Image: José Hierro, ochenta años de poesía esencial

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Letras

José Hierro, ochenta años de poesía esencial

3 abril, 2002 02:00

José Hierro

El 3 de abril cumple 80 años José Hierro, el poeta de la música y el mar, de la alucinación, la vida y el llanto. Un autor esencial que ilumina el último medio siglo poético y que ha sabido acercarse al lector desde la sencillez aparente y desnuda. Antes, hace treinta, compartió con Luce López-Baralt un buen puñado de poemas y relatos inéditos que no quiso que le devolviera y que verán la luz el próximo otoño. López-Baralt cuenta su historia en la Primera palabra y El Cultural publica "Fresas de Aranjuez", un cuento sin fecha pero que es posible datar a finales de los 50. También como homenaje, ocho jóvenes poetas le dedican sus últimos versos. Porque si "después de todo, todo ha sido nada/ aunque un día lo fue todo", todo, o casi todo, son hoy sus versos. Además, el poeta descubre su abecedario más íntimo y personal, e ilustra estas páginas con sus últimos dibujos.

FRESAS DE ARANJUEZ
por José Hierro

La encontré cerca de "Parque Oro". Ya sabéis: un café frecuentado por esta clase de chicas. Me acerqué a ella.
-Hola- dije. Se me quedó mirando con irónico asombro. No me desconcerté, aunque tenía motivos. Desde luego no había imaginado que se iba a arrojar en mis brazos, llorando de alegría y sorpresa, pero tampoco esperaba que no me recordase. Volví a hablar después de unos segundos de silencio. -¿No te acuerdas de mí?
Su gesto de asombro era ahora verdadero. -Espera -surrurró, poniéndome una mano sobre el hombro. Rebuscaba en su memoria, como en un bolso lleno de los más heterogéneos objetos. -Ya sé... -pronunciaba las palabras con dejadez, perdida la mirada, -Eres Generoso Plaza...
-Caliente -respondí. Y luego, -Soy el otro.
Ya sé que esto parece jugar a los despropósitos. No resultará muy claro esto de "el otro" para quien no haya vivido aquellos días en nuestro grupo de muchachos. Generoso y yo éramos los inseparables.
-Ah, bueno, entonces eres Paco. Estoy despistada, perdona. Ha pasado tanto tiempo... ¿Qué ha sido de tu vida?
-¿Vives en Madrid? -volvió a preguntar.
-Sí. ¿Y tú?
-También. Hace casi diez años.
Debí haber callado, pero hablé, y dije una mentira y una tontería innecesarias.
-Estás muy guapa todavía -exclamé, sobrevolando, en círculos cada vez más cerrados, sobre nuestra conversación que imaginé tantas veces. Nada más decirlo, me di cuenta de mi torpeza. Podía pasar la mentira -ya no estaba muy guapa-, aunque resultaba fuera de lugar, pues sería lo mismo que le dirían quienes se acercasen a ella con las intenciones que es de suponer. Pero era imperdonable aquel "todavía", ligado demasiado estrechamente con su edad. Me correspondió.
-Qué calvo te has quedado. ¿Es que piensas mucho?
-¡Vaya! -repliqué, haciendo gala de lacónica estupidez. Empecé a darme cuenta de que la situación se me escapaba de la mano. La conversación se tornaba, segundo a segundo, menos íntima. Rompió ella un silencio penoso.
-¿Te casaste?
-No, ni pienso hacerlo. -Tuve en la punta de la lengua una pregunta, perfectamente inocua, pero que en este momento hubiese resultado sumamente impertinente. "¿A qué te dedicas?", supe callar a tiempo. -¿A dónde vas ahora? -pregunté.
-Ahí -indicó con la cabeza "Parque Oro". -¿Y tú?
-A trabajar.
-Bueno, pues hasta la vista.
Nos despedimos así. Seguí mi camino sin mirar atrás. Oí que me llamaba.
-Suelo caer por aquí todas las noches, después de la salida de los cines. Si alguna vez quieres verme...

