Letras

Verdes valles, colinas rojas. Las cenizas del hierro

Ramiro Pinilla

22 diciembre, 2005 01:00

Ramiro Pinilla, por Gusi Bejer

Tusquets. Barcelona, 2005. 646 páginas, 24 euros

Con la aparición de la tercera entrega de Verdes valles, colinas rojas se completa la empresa narrativa más considerable que ha surgido entre nosotros en estas últimas décadas, al menos desde Los gozos y las sombras, de Torrente Ballester.

Jamás un territorio de pocos kilómetros cuadrados, entre Bilbao y Algorta, había adquirido la densidad representativa que le pro-
porciona un tratamiento literario, ensayado una y otra vez en algunas de las obras anteriores del autor, gracias al cual se eleva por encima de su realidad histórica y adquiere proporciones míticas. Getxo y su comarca disponen ya de una imagen literaria que los fija y garantiza su perduración más allá de las transformaciones o de la erosión que pueda infligirles el tiempo. Es uno de los beneficios de la literatura, que no sólo crea tipos representativos y universales -Don Quijote, Fausto, Don Juan, Tartufo, Otelo,...-, sino que condiciona nuestra visión de lugares y paisajes. Contemplamos los chopos que bordean el Duero a su paso por Soria con la pupila de Machado, algunas calles del Madrid decimonónico con el filtro de Galdós, numerosos rincones de Buenos Aires con la mediación de Larreta, de Manuel Gálvez, de Borges, de Artl, o la perspectiva Nevsky de San Petersburgo gracias a Gógol o Dostoyevski. Y, de ahora en adelante, ese rincón cercano a Bilbao donde transcurre la historia de los Altube y los Baskardo estará ya inevitablemente unido a la representación literaria que de él ofrece Ramiro Pinilla al erigir el sólido y complejo edificio de Verdes valles, colinas rojas.

Tras las dos partes anteriores de la novela, esta última abarca desde los momentos postreros de la guerra civil hasta el comienzo de los años 80, cuando se empieza a configurar el proyecto del museo Guggenheim de Bilbao. El relato continúa siendo la suma de relatos parciales puestos en boca de distintos personajes: fundamentalmente, de Asier Altube, que aporta al panorama de esos años sus experiencias en el seno de un grupo anarquista, y Moisés Baskardo, cuya pupila, distorsionada por el deterioro mental que sufre -y que recuerda el de algunos personajes faulknerianos- funde en un presente narrativo hechos, sensaciones y vivencias pertenecientes a épocas distintas. Algunas informaciones proporcionadas por Roque Altube, así como los fragmentos descubiertos del escueto diario de Aurelio Altube, gracias al cual conocemos detalles insospechados y sórdidos de la vida en El Galeón, completan las perspectivas que ayudan a reconstruir la historia y la enriquecen con multitud de peripecias en las que las anécdotas triviales se mezclan con los hechos dramáticos sin que en ningún caso se adviertan diferencias de énfasis en su tratamiento, que es casi siempre el de un anotador o notario impasible que recoge y articula datos de distinta procedencia. El tramo postrero, desaparecidos ya los narradores citados -el último de ellos, Asier, muere consumido por un cáncer-, corre a cargo de don Manuel Goenaga, el maestro cuya presencia es constante, como testigo privilegiado, desde el principio hasta el final de esta historia que abarca casi un siglo de vida. El modelo lejano de la construcción se encuentra en la literatura de Faulkner, sobre todo en obras como ¡Absalón, Absalón!, donde el enfrentamiento de la familia de los Sutpen y la de los Sartoris -que representa la antigua aristocracia- parece el esquema básico del conflicto entre los Altube y los Baskardo. Otros motivos y recursos de Verdes valles, colinas rojas -la utilización de perspectivas complementarias, la sombra de la locura y el incesto que se cierne sobre algunos personajes, el modo seco y casi elusivo de narrar incluso las mayores tragedias- hacen también pensar, por ejemplo, en la historia de la familia Compson que Faulkner desarrolla en El ruido y la furia. En general, Faulkner asoma siempre al fondo, y acaso, más diluido, el eco del Steinbeck de Los pastizales del cielo y Al este del Edén. Esto no rebaja en absoluto los méritos de la obra de Pinilla, como la observación de que La Dorotea de Lope de Vega se ajusta al esquema clásico de La Celestina no merma el valor extraordinario de la obra del Fénix. Lo decisivo es la variedad y la coherencia que el autor ha dado a la muchedumbre de personajes que puebla sus páginas, a los múltiples sucesos e informaciones que se alojan en una estructura narrativa férrea y que, además, vertebran una época convulsa, marcada por grandes cambios sociales que determinan en buena medida las historias individuales que en ella se sitúan.

