Image: Las mujeres que amó, por Inés María Cardone

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Letras

Las mujeres que amó, por Inés María Cardone

Pablo Neruda a los 100

8 julio, 2004 02:00

Neruda y Matilde Urrutia, su musa más importante. dueña del mundo, coronada reina, jamás imaginó que ella también sería traicionada en su propia casa

Hace más de veinte años entrevisté largamente a tres de las mujeres que compartieron la vida de Pablo Neruda. Seguramente las tres que más amó. Fue una suerte, sin duda, porque todas murieron poco después, la última, Matilde Urrutia, en 1987. No podía haber tres mujeres más diferentes y bastaba verlas para darse cuenta de que Neruda se enamoraba por algo mucho más profundo que un color de ojos o la estrechez de una cintura determinada. Supongo que fue entonces cuando pensé cómo serían las demás, las otras mujeres que amó y que lo amaron, porque tenía que haber más. Neruda, un hombre que celebraba la vida y sus placeres, tenía que haber besado mucho. Pero no lo averigöé en ese entonces. Por esos años me había dejado llevar por el impulso de dar la relevancia que merecía Neruda en su propio país, pues acababa de regresar de un viaje por España impresionada de cómo se exhibían sus libros en las vitrinas. En Chile, en pleno gobierno militar, ni una palabra, ni un libro del poeta a la vista. Una vez cumplida la misión que me autoencomendé, el periodismo me fue llevando por otros caminos y el tema de sus amores quedó archivado.

Con la celebración del centenario de su nacimiento me volvió la idea. Jamás pensé en libro, sólo en reportaje. Una gran investigación que incluyera todos sus amores. Pero un nombre iba llevando a otro, aparecía una carta inédita, un nuevo testimonio y el fascinante reportaje creció de modo exuberante. Ciertamente cuesta creer que a nadie se le ocurriera hasta ahora publicar un libro como éste. Que nadie se haya interesado por averiguar a cuántas mujeres amó Pablo Neruda. Pero no cuesta tanto dar con la respuesta: el amor era un "tema menor" para los estudiosos. Un tema "de mujeres". A sabiendas del prejuicio, di forma a un libro para mujeres. Y lo digo en el sentido más simple. ¿A qué mujer no le gustaría inspirar poemas recitados en todo el mundo? ¿Y qué mujer medianamente sensible no querría saber cómo eran las que inspiraron esos versos?

Eso sí, vuelvo a decirlo, eran muchas. No porque Neruda fuera un tremendo conquistador, sino porque seducía aun sin buscarlo. Las mujeres lo perseguían bastante, eso me lo dijo más de un íntimo del poeta. De modo que debí poner ciertas restricciones. Aparecerían en mi libro solo aquellas a quienes hubiera escrito al menos un poema y que existiera prueba de ello. Las pasiones de una noche quedarían fuera o Los Amores de Neruda habría igualado en tamaño la Sagrada Biblia.

Elegí a nueve mujeres: Teresa Vásquez, María Parodi, Vicenta (Vicha) Vidal, Alberina Azócar, Laura Arrué, María Antonieta Hagenaar, Delia del Carril, Matilde Urrutia y Alicia Urrutia. Las tres primeras fueron amores breves, de cuando Neruda era un poeta literalmente muerto de hambre y se vestía de negro, con capa y sombrero. Ellas son inspiradoras de algunos de los 20 Poemas. Por cierto, todas ya fallecidas. Pero con la cuarta de la lista, Albertina Azócar, me pude sentar a conversar. Era una dama octogenaria que vivía sencillamente y trabajaba como dependienta en una florería. Bajo perfil es un término que quedaría corto para describirla. No estaba en absoluto acostumbrada a las entrevistas y menos a la calidad de "musa" que había adquirido hacía pocos años, cuando le habían sustraído las cartas de Neruda para luego publicarlas en España. Sólo después de presentar una demanda, las cartas le habían sido devueltas y cuando nos encontramos me las mostró. Aún me emociona recordarla abriendo cuidadosamente un papel doblado en cuatro y escucharla decir: "Me gustas cuando callas, porque estás como ausente. Y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca..."

Esas palabras que tantos enamorados alrededor del mundo se han dedicado las escribió Neruda para ella. Pensando en ella. Mirándola a ella. Y parecía no pesar la importancia de aquello. Poco después, Albertina decidió vender esos originales al Banco Exterior de España. Ninguna empresa o particular chileno se interesó en conservarlas.