Me sentía irritado. Trataba de hacer coincidir, inútilmente, tres imágenes distintas. Una, la Chola del recuerdo: una niña; otra, la que yo había ido edificando sobre aquella, usurpando con la imaginación la tarea del tiempo; la tercera era ésta que acababa de ver: la real. En rigor no eran más que dos -la real y la imaginada- quienes luchaban en mi espíritu. La antigua estaba muerta, y yo no soy tan iluso como para pretender la resurrección de Lázaro.

La que el tiempo había matado era una muchacha de quince años, pelo castaño, muy corto, piel canela, ojos color tabaco con luces verdosas, piernas fuertes, hechas para correr, danzar, nadar. Había algo masculino, no diferenciado, en sus gestos y expresiones: acaso por el contacto habitual con varones de su edad. Esto es lo que, paradójicamente, resaltaba más sus facetas femeninas.

Me gustaba verla entrar, gritando, en el agua, levantando llamaradas de espuma. Me gustaba verla saltar, sin remilgos, enseñando los muslos, por encima de los bancos del paseo. Me gustaba verla pasear apresurada bajo los árboles de la alameda, envuelta la cabeza, alternativamente, en luz y penumbra. Me gustaba que me cogiese del brazo para contarme algo perfectamente insignificante, pero que la había llenado de entusiasmo. Me gustaba que se riera porque llevaba yo una camisa llamativa o porque liaba trabajosamente un cigarro. Me gustaba que llorase, como cuando le di una bofetada porque se burló de mí ante los demás.

Aquel verano de 1939 fue rico en acontecimientos. Playa diaria, excursiones frecuentes, bailes improvisados en casa de un amigo. En los primeros días de septiembre se celebró, en un pueblo próximo, una romería: la primera después de acabar la guerra. Tenía para todos nosotros el incentivo de un rito nuevo, luminoso y pagano, a juzgar por lo que nos habían contado los mayores, los que habían conocido otros tiempos. Bebimos vino abundante, comimos avellanas y churros, bailamos a los sones de una patética orquestina. Chola era la única chica que venía con nosotros. No es extraño que fuera difícil acercarse a ella. Poco a poco fueron venciendo su timidez los compañeros de nuestro grupo. Se lanzaban como aves de presa sobre las beldades campesinas, y cuando era aceptada su invitación a bailar, cada uno crecía unos palmos en hombría y experiencia. Llegó un momento en que fui el único que no tenía pareja, por lo que yo bailé desde ese momento sólo con ella.

Recuerdo sobre todo un vals -bien ritmado por el treintaitrés del bombo-. Fue algo casi irreal, vertiginoso. Manteníamos los giros para que el otro se marease. Y luego una zambra, donde mi escasa habilidad era sometida a difícil prueba. Seguía el ritmo penosamente, como si cojease, poniendo mis cinco sentidos en el pasito corto. Chola empezó a hablarme de su hermano, que acababa de escaparse de casa para alistarse en la Legión. Quedaba sola con la abuela. Los padres habían muerto poco antes de la guerra. Era como penetrar en estancias íntimas de su vida. Algo muy espiritual y, al mismo tiempo, tremendamente sensual. Me distraje oyéndola, admirándola. Olvidé el pasito corto y la di un pisotón. Gritó, sin poder contenerse: -¡Animal! Nos retiramos de lo que enfáticamente llamábamos la pista de baile: el piso de tierra de una bolera. Nos sentamos en una mesa apartada y bebimos cerveza.

Casi todo el tiempo estuvimos callados, y callados regresamos, nosotros dos, en el autobús que nos devolvía a la ciudad. Eran más de las once. Chola estaba cansada y apoyó la cabeza en mi hombro, como tantas veces había hecho con cualquiera de nosotros. Pero ahora yo sentía algo distinto. La despedí a la puerta de su casa.

-Me va a matar mi abuela si me oye entrar a esta hora -susurró.
Fue la última vez que la vi. La causa fue... Pero más vale dejar esto para otra vez. El hecho es que no la volví a ver hasta hoy.
En los años transcurridos pensé en ella, menos cuanto más tiempo pasaba. Pero el recuerdo de Chola fue un poco como un refugio en muchas horas negras. Me reproché no haberla dicho aquella noche algo como "¿Me dejas que te bese?" o "¿Quieres que seamos novios?". Me disculpaba a mí mismo diciéndome que éstas son frases demasiado solemnes para ser dichas por dos chicos de quince y diecisiete años. A veces el recuerdo venía acompañado de la música de aquella zambra interrumpida. El tiempo la había despojado de su tosquedad y era ya una hermosa melodía. Ella, seguramente, no volvió a acordarse de mí.

