Image: Literatura de espías, secretos y mentiras

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Letras

Literatura de espías, secretos y mentiras

13 mayo, 2004 02:00

John Le Carré

A vueltas con la realidad y la ficción, la literatura de y sobre espías, casi desahuciada tras la caída del Muro, recobra protagonismo: El Cultural reseña hoy como Libro de la Semana la biografía definitiva de Anthony Blunt, instigador del Círculo de Cambridge, un grupo de espías infiltrados en lo más alto de la sociedad británica que pasaron impunemente secretos de Estado a la Unión Soviética a lo largo de más de cincuenta años mientras recibían honores de la Corona. El 12 de mayo, además, se publica Amigos absolutos, la última novela de John Le Carré, un ataque despiadado a Estados Unidos y su política en Iraq, protagonizada por un par de espías jubilados. El propio Le Carré desnuda para nuestros lectores su última aventura, que demuestra la vitalidad de un género que hoy analiza El Cultural. Además, Juan Bonilla descubre a los espías como los “caballeros andantes del siglo XX”.

Los orígenes del género se remontan lejos, tanto que Fernando Martínez Laínez incluye en un libro de inminente aparición, Escritores espías (Temas de hoy), una relación sorprendente: según él, Rabelais, Garcilaso de la Vega, Cervantes, Quevedo, Marlowe, Voltaire, Defoe, Somerset Maugham, T. E. Lawrence, Defoe y Pla espiaron por su país. También, claro está, los maestros del género: Graham Greene, Ian Fleming y John Le Carré. Espías antes que autores En realidad, Graham Greene trabajó para el Ministerio de Información británico en África durante la II guerra mundial reclutando espías (“un trabajo inútil”, llegó a decir) y Dashiell Hammett fue agente secreto antes de comenzar a publicar sus cuentos y novelas. Hemingway, según otro autor de novelas de espías, Dan Simmons (The crook factory, 1999), sirvió a los servicios secretos americanos en 1942 después de solicitar de la embajada en Cuba permiso para constituir un “anillo de espías” que controlara el tráfico de submarinos nazis. Quizá porque, como escribía Chesterton en El hombre que fue jueves, “el mejor disfraz para un terrorista o un anarquista consiste en disfrazarse justamente de terrorista o anarquista”.
Graham Greene trabajó para el Ministerio de Información británico en África durante la II guerra mundial reclutando espías (“un trabajo inútil”, llegó a decir) y Dashiell Hammett fue agente secreto
Nada de anarquista tenía Greene (1904-1991) y sí mucho de espía: cuando a comienzos de 1943 dejó África y volvió a Londres, le destinaron a la Sección V, a las órdenes directas de Kim Philby, el célebre agente doble de Cambridge. Quizá otro de los episodios más curiosos sobre Greene y el espionaje es su relación con “García”, un agente doble que enviaba desde Lisboa informaciones falsas a los nazis sobre movimientos de tropas imaginarias: se inspiró en él para crear a Wormold, uno de los protagonistas de Nuestro hombre en La Habana (1958), en la que a su vez se basaría Le Carré para su Sastre de Panamá (1998). Greene dio el primer aldabonazo al género en 1932 con El tren de Estambul, que también se publicó bajo el título de Orient Express. Después vendrían El americano impasible, El agente confidencial, El factor humano, Inglaterra me hizo así, El revés de la trama... Hubo quien incluso lo acusó de traidor por sus viajes por todo el mundo, sus comentarios antiamericanos, y su relación con líderes comunistas como Fidel Castro y Ho Chi Min. Sin embargo, uno de sus mejores amigos, Evelyn Waugh, descubrió confidencialmente a un amigo que Greene era un agente secreto que “está de nuestro lado. Su aparente entusiasmo por la URSS es sólo un disfraz”. Y eso que lo del escritor venía de lejos: su tío, Sir William Graham Greene ayudó a crear el Servicio de Inteligencia naval; su hermano mayor, Herbert, espió para el Imperio japonés en los años 30, y su hermana menor, Elisabeth, le reclutó para el MI6, la inteligencia británica. Allí sirvió también Ian Fleming (1908-1964), que diseñó planes para confundir a la inteligencia alemana y que planificó la huida del rey Zigi de Albania, antes de crear un personaje que, con el tiempo, sería uno de los iconos del siglo XX: James Bond, cuya primera aventura vio la luz en 1953, Casino Royal. Displicente y machista, sus aventuras prosiguen en títulos como Al servicio de su majestad, Desde Rusia con amor, Diamantes para la eternidad, Doctor No, El espía que me amó, El hombre de la pistola de