Pese a todo, predomina la creación novelesca sobre la crónica histórica. Los vaivenes psicológicos de un personaje reciben a veces mayor atención que los datos históricos, consignados con eficaz mesura, como la llegada de los excarcelados vascos en 1945: "Eran espectros de difícil reconocimiento. Los de mejor suerte tardaron años en recuperar su identidad de hombres; nunca les desaparecieron las huellas de vencidos y humillados. Volvieron a esgrimir martillos, layas, limas, hoces, paletas, hachas, plumas y lapiceros, cinceles, reglas y plomadas de sus antiguas profesiones, y, por mucho que las añoraran, no encontraban postura. Nunca volverían a ser lo que fueron" (pp. 350-351). La muerte de Cándido Baskardo, que cae en una caldera de hierro fundido -hecho decisivo que representa, como advierte bien don Manuel, "el final de una época" (p. 632)-, se narra con estremecedora frialdad: "La Criatura se levantó de su asiento de virrey y alargó el cuello por ver mejor la sangrienta lava viva y humeante a sus pies, movimiento que coincidió con el último misterio del rosario. ‘Amén’, suspiró, sin poder apartar sus ojos del caldo fundido dentro de la gran cuchara. Entonces tropezó uno de los criados y la Criatura salió proyectada por encima de la barandilla del pasillo elevado y se hundió y fundió en la sopa de hierro" (pp. 631-632). Este suceso adquiere pronto un sentido simbólico: es el final de la "Edad del Hierro", del dominio de los "chatarreros", de una época dominada por la floreciente industria de Altos Hornos. Resulta muy significativo que ese hierro, enriquecido para convertirse en titanio, acabe siendo utilizado para construir un museo sin obra propia al que acudirán "gentes de todo el mundo a admirar el monumento más que a las obras que pudiera contener" (p. 645). Pero toda la novela está llena de episodios teñidos de simbolismo. La vida de los hijos de Camilo Baskardo en Oiarzena, donde conviven desnudos con la mayor naturalidad, es acaso la mayor expresión de la pureza y la libertad absoluta a que puede aspirar el ser humano -por eso es castigada a veces de modo salvaje por "los de fuera"-, y contrasta con la sordidez del ambiente tétrico que se vive en El Galeón, tal como lo desvela Aurelio Altube. A las leyendas míticas evocadas en la primera parte de la obra -la historia del caserío de Sugarkea, la manada de llamas, el Mostrador surgido del mar, etc.- se añaden algunas nuevas, como la explicación de los orígenes del fútbol en Getxo, que sugieren la sustitución de unos mitos por otros, paralelamente a la evolución de las costumbres y las formas sociales. Los elementos legendarios se incrustan en la narración con la naturalidad y el verismo con que se narran las consecuencias de la guerra civil y la crueldad de las represiones, la organización de las primeras huelgas o la brusca irrupción en la sociedad vasca de los crímenes de ETA, uno de los cuales corre a cargo del miembro más joven de los Baskardo: Kresa, cuyos motivos para asesinar al falangista Benito Muro no son políticos, sino de pura venganza por los ultrajes infligidos años atrás a Fabiola y a Flora. Don Manuel, aferrado a un nacionalismo casi mítico y ancestral, sin tintes políticos, no se siente ya capaz de comprender el nuevo giro de los acontecimientos: "Los vascos no somos de matar" (p. 580). O bien: "Mi pensamiento rechaza toda muerte violenta, incluso la del enemigo [...] ¿Sólo un mal vasco puede pensar así?" (p. 593). Ningún hecho fundamental del reciente pasado vasco, por vidrioso que pueda resultar, queda al margen de estas páginas, desde la represión de los vencedores hasta el ambiguo comportamiento de los políticos nacionalistas, desde la adhesión del capital a la causa franquista hasta los primeros brotes del terrorismo urbano. Pero lo que sobre todo destaca es una serie de personajes inolvidables, de historias de amor truncadas, de ilusiones perdidas en medio de un mundo en descomposición, contemplado con una pupila casi elegíaca. Esta vez sí puede hablarse, sin hipérbole alguna, de una novela fundamental.