Image: Arthur Miller, la conciencia de un siglo

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Teatro

Arthur Miller, la conciencia de un siglo

por César Oliva

17 febrero, 2005 01:00

Arthur Miller. Foto: Susan Johann

Ruptura, compromiso y profundidad escénica son sólo algunos de los sustantivos que merece el legado dramatúrgico del recientemente desaparecido Arthur Miller. Sólo nombres como Tennessee Williams y O’ Neill estuvieron a su altura en el teatro norteamericano del siglo XX, un teatro capaz de grabar a sangre y fuego algunos de los perfiles humanos más crudos de la escena universal. Obras como La muerte de un viajante, Panorama desde el puente, Las brujas de Salem o El precio han mostrado sin filtros la rica y compleja naturaleza del ser humano. Como homenaje al enorme talento e intuición de Miller, Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2002, el catedrático César Oliva analiza la importancia de su creación en el teatro contemporáneo y su fértil relación con España.

Si O’Neill es el Esquilo de la dramaturgia norteamericana, Arthur Miller es Shakespeare; o Corneille; o Lope de Vega, pongamos el nombre que queramos, pero siempre representativo de ser el cimero de un teatro nacional, el que consiguió lo que no consiguieron los otros. El número 1.

Arthur Miller (1915-2005) encabeza una generación de grandes escritores americanos, con ricos antecedentes que ya estaban habituados en combinar su oficio de escenarios con el de platós. El nuevo teatro americano del siglo XX está fuertemente influido, en su construcción, por el nuevo lenguaje fílmico, de modo que bien se podría hablar de un antes y un después del arte de la escritura teatral, poniendo como inflexión la primera película hablada, El cantor de jazz (1927). Es el momento en el que todo dramaturgo que se precie tiene que estrenar sus obras en el escenario, para enseguida pasarlas a guión cinematográfico. Es la señal del éxito. A veces, es tal el furor de la nueva industria, que los autores escriben directamente para la gran pantalla. En ese medio aparece Miller, al lado de Tennessee Williams, ambos con el firme propósito de no cambiar la lógica de crear sus dramas, primero para las bambalinas, y luego, si todo sale bien, para la claqueta.

Aunque su primera obra fue un rotundo fracaso (The man who had all the luck, 1944), con la siguiente All my sons (Todos eran mis hijos, 1947) consiguió ser reconocido como un autor de denuncia capaz de inventar personajes tan sólidos como veraces. Qué duda tiene que, apenas dos años de terminada la II Guerra Mundial, fue mérito y atrevimiento llevar a la escena el conflicto de un padre enriquecido con ambiguos negocios de construcción de material de guerra, por cuya causa murieron muchos soldados americanos, uno de ellos, sin duda, su propio hijo. El nombre de Arthur Miller fue enseguida sinónimo de audacia, de ruptura, y no sólo por motivos temáticos sino estructurales.

Siguiendo una línea argumental diríase que tradicional, la rompe en el espacio y el tiempo, a la manera de Priestley o Wilder, en busca de sorprendentes efectos dramáticos. Así, estrena Death of a saleman (Muerte de un viajante, 1949), que para muchos es la primera gran obra del teatro de la segunda mitad del siglo XX. Aquí la denuncia comprende toda una clase social, habitante del engaño, de la mentira y de la hipocresía. El conflicto de un vendedor comercial, otro tiempo próspero, y llegado a una decadencia en la que él mismo es principal culpable, sirve para mostrar las difíciles relaciones de la familia media americana. Añádase a ello una textura dramática sorprendente por la mezcla de realismo y expresionismo. Su estreno fue un éxito memorable, que se repitió como un tam-tam por los escenarios de todo el mundo, incluido Madrid. La obra consiguió el Premio Pulitzer así como el del Círculo de Críticos Teatrales.