oro, Moonraker, Goldfinger, Octopussy, editados en España por Bruguera primero y que acaba de recuperar Suma de Letras. Y en estas llegó John Le Carré (1931). Espía antes que escritor, trabajó para los servicios secretos británicos en Berlín, Bonn y Hamburgo. Secretario de embajada, primero, y cónsul después, hasta 1993 Le Carré no confirmó los rumores que le relacionaban con el M16. Claro que en esa época aún se llamaba David Cornwell, su seudónimo todavía no era popular en todo el mundo, y no soñaba con el éxito que le proporcionó en 1963 El espía que surgió del frío, la mejor novela de espías según el propio Greene. Novela sobre la lealtad mal entendida, marcó un antes y un después en un género que “ha producido unas cuantas obras maestras, muchos libros de calidad y una cantidad enorme de desechos más o menos entretenidos” según el crítico inglés Julian Symons. Y muchas de ellas, de las obras maestras, se deben a Le Carré (La Casa Rusia, La gente de Smiley, El jardinero fiel, El sastre de Panamá...).
Espía antes que escritor, John Le Carré trabajó para los servicios secretos británicos en Berlín, Bonn y Hamburgo. Claro que en esa época aún se llamaba David Cornwell
Amigos absolutos La última se titula Amigos absolutos, sale mañana a la venta en España y trata de la amistad entre el ex espía británicoTed Mundy y el alemán del Este Sascha. Y comienza así: “El día que su destino reapareció para reclamarlo, Ted Mundy lucía un bombín y se mantenía en equilibrio sobre una tarima improvisada en uno de los castillos bávaros de Luis, el rey loco. No era un bombín clásico, sino algo más propio de Laurel y Hardy que de Savile Row. No era un sombrero inglés, pese a que él llevaba la bandera británica, bordada en seda oriental, en el bolsillo superior de la deslucida chaqueta de tweed”... Hace unos días, entrevistado por Helmut Herles, se le preguntaba por qué vincula en Amigos absolutos la Guerra Fría con la guerra contra el terrorismo. La respuesta de Le Carré fue contundente: “La cruzada con que tenemos que vérnoslas ahora ha reemplazado a la antigua cruzada contra el denominado ‘imperio del mal’. Realmente era algo maligno. Pero creo que en cierto modo la situación actual resulta mucho más peligrosa para nosotros y para la democracia occidental que la que imperaba en tiempos de la Guerra Fría. En aquel entonces había que contar con la aniquilación militar. Pero en estos momentos estamos inmersos en una situación rayana en la muerte de la democracia”. No es la menor de las denuncias del escritor. Según Le Carré, “Osama sólo ha sido un pretexto para atacar al Islam de manera mesiánica y para identificarlo como fuente del terror”. Quizá por eso, aunque comenzó a escribir la novela antes del 11-S, tuvo que revisar todo el proyecto a la vista de los acontecimientos: “Ciertamente. Yo jugaba con la idea de que el frustrado movimiento antiglobalización podría dar lugar a un nuevo terrorismo en Europa. Quería contar una historia que versara sobre la importancia de la protesta en una sociedad moldeada por el poder de los consorcios económicos. Y en esto llegó el 11-S. Entonces intenté convencerme de que realmente entendía el por qué de la guerra de Afganistán. No estaba de acuerdo con el punto de vista que defiende que se puede declarar la guerra al terrorismo. Ni tampoco con la idea de que el conflicto con una ideología se puede transformar en una guerra por la conquista de un territorio. Admito que en ese momento fui víctima de mi cólera senil. Y la historia acabó cobrando forma”.
Según Le Carré, “Osama bin Laden sólo ha sido un pretexto para atacar al Islam de manera mesiánica y para identificarlo como fuente del terror”.
“En la novela -explica Le Carré- aparecen un alemán y un inglés, y ambos quieren crear un mundo mejor. Pero inmediatamente caen en la trampa que les tiende un hombre que les promete ese ideal. Serán víctimas de su propio idealismo. Por supuesto, ambos se comportan como ingenuos soñadores al enfrentarse a esta forma del absolutismo político que nos ha tocado vivir. Por eso el libro trata de la inutilidad de la protesta. Yo también he escrito contra la guerra de Iraq. Pero notaba que la indignación caía en saco roto”. Y ha seguido creciendo: “Creo que es necesario pararse a reflexionar sobre las consecuencias que puede acarrear nuestro mal ejemplo en otros países. La actitud antidemocrática de Estados Unidos alienta a las dictaduras africanas. Y la aseveración de que sólo una gran potencia debe poseer armas de destrucción masiva es monstruosa. Esta