Image: Fiesta bajo las bombas. Los años ingleses

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Letras

Fiesta bajo las bombas. Los años ingleses

Elias Canetti

14 abril, 2005 02:00

Elias Canetti, por Gusi Bejer

Trad. Genoveva Dieterich. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2005. 270 páginas, 16 euros

Canetti estableció que sus papeles póstumos no conocieran la luz hasta el 2024. Sólo la voluntad de su hija Johanna ha permitido que los manuscritos que recrean su estancia en Inglaterra se transformen en un libro, donde se confirma su genio para el retrato, la autobiografía y la introspección psicológica. Canetti residió en Inglaterra desde 1939 hasta 1988, pero una parte de su infancia ya había discurrido en Manchester, donde perdió a su padre.

El conocimiento prematuro de la muerte despertó en su conciencia una profunda aversión hacia la finitud de la existencia humana. Canetti llegó a fantasear con la inmortalidad, pero la muerte acudió a su encuentro en 1994. Su resistencia a desaparecer se mostró tan inútil como la de los personajes del famoso cuadro de Brueghel, donde los poderes terrenales se revelan impotentes ante el imperio la Muerte.

La vida de Canetti es inseparable de ciertos cuadros (La parábola de los ciegos y El triunfo de la muerte, ambos de Brueghel, el Retablo de Isenheim, de Grönewald, Sansón cegado por los filisteos, de Rembrandt), que le permitieron asociar una imagen a su obsesión por comprender la muerte, el sufrimiento y el odio. La temprana desaparición del padre no logró borrar el recuerdo que se fijó en la memoria. Canetti afirma que el legado de esa época quedó intacto, estableciendo "el fundamento moral" de su vida. Si la sensibilidad estética surgió de la relación con la madre, la concepción ética se gestó en el breve trato con el padre. La pérdida de ambos sólo acentúa la perplejidad de Canetti ante "lo que no hay solución". Al pasear por un cementerio inglés, se pregunta por las emociones que brotan ante la expectativa del fin. La muerte se produce en el dominio de la biología, pero su verdadera naturaleza pertenece al ámbito del misterio. Cualquier explicación resulta insuficiente. Ante la imposibilidad de hallar una respuesta, sólo cabe "conservar la fuerza de la pregunta".

Al evocar la guerra, Canetti elude el dramatismo y los relatos épicos. La contemplación de un combate aéreo no despierta horror, sino excitación. Desde una perspectiva estética, la guerra no está muy lejos de una competición deportiva. Es imposible advertir el espanto de la muerte cuando un avión de combate sólo es una línea blanca en un azul perfecto. El hombre y la máquina se conciertan para describir unos movimientos asombrosos. Son "modernos centauros del cielo". El vértigo que producen sus piruetas borra cualquier consideración moral.

El desprecio que muestra hacia T. S. Eliot, al que apenas conocía, o hacia Iris Murdoch, que durante dos años fue su amante, justifica que John Bayley le llamara "el monstruo de Hampstead". Sus comentarios sobre Eliot son extremadamente hirientes, de una hostilidad que bordea la comicidad involuntaria. Le describe como "un libertino de la nada", un "profanador de Dante", una "figura lamentable", lastrada por la impotencia. Sus observaciones sobre Iris Murdoch no son menos despiadadas. Le reconoce cierta generosidad al comprometerse con Franz Steiner en su lecho de muerte, pero niega cualquier mérito a su obra. "Cuanto aborrezco de la vida inglesa está representado por ella". Detrás de su romanticismo, no hay entrega, sino una "naturaleza depreda-
dora" que sólo pretende robar el espíritu de sus amantes. Canetti ironiza sobre sus pies planos y su forma de andar, que recuerda a "un oso repulsivo" y testarudo. La crueldad de Canetti a veces produce un efecto inverso al que se propone. Es difícil no simpatizar con esos personajes escarnecidos con tanta saña y no preguntarse si "el Dichter", por utilizar la expresión de Bayley, no pertenecía a ese linaje de energúmenos que disfrazan su vanidad de virtud y afán justiciero.