Esta es una historia que debía finalizar aquí. Un cuentecillo romántico, la chica pura, ingenua, alegre, dinámica que ha llenado muchas horas de evocación y que reaparece al cabo de diecisiete años, convertida en una mujer de vida inconfesable, amargada, sin alegría. De haber sido yo un buen narrador habría ordenado estos materiales provocando en el lector un choque patético, un estallido de emoción. Poco importa que la historia sea tan vieja como el mundo: después de todo siguen escribiéndose novelas de adulterio y poemas al dolor o a la muerte. Pero yo no sé terminar, en su punto justo, una historia; prefiero contar lo ocurrido hasta su verdadero final.

Me había dicho que solía bajar, por la noche, a "Parque Oro". Cuatro días después de nuestro reencuentro fui en su busca. Los hombres tampoco sabemos mantener cerrada nuestra caja de Pandora. Preferimos llegar hasta el fin, aunque allá nos espere la decepción.

Fui allá pensando que no debía ir. Pero fui. Eran las doce y media de la noche de un sábado. El café estaba materialmente atestado de público ruidoso, hombres con aspecto de ociosos, mujeres descotadas, no demasiado jóvenes. Unos altavoces ocultos goteaban sobre nuestras cabezas música adormecedora. Era casi imposible localizarla en medio del barullo.

Ella entró poco después de la una. La acompañaban dos mujeres vestidas con cierta ostentación. Se encaminaron a una mesa situada en el fondo del salón, donde había tres hombres esperándolas. Chola me saludó al pasar. -Estás muy solo-, dijo. Y yo contesté -Sí-. No se detuvo siquiera, no escuchó mi respuesta. Se movía con cierta majestad, graciosa por lo afectada. Se sentó con sus compañeros y estuvieron charlando. Al cabo de un rato vino hacia mí.
-¿Te importa que me siente un rato contigo?
-Claro que no.
-¿Habías venido por verme?
Vacilé antes de contestar. Yo mismo no lo sabía. La respuesta no debió de ser demasiado terminante ni suficientemente clara. La pregunté qué iba a tomar.
-Nada. Vuelvo enseguida con esos amiguetes. Habíamos quedado citadas con ellos, ¿sabes?
-Ya -contesté, desilusionado. Y, al cabo de unos instantes: -Me hubiera gustado haber charlado contigo.
-¿De qué?
-Qué sé yo. De...
Me interrumpió. -Ya habrá ocasión.
Se me ocurrió entonces, no sé cómo, la idea.
-¿Por qué no nos vemos mañana?
-Muy bien. Vengo todas las noches...
-No; por la mañana. ¿Te apetece una excursión?
Se echó a reír.
-No fastidies... -No dije nada. Ella pareció considerar la oferta. -Después de todo, no es ninguna tontería. Es domingo y... ¿Tienes coche?
-No -respondí. Me di cuenta de que el proyecto se había frustrado.
-Entonces... No se te ocurra invitar a ninguna mujer a salir de Madrid sin tener coche. No vas a tener mucho éxito.

-Me lo supongo. A pesar de todo, la que quiera salir conmigo tendría que venir en autobús. -Creo que enrojecí después de esta dignísima y ridícula respuesta. Era como lo de "pobre pero honrado".
-No me parece malo lo del autobús. ¿Por qué no vamos a Aranjuez? No he estado nunca, ya ves, viviendo en Madrid.
-Conozco un sitio donde se come...
-Qué bobaba. Prefiero hacer yo la comida, hijo. Soy una mujercita de mi casa. ¿Te gusta la tortilla de patata?

Fue como si la empezase a rescatar. El pelo teñido de rubio ceniza desapareció de su cabeza, y en su lugar vi el cortísimo cabello castaño. Desa-parecieron las patas de gallo, y el carmín excesivo de los labios, y el azul verdoso de los ojos. Me encantó oirla reír con la risa antigua.