A muchos lectores les ha llamado la atención el capítulo dedicado a Laura Arrué. Primero, porque su nombre jamás estuvo incluido en las listas "oficiales" de enamoradas de Neruda. Y segundo, porque quienes la conocieron solamente la recuerdan por su cautivadora belleza -dicen que se parecía mucho a Greta Garbo- y porque estaba casada con Homero Arce, el secretario de Neruda. Pocos sabían que en su juventud Laura y el poeta habían estado profundamente enamorados, pese a que, como siempre sucedía, la familia de la joven estaba en contra del romance. No veían qué futuro podía tener su hija al lado de un poeta, de "un juglar espantoso", como lo llamaba la madre de Laura. Hicieron muchos esfuerzos para separarlos sin buenos resultados, porque la pareja siempre encontraba la forma de reunirse y no precisamente para ir al cine o contemplar el atardecer con las manos enlazadas. Pero toda esa pasión no bastó, y el destino hizo su propio trabajo. Neruda fue nombrado cónsul en Oriente y, aprovechando esa distancia, Homero Arce se dedicó a cortejar a Laura. No le bastó con los galanteos. Usó su puesto en la oficina de correos para esconder a Laura las numerosas cartas que el poeta le enviaba desde Birmania y Ceylán. Laura creyó que Neruda la había olvidado y no le escribió. Neruda pensó lo mismo y, angustiado por su soledad, se casó con María Antonieta Hagenaar, una javanesa de origen holandés. Homero logró su objetivo y se casó con Laura poco después. Sin embargo, se convirtió en un fiel colaborador de Neruda y jamás recibió un centavo por su labor. Quién sabe si con su trabajo estaría pagando sus culpas.

Vale la pena detenerse un momento para aclarar que Neruda no sólo le escribía a Laura Arrué desde Oriente. También enviaba desesperadas cartas a Albertina Azócar, rogándole que se reuniera con él y se convirtiera en su esposa. Albertina, quien también debió enfrentar la oposición de su familia, jamás se atrevió a dar ese paso. En los años 20, viajar por medio mundo para encontrarse con un enamorado era un escándalo de proporciones y ella no estuvo dispuesta a arriesgarse.

María Antonieta Hagenaar se casó con Neruda a fines de 1930, después de sólo cuatro meses de cortejo. Era una mujer altísima, lenta, de modales solemnes y con ningún interés o relación con la literatura. Es un hecho que Neruda se casó con ella porque la soledad que sentía en esos rincones del mundo lo tenían devastado. Sólo los primeros meses fueron de paz y armonía. La pareja se divertía saliendo de picnic, jugando tenis y paseando. Pero muy pronto se hizo evidente que no tenían motivaciones comunes. Aún así, Maruca quedó embarazada y estando en Madrid dio a luz a Malva Marina, la única hija que tuvo el poeta. La pequeña sufría de hidrocefalia, enfermedad que en esa época no tenía buen diagnóstico por falta de un tratamiento efectivo. El matrimonio pasaba por su peor momento y la condición de la niña no le dio más que sufrimientos. Por lo demás, Neruda había conocido a Delia del Carril, una argentina 20 años mayor que él, mujer liberal y divorciada, amiga de los artistas e intelectuales más importantes de la época. El poeta quedó subyugado ante su presencia y tuvo la idea de llevarla a vivir a la casa que compartía con Maruca, quien estuvo de acuerdo, pues necesitaba ayuda, compañía y vio a Delia como la solución a sus problemas. Una pensionista encantadora, eso era Delia para Maruca. Para Neruda, en cambio, Delia era la llave hacia la cultura, la política, el compromiso con causas que hasta entonces no abrazaba, más por falta de conocimiento que por desinterés.

Este triángulo amoroso es un escenario que el poeta revivirá más de una vez en su vida. Más tarde, ya convertido en un autor de renombre, separado de María Antonieta, viviendo en el exilio y recorriendo el mundo del brazo de Delia, se reencontró con la que sería la musa más importante de su vida: Matilde Urrutia.

Aquello se produjo en México, cuando Delia le pidió a Matilde -quien vivía en ese país ganándose la vida como cantante y bailarina- que le diera una mano en los quehaceres domésticos para los que era una inútil, y, sobre todo, la ayudara a cuidar a su marido, quien por esos días sufría de una tromboflebitis y debía estar en reposo. Lo que pasó después es historia conocida. Los tres viajaron por Europa durante algunos meses y mientras Pablo y Delia estaban en un hotel, Matilde se alojaba en otro a pocas cuadras. El matrimonio iba en un carro de tren, la amante, dos más allá. Hasta que Neruda convenció a su mujer de volver a Chile para preparar su regreso y pudo, por fin, vivir unos meses con Matilde en la isla de Capri.

