Prisioneros durante la construcción de un gulag.

Prisioneros durante la construcción de un gulag.

Historia

Cuando las dos Españas se reconciliaron en el gulag de Stalin: 'rojos' y 'azules' en el infierno

Un libro reconstruye la odisea de un grupo de republicanos detenidos en Berlín y deportados a la URSS, donde coincidieron con presos de la División Azul.

5 marzo, 2023 01:39

En la embajada franquista de Berlín ondeaba la bandera tricolor. Unas cuatro decenas de republicanos españoles habían asaltado el edificio aprovechándose del caos que imperaba en la capital del Tercer Reich tras el triunfo soviético, en mayo de 1945. Entre ellos se encontraba Manuel Pérez Solana, un antiguo sargento santanderino durante la Guerra Civil y padre de cuatro hijos que se había enrolado en el programa de la Comisión Interministerial para el Envío de Trabajadores a Alemania (CIPETA). Ante las penurias que afrontaba en su país natal, decidió marcharse al extranjero con un contrato con la empresa de ferrocarriles Reichsbahn, fundamental para el esfuerzo bélico nazi y clave en el envío de miles de judíos a los campos de exterminio.

Otros de los republicanos berlineses habían sido forzados a trabajar directamente para los alemanes: tras exiliarse en Francia, fueron los obreros con los que el régimen de Vichy satisfizo las demandas de Hitler que reclamaban mano de obra. Pero el día 15, ni una semana después del Día de la Victoria, se enfrentaron a unos nuevos captores. Los miembros del Ejército Rojo irrumpieron en lo que se había convertido en la Misión Republicana de Berlín y detuvieron a todos los que estaban allí. Apenas media docena logró escapar saltando por una ventana trasera que daba a la embajada danesa.

Pérez Solana y sus otros camaradas fueron deportados a la Unión Soviética, al gulag. En una de esas extraordinarias situaciones que traza el destino, coincidieron en el campo número 74 de Oranki con otros prisioneros españoles: los miembros de la División Azul que habían sido capturados en la batalla de Krasni Bor.

Matilde Cimiano Molina y Manuel Pérez Solana en 1936, año en el que contrajeron matrimonio. Cortesía de Mónica Pérez.

Matilde Cimiano Molina y Manuel Pérez Solana en 1936, año en el que contrajeron matrimonio. Cortesía de Mónica Pérez.

Su familia, sin embargo, estuvo décadas sin saber nada de Manuel. La última vez que su esposa Matilde recibió parte del salario de su marido fue en enero de 1945. Tras quedar libre, trabajó en una fábrica de champán en una pequeña ciudad costera de Crimea. Su nombre aparece en la lista elaborada por la Comisión Coordinadora de Repatriados en 1957, por lo que tuvo en mente regresar a España. Pero en una actualización posterior aparece tachado con color rojo. Nunca se subió a uno de los barcos que devolvieron a su patria a republicanos y divisionarios, a rojos y azules. Manuel Pérez Solana murió a finales de 1958 en Simferópol, pero nadie sabe dónde está enterrado.

La estremecedora odisea de este hombre por la Europa de los totalitarismos, de los 35 republicanos arrestados por los soviéticos en Berlín y deportados al gulag seguramente por haber contribuido con su trabajo a la maquinaria bélico-económica del Tercer Reich, es la historia que vertebra Un amigo en el infierno (Espasa), el primer libro del periodista Julen Berrueta. No se trata de un ensayo, sino un relato de ficción que conjuga en 13 personajes inventados todos los avatares del grupo de los berlineses. La narración, en primera persona, corre a cargo de un comunista que exhala idealismo llamado Alfredo Morales.

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"Así se me hacía más sencillo contar una historia en la que nadie sabe lo que va a pasar: se ve más clara la incertidumbre, las contracciones a las que se enfrentaron… Esa gente no sabía si iba a sobrevivir al día siguiente", explica el autor sobre la forma de reconstruir este episodio bastante desconocido, y que cuenta con un capítulo de resistencia y convivencia emocionante en los campos de concentración de Stalin

Firma de Manuel Pérez Solana aceptando marchar a Berlín a trabajar. Cortesía de Mónica Pérez.

Firma de Manuel Pérez Solana aceptando marchar a Berlín a trabajar. Cortesía de Mónica Pérez.

Al llegar a Oranki, donde estaban cautivos el capitán Teodoro Palacios y el resto de voluntarios de la División Azul, los republicanos recibieron una acogida inesperada. El alférez José del Castillo, al escucharles hablar español, exclamó de forma entusiasta: "¡Viva España!". "Sabemos poco de su vida cotidiana en el campo, pero hubo al principio un sentimiento de rechazo hacia los divisionarios que posteriormente se traduce en una especie de pacto de no agresión", comenta Berrueta. Les enseñaron sus derechos como internos e incluso les aconsejaron que se declarasen en huelga de hambre si les obligaban a trabajar forzosamente como "soldados prisioneros". 

"Más allá de los relatos de frío y las enfermedades, esto es lo que sobresale en las memorias y diarios", confiesa el periodista. "Frente a esas circunstancias extrema, la lengua los unió a todos, les permitió entenderse más allá de las diferencias y les permitió seguir con vida. Lo que en España no se ha conseguido, al menos se logró momentáneamente en la URSS", reflexiona. Berrueta también asegura que no comparte ese "pacto de equidistancia en el que se divide la responsabilidad moral de la Guerra Civil, en que ambos bandos cometieron crímenes": "En la novela dejo claro que unos cometieron el golpe de Estado y otros intentaron defender la legalidad de la República".

Portada de 'Un amigo en el infierno'.

Portada de 'Un amigo en el infierno'. Espasa

La muerte del dictador Stalin, de la que se cumplen siete décadas este domingo, rebajó la psicosis en la Unión Soviética e inició un periodo de cierto aperturismo que propició las condiciones para el regreso de muchos españoles. El buque Semíramis transportó desde Odesa, de donde zarpó el 22 de marzo de 1954, hasta Barcelona a 248 divisionarios, 34 civiles republicanos y cuatro niños de la guerra. A esta primera expedición le siguieron siete más entre 1954 y 1959.

Sin embargo, la historia de los berlineses siguió por norma general lejos de España. "La mayoría rehizo su vida en la URSS, abandonando por obligación a sus familias y casándose de nuevo. Aceptaron el sistema soviético como vida rutinaria, aunque les chantajearon de alguna manera: era o seguir en el campo o dejarlos libres en Rusia", detalla el autor. Enrique Menéndez Blanco, por ejemplo, se asentó en la ciudad ucraniana de Artémivsk y contrajo matrimonio con una mujer de familia polaca. "Son historias que ha rescatado uno de los muchos integrantes de esas familias en las que ha imperado silencio: casi todos pensaban que habían muerto en la guerra".