El autobús salía a las diez y media. Chola apareció cuando estaba a punto de partir. Traía una bolsa de malla con varios paquetes. Vestía una falda verde y un jersey negro, bastante descotado. El volumen del pecho se le marcaba con descaro. Tenía los ojos cargados de sueño.
-Esto no hay quién lo aguante -exclamó entre bostezos. -Si no llega a ser porque me comprometí contigo no me meneo de la cama hasta la hora de merendar -Apoyó la cabeza en mi hombro (como entonces) -Ya me despertarás cuando lleguemos.

Pero no se durmió. Miraba a un punto indeterminado, respirando con sosiego.
-Dame un pitillo -dijo al verme encender uno. Negué con un movimiento de la cabeza. -Tú mandas-, se resignó encogiéndose de hombros. Me pareció que agradecía la imposición. Debía de estar cansada de decidir. En una ocasión, cuando yo me llevaba el cigarrillo a la boca, me lo quitó y luego me miró con aniñada expresión de temor que me hizo sonreír. Asentí, y ella le dio una chupada, aspirando con ansia el humo. Me lo devolvió sin mirarme.

Tomamos café al llegar. Puse la malla a la espalda y ella se cogió de mi brazo, marchando así por la orilla del río. Es curioso, pero a ninguno de los dos se nos ocurría nada que decir. Debíamos parecer un matrimonio unido por la costumbre y no demasiado enamorado. Encontramos al fin un lugar al borde mismo del río; estaba sombrado por unos árboles enormes, olorosos y oscuros. Del agua ascendía un resplandor que empapaba el cuerpo de Chola en una claridad verdosa e irreal. Dejamos la comida sobre la hierba y nos tendimos al lado de uno de los troncos. Sonaba el agua y la brisa y nos sentimos acunados por una paz maravillosa.

-Se está a gusto, ¿no te parece? -me preguntó. Asentí. Continuó hablando -Pero a mí me gusta el mar. Hace siete años que no piso una playa. Y la nuestra... -me agradó este nuestra- lo menos diez. No he vuelto por allá. -Se calló y al cabo de un rato, incorporándose, -Voy a darme un chapuzón. Anímate.
-No me apetece. A lo mejor, más tarde... -contesté.
Se alejó, ocultándose detrás de unos arbustos, y a poco volvió en maillot. Me agradó que no se desnudase delante de mí. Acaso sea una tontería mía, pero me agradó.

Se lanzó al agua y fue nadando hasta la otra orilla. Se movía con agilidad. Volvió pronto, y me animó: -Anda, hombre, anímate. Está el agua estupenda.

El pelo, lacio y pegado a la cara, le chorreaba. Los ojos le brillaban con renovada juventud. Yo no tenía ganas de abandonar mi cómoda postura. Chola dio unas cuantas brazadas más y al cabo de un rato salió del agua y se tendió a mi lado jadeando.
-Ya no está una para estos trotes -lamentó, riéndose. Se quedó pensativa. -¿Tú andarás ahora por los 35, ¿no?
-Los cumpliré en otoño.
-Recuerdo que eres un poco mayor que yo. Me llevabas entonces uno o dos años. Claro que ahora me llevas lo menos siete, ¿eh? me guiñó el ojo.

Comimos a las dos, allí mismo. La conversación se animaba. De pronto, con naturalidad, nos encontramos hablando de aquello, de entonces. Y lo hacíamos sin pena. Nos reímos imaginando la vuelta de Chola a nuestra ciudad. Iría casada, llevaría coche, y yo la besaría la mano cuando nos encontrásemos. Me presentaría a su marido. Proyectábamos con humor esta divertida farsa de la respetabilidad.