Cuando conocí a Delia tenía 98 años y los recuerdos del pasado se mezclaban con los del día anterior. Pero jamás se refirió a Neruda en términos negativos, pese a que la traición le perforó el alma y nunca más volvió a encontrarse con Pablo. "Me gustaría verlo", dijo, y me quedé con la impresión de que sólo recordaba los buenos momentos de los 18 años que estuvo con él, que no le guardó rencor y que esperaba verlo aparecer en cualquier momento, pese a que el poeta había muerto hacía ya largos años.

A mediados de los años 50, Matilde, dueña del mundo, coronada reina, musa del gran poeta, jamás imaginó que ella también sería traicionada en su propia casa, tal como había sucedido antes. Pero tuvo que pasar mucho tiempo para vivirlo en carne propia. Desde los meses de idilio en la Isla de Capri, la pareja vivió por largo tiempo en un estado de exaltación perpetua. Ya convertidos en pareja oficial se instalaron en La Chascona. Ella lo atendía, le cocinaba, los inspiraba, lo amaba y le hacía terribles escenas de celos, porque Matilde lo adoraba, pero no era una mujer dulce. Es cierto que a la hora de la puesta de sol suspendían cualquier actividad para ir a besarse frente al mar de Isla Negra, pero también es cierto que ella estallaba en iras incontenibles, que lo separó de todos los amigos de la época de Delia y que no dejaba entrar a su casa a cualquiera sin invitación. Por esta forma de ser, controladora y posesiva, jamás imaginó que ella no sería la última mujer en la vida de Neruda. A comienzos de este año viajé a Arica, una ciudad norteña muy calurosa que hasta entonces no conocía. Me habían dicho que allí vivía Alicia Urrutia, sobrina de Matilde y el amor de Neruda en la vejez. Mi interés era encontrarla y hablar con ella, pero tenía pocas esperanzas, pues ella jamás ha dado una entrevista y se esconde con mucha eficacia. Ya varios periodistas y escritores la había buscado sin éxito y yo sabía muy bien que también podía fracasar.

Pues bien, la encontré. O prácticamente la encontré. Llevaba mil preguntas para hacerle, pero habría cambiado todas sus respuestas por mirarla, por conocer el tono de su voz, sus ademanes, sus gestos. Lamentablemente no fue posible.

Alicia era sobrina de Matilde y fue acogida por ella a fines de los años 60. Recientemente Alicia había sido madre de una niña, Rosario, y el padre no estaba a la vista. El matrimonio Neruda-Urrutia decidió llevarlas a vivir con ellos.

Dicen que Alicia no era más que una empleada para Matilde y que la trataba con muy poca amabilidad. Neruda se compadeció de ella y de la compasión pasó al amor en poco tiempo. Un día Matilde salió de compras, pero ya sospechaba del romance y volvió mucho antes de lo esperado. Los encontró en la cama y explotó de furia. Sacó a Alicia y Rosario a tirones de la casa, puso sus cosas en un camión y las mandó a casa de su hermano.

A Neruda le dijo que lo abandonaría si no se iban lo antes posible del país. Esa fue la razón por la que Neruda pidió una embajada y le dieron la de París. El romance no cesó entonces. Neruda siguió en contacto con Alicia ayudado por la complicidad de algunos amigos y a pesar de que Matilde contrató un detective para seguir a su sobrina. Incluso en París, cuando recibió el Premio Nobel, el poeta recibió un telegrama de Alicia donde le enviaba abrazos y besos apasionados. De cualquier forma, aquel amor no podía durar demasiado, ya que Neruda murió solo tres años más tarde.

Pero ni los treinta años que lleva muerto ni los cien desde su nacimiento ni cualquier excusa es suficiente para convencer a Alicia o a Rosario. Mi insistencia, que no fue leve, alcanzó para convencer a la hija y con ella mantuve una breve entrevista. En la puerta de su casa en Arica, conversé con esta pelirroja que tuvo en Neruda a un padre amoroso y complaciente, que le permitía entrar a su escritorio, que le celebraba sus dibujos y que la quería como a la hija que siempre quiso tener. No tiene más que buenos recuerdos y la estricta convicción de que su madre, la última mujer que Neruda amó, ejerce un silencio respetable y que ella no hará nada por hacerla cambiar de opinión. Lo que ellos vivieron es un secreto que algún día Alicia se llevará a la tumba.






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