Su admiración por Ibsen se pone de manifiesto cuando adapta Un enemigo del pueblo (1950), verdadero antecedente de su siguiente obra original The Crucible, (Las brujas de Salem, 1953). Este drama supuso el mayor alegato sobre los juicios que se estaban llevando a cabo por el senador Joseph McCarthy, que trataban del peligro comunista en la sociedad americana, sobre todo, en la sociedad intelectual. La historia de las acusaciones de brujería en la pequeña localidad de la Nueva Inglaterra fue una dura metáfora que conmovió a todos los espectadores. De nuevo, el lenguaje escénico experimentaba una saludable transformación, pues la apariencia realista nunca ocultaba continuas rupturas expresionistas. A view from the bridge (Panorama desde el puente, 1955) reproduce uno de los temas candentes de esos años, cual era la llegada de emigrantes de todas partes del mundo, y su difícil irrupción en la sociedad americana. Su reciente puesta en escena, dirigida por Miguel Narros, demostraba cumplidamente la actualidad del argumento, fácil de aplicar a la España de entre siglos.

Pero la vida de Arthur Miller cambió de manera notable cuando contrajo matrimonio con la famosa actriz Marilyn Monroe. Su boda, que coincidió con el estreno de la anterior obra, le dio una popularidad auténticamente impensable para un autor de teatro. Quizás por ello, y por su dedicación al cine con algunos guiones emblemáticos, como el de The misfits (Vidas rebeldes, 1961), de John Huston, permaneció ocho años alejado de los escenarios; justo el tiempo que estuvo casado con la famosa actriz. En 1962 contrajo nuevo matrimonio con la fotógrafo Ingeborg Morath, y dos años después, estrena de nuevo.

Esta vez un texto durísimo, claramente autobiográfico, en el que su recurrente tema de la tragedia del hombre corriente, se convierte en personal espejo. After the fall (Después de la caída, 1964) trata de su vida con Marilyn, pero también de un drama personal de imposibles dependencias. The price (El precio, 1968) es posiblemente su último gran éxito popular, con más de cuatrocientas representaciones en su primera aparición en los escenarios. Antes había escrito Incident at Vichy (Incidente en Vichy), sobre el conflicto entre nazis y judíos durante la II Guerra Mundial. Sus siguientes obras no tienen apenas repercusión, siendo rápidamente retiradas de cartel: The creation of the World and other bussiness (1972) y The american clock (1980). Otras siguientes, ni siquiera tuvieron la seguridad de su estreno.

Su poética se muestra de una manera interesante y sugestiva en una colección de ensayos que publica Robert A. Martin en 1971 con el título de The theatre essays of Arthur Miller. A la muerte de Tennessee Williams, en 1983, y a pesar de un evidente oscurecimiento en su trayectoria, Miller quedó como principal representante de la dramaturgia americana del siglo XX. En una de sus últimas visitas a España llamó la atención que se mostrara contento por tener sus obras en pequeños teatros de Broadway, en el llamado ‘off Broadway’, al tiempo que lamentara que éste era el destino del teatro en el siglo XXI. él, que lo había tenido todo en los grandes escenarios de Nueva York.


De Buero a Tamayo
No deja de llamar la atención la profunda relación que guarda la trayectoria de Arthur Miller con la de Antonio Buero Vallejo. No han sido pocos los críticos que han visto en nuestro autor determinados préstamos del dramaturgo americano, pero, si nos fijamos en las fechas de creación, y, sobre todo, de traducción y estreno en España, convendremos en que hay más de coincidencia histórica que de otra cosa. Bien está que la presentación de Muerte de un viajante en Madrid, en 1952, sea un año después de En la ardiente oscuridad.

A propósito del estreno de la obra de Miller en el Teatro de la Comedia, y de la enorme repercusión que tuvo en el público madrileño, contaba José Tamayo que una vez terminado el ensayo general, seguido con enorme entusiasmo por un selecto grupo de invitados, se le acercó Eduardo Haro Tecglen para decirle:
-¡Qué extraordinaria obra, don José! ¡Qué placer poder verla en Madrid! ¡Es tan buena que no creo que tenga mucho público…!

A la salida del ensayo, contaba el director granadino, todos comprobaron que la cola de gente para sacar entradas daba la vuelta a la calle del Príncipe. Carlos Lemos, Josefina Díaz y Paco Rabal fueron los protagonistas.

El mismo Tamayo dirigió también Las brujas de Salem, en 1956, en versión de Diego Hurtado, ya como director del Teatro Español,. De nuevo Paco Rabal era el protagonista, junto a Asunción Sancho, Analía Gadé, Berta Riaza y un largo reparto de primeras figuras.