Las palabras fueron cada vez más escasas. Yo tenía las manos enlazadas detrás de la nuca y miraba el cielo limpísimo por entre las hojas oscuras. Sonaba el río como el mar de nuestra niñez. Finalmente dejamos de hablar. Era un momento de una dulzura e intensidad irrepetibles. En una ocasión volví la cara hacia ella y la vi dormida.
Se me ocurrió entonces una idea absurda: ir a comprar fresas. Cuando despertase las encontraría, olorosas y frescas, a su lado.
Cogí mi cartera de la chaqueta y recorrí lentamente, siguiendo el río, el kilómetro escaso que había hasta Aranjuez. Compré las fresas en el primer puesto que hallé y regresé enseguida. Chola seguía dormida. Había transcurrido una hora desde que la dejé. Me apoyé contra el tronco del árbol y encendí un cigarillo. Se despertó.
-¿Qué hora es? -preguntó.
-Las cinco y veinticinco -contesté mirando el reloj.
-¿He dormido mucho tiempo? Estaba hecha polvo.
La mostré las fresas.
-Eres un tío estupendo. ¿Las metemos mano?
Comíamos con la glotonería de unos chiquillos hambrientos. En una ocasión tomé una fresa y se la ofrecí. Ella abrió la boca y cerró los ojos, como hacíamos de niños, y yo me entretuve en mancharla los labios y la barbilla con el zumo. Abrió los ojos y me miró fijamente.
-Ahora -dijo- tendrás que... -titubeaba- ...tendrás que limpiar lo que has manchado.- Acercó su cara y describió con el dedo índice un círculo en torno a la boca, indicándome. Yo la besé suavemente. Me abrazó con fuerza, sin yo esperarlo, apretó sus labios contra los míos, me mordió. La apreté con violencia porque me repugnaba aquella pasión. Me parecía fuera de lugar, estúpida y sucia y, sobre todo, no era verdadera. Nos miramos sin decir nada. Rompió ella el silencio.
-Oye, rico, qué te has creído. Yo no he venido aquí a perder el día.
-Yo no creí que lo perdíamos.
-Pues yo sí lo creo. Con el bolsillo no se juega.
-Perdona. ¿Qué va a costarme tu dulce compañía?
-¿Lo dejamos en trescientas?
Me encogí de hombros. Busqué en mi cartera y en mis bolsillos. Hice algo que, no sé por qué, me parecía entonces humillante. Elegí toda la moneda menuda y la fui amontonando sobre la hierba. La conté despacio, avaramente, y la empujé hacia ella. -Cuenta el dinero -dije.

Volví a tenderme, cara al cielo, canturreando. Estaba triste. Ni siquiera me irrité por lo estúpido que había sido, que seguiría siendo. Después de todo, ¡qué otra cosa podía esperar! Había montado aquella farsa para satisfacción propia. La pobre mujer acosada por la vida, con la nostalgia de la infancia, el viejo amigo que la trata con el respeto y el cariño de antaño. Elementos muy bonitos para novelar, a la manera romántica, la realidad. Ahora veía que la realidad era muy distinta. Volví a mirarla, y me dio asco. A veces nos da asco todo lo que no está de acuerdo con la propia estupidez. Y, no sé, fue como si, para no verlo todo tan vil, necesitase yo envilecerme. El hombre se suicida cuando se derrumban sus ídolos. O quizá lo hice para arrasar de ella el último refugio de pureza y sosiego y claridad. Después de todo uno no sabe, sino muy remotamente, la causa de sus acciones instintivas. Chola, sentada en el suelo, con las rodillas a la altura de la barbilla y las manos cogiéndose los tobillos, estaba pensativa, mirando al agua. Dejé de canturrear la cancioncilla alegre que tanta tristeza me dictaba, y la silbé, como a un perro.

-Eh, tú: que no estoy dispuesto a perder mi dinero.
Empleé las palabras más soeces, más bajas, más ofensivas. Lo hice deliberada y fríamente, con la crueldad de quien acaba de ser herido. Ella, con docilidad silenciosa, se fue tras los arbustos y me esperó. Fui detrás de ella y, siempre canturreando, consideré el lugar, como si fuera a medirlo o comprarlo. Nos sentamos y la atraje hacia mí con fuerza, con brutalidad casi, pero sin pasión. Y entonces ella se echó a llorar, con gemidos infantiles, temblándole el cuerpo. Estaba palidísima. Y me dijo: "No podría contigo. Perdóname". Y yo le di un beso en la mejilla y contesté: "Perdóname".