El genio de Canetti se manifiesta más en sus simpatías que en sus fobias. Es particularmente conmovedor su retrato de un barrendero octogenario, que parecía "un apóstol recién pintado". Su conversación es de una claridad cartesiana y su dignidad recuerda a los patriarcas bíblicos. Su honestidad se evidencia al expresar su solidaridad con los judíos: "También es mi gente". Su muerte afecta a Canetti hasta el extremo de escribir que sólo ha sentido "tanta tristeza por cuatro o cinco personas". Sus recuerdos de Rusell o de Kokoschka no están contaminados por la bilis, pero no están libres de cierto paternalismo autocomplaciente. Al igual que Quevedo, Canetti convierte el vituperio en género literario. Nunca perdió esa capacidad de odiar, que se expresa magistralmente en el retrato de Margaret Thatcher, una mujer horrible que logró elevar la codicia y el egoísmo a cualidades nacionales.

La perspicacia de Canetti adquiere su mayor agudeza al demorarse en el estudio de sus propias emociones. La experiencia de los bombardeos le aproxima a un cierto heroísmo, sin la necesidad de mancharse con la violencia del campo de batalla. Le fascina Inglaterra, su tolerancia, el respeto por el individualismo, el culto a la libertad, pero no se engaña sobre su clasismo o su incapacidad para expresar emociones. Sólo durante la guerra se produce un cierto relajamiento que posibilita la manifestación de sentimientos. Por el contrario, los "parties" se caracterizan por una falsa cordialidad, donde la proximidad física no se traduce en complicidad ni confidencias. El miedo a la indiscreción prohibía la sinceridad. Esa reserva no estorbaba a la soberbia, "tan enraizada que a menudo ni se nota". Los ingleses son "verdaderos artistas de la soberbia". La moda del psicoanálisis irrita especialmente a Canetti, que nunca ocultó su desprecio hacia las teorías de Freud.

Canetti sabe que no es un hombre atractivo, pero no ignora que su condición de oyente, de paciente interlocutor que escucha al otro con la meticulosidad de un espía de lo ajeno, le convierte en un personaje seductor. Cuando escribe estas páginas, Inglaterra es un recuerdo, pero sus palabras aún resuenan en su memoria. En el tramo final de su vida, sólo quedan palabras, emociones que tal vez surgieron para transmutarse en literatura. Canetti nunca se consideró un esclavo del tiempo, pero el tiempo no se olvidó de él y le reservó el mismo final que a sus padres, Veza o el admirado doctor Sonne.

Testigo de su tiempo y escrupuloso observador de sí mismo, Canetti ha trascendido la muerte con sus escritos póstumos. La expectativa de nuevas revelaciones corrobora la fecundidad de lo inacabado. Fiesta bajo las bombas es una obra extraordinaria, que enriquece nuestro conocimiento de Canetti, al tiempo que nos muestra las posibilidades literarias de la ira, el rencor y la maldad. La vida de Canetti no fue una vida ejemplar. Tal vez por eso continúa convocando nuestro interés.


Canetti secreto
Elias Canetti se suelta la lengua en Fiesta bajo las bombas, pero sólo para hablar de los demás. No cuenta, por ejemplo, que cuando concluyó Auto de fe se lo envió a Thomas Mann, ni que el autor de La montaña mágica se lo devolvió sin leerlo. Tampoco que su apellido no es más que la traducción de otro muy español: Cañete (Canetti era descendiente de los judíos expulsados de España en 1492, que italianizaron su apellido a su paso por Venecia).

Otra curiosidad son las vidas de sus dos hermanos. Georges se dedicó a la medicina y descubrió una rama de la tuberculosis que hoy lleva su nombre: Mycobacterium canettii TB. Jacques se dedicó a la música y fue el productor de los primeros discos de Edith Piaf, además de organizar conciertos de Duke Ellington o Louis Amstrong.