actitud es una amenaza para la democracia”. Por eso se confiesa más pesimista que nunca: “Siento que los hechos corroboran mi punto de vista acerca de la estupidez humana. En la Guerra Fría soñábamos con algo. Ahora estamos viendo desvanecerse todos nuestros sueños”. Sueños rotos y traiciones Y de eso, de sueños rotos, de lealtades y mentiras tratan las mejores novelas de espías, desde el clásico que Eric Ambler publicó en 1939, La máscara de Dimitros (Edhasa), con el conflicto de los Balcanes de fondo, a El caso Bourne de Robert Ludlum (Plaza, RBA), protagonizada por Carlos, el famoso terrorista internacional. Best sellers mundiales como La clave está en Rebeca, Las alas deláguila, Un lugar llamado libertad o El ojo de la aguja, de Ken Follett, y Anzuelo para espías, de Len Deighton. Y como Chacal (1970), de Frederick Forsyth, la primera novela de espías con magnicidio incluido. 34 años (y 50 millones de libros vendidos) después, Forsyth, autor también de El cuarto protocolo, abandonaba el género por razones incontestables: “La Guerra Fría terminó hace años, de modo que es inusual que libros sobre este tema continúen siendo best-sellers. Algunos autores de thrillers están escribiendo sobre el problema de la cocaína, el terrorismo internacional, el ascenso de China, el fundamentalismo islámico... Hay muchas cosas de las que se puede escribir en el mundo”. Pero no todos pensaban lo mismo, y el género volvió a cobrar auge, aunque los enemigos ya no venían del frío, sino que eran multinacionales del crimen agazapadas en nuestros mismos hogares, o crueles extremistas islámicos. Los 90 fueron, en lo que a espías se refiere, de Tom Clancy y de su personaje Jack Ryan, que crece como espía a lo largo de una decena de novelas. Si en Clave red rabbit lo veíamos interceptar una carta del director del KGB en la que planeaba matar a Juan Pablo II, en El oso y el dragón era ya presidente de Estados Unidos. En medio, aventuras como Juego de patriotas, Peligro inminente, OP-center...
Los 90 fueron, en lo que a espías se refiere, de Tom Clancy y de su personaje Jack Ryan, que crece como personaje a lo largo de una decena de novelas
Del antiguo telón de acero procede la última estrella del género, Boris Akunin (Conspiración en Moscú, El ángel caído, Gambito turco) un joven ruso cuyo héroe, Fandorin, nada tiene que ver con el derrotado Smiley de Le Carré o el frívolo James Bond. Akunin (seudónimo de Grigori Shalvovich Chjartishvili) revitaliza el género a golpes de ingenio, humor y desmitificación. En España la novela de espías ha sido considerada un género menor, aunque en los últimos tiempos se han producido varios acercamientos muy destacables. Así, Alejandro Gándara conquistó en 2001 el premio Herralde de novela con últimas noticias de nuestro mundo (Anagrama), una historia rocambolesca de antiguos espías de la desaparecida RDA, tras la caída del muro de Berlín. Reconoce Gándara que la escribió “pensando que era un género en declive, pero seguí los modelos narrativos de Graham Greene y Le Carré, transformé esa estructura narrativa y la llevé a la vida cotidiana, con una mirada irónica”. Y eso que, a su juicio y tras la crisis que surge después la caída del Muro, la novela de espías vive hoy un nuevo momento de esplendor porque “vivimos un mundo paradójico, lleno de secretos, que es lo que alimenta la fascinación por esta clase de novelas”. En 2002 Javier Marías volvía a la novela con la primera parte de Tu rostro mañana (Alfaguara), la historia de un joven reclutado por el servicio secreto inglés para, “sin ser un visionario o un psicólogo, averiguar en qué se va a convertir aquel a quien estudia, si sería capaz de matar o traicionar”. Y el pasado año Lourdes Ventura reivindicaba el género con La cantante de hotel (La Esfera). A su juicio, el secreto del éxito de estas novelas radica en que “verdades del entramado internacional que no se hacen digeribles al leerlas en los periódicos, parecen más verosímiles en las hipótesis (muchas veces comprobadas) de ficción lanzadas por los novelistas de espionaje”. En realidad, “sólo han cambiado las tramas de fondo, al menos en las que me interesan a mí, en las que pesa tanto lo psicológico como la acción. Como dice en mi novela Wolton: ‘La gente cree que después de la guerra fría los espías están todos muertos. Una pandilla de tipos acabados con las gabardinas pasadas de moda y la mirada vidriosa de los que ya no tienen hueco en ningún sitio. Pero no es cierto. Los servicios de inteligencia trabajan más que nunca”.