeña conocida, el Mycoplasma genitalium, los investigadores del Instituto Craig Venter han ido quitándole genes hasta obtener el mínimo necesario para sobrevivir. El objetivo es crear un cromosoma sintético a partir de tal base e insertarlo en el núcleo de otra bacteria con el fin de que el resultado, el Mycoplasma laboratorium, pueda duplicar su ADN como un ser vivo natural. Sería así el organismo vivo más artificial que se ha obtenido en laboratorio hasta la fecha.