Loquillo durante su concierto este viernes, en Madrid. Foto: Juanjo Martín / EFE

Loquillo durante su concierto este viernes, en Madrid. Foto: Juanjo Martín / EFE

Música

Loquillo tira de clásicos y de oficio en su concierto de Madrid

El cantante presenta en el Movistar Arena la gira ‘Corazones legendarios’, un recorrido de sus canciones más famosas y reivindicando su papel en el rock and roll durante las últimas cuatro décadas.

Más información: Una Rosalía vestida de monja anuncia la fecha de salida de 'Lux', su nuevo disco

Publicada
Actualizada

Hace tiempo que Loquillo sabe que la vida iba en serio. Lo ha experimentado en los últimos años con una enfermedad que casi le aleja de los escenarios. Por eso, la noche del Movistar Arena prometía ser algo especial. Legendaria, como el disco que presentaba junto a una quincena de colaboradores. Y José María Sanz, nombre oficial de este tipo de 64 años, lo consiguió a su manera: brindó una celebración del oficio, del tiempo en los escenarios y de la actitud de quien nunca ha dejado de sentirse joven, pero tampoco ha tenido miedo de envejecer.

La noche arrancó con Madrid, una obertura casi cinematográfica, con la banda ajustándose como un engranaje que lleva décadas funcionando. El público -fiel, multigeneracional, expectante- rugió desde el primer acorde. Loquillo apareció con paso firme y esos acordes infalibles, con ese aire de tipo que ya ha visto de todo y aun así sigue dispuesto a ganar, a apostar a doble o nada.

Lo siguiente fue una declaración de intenciones: cantó Línea clara como si fuera un grupo de punk, comprimiéndola en dos minutos y marcando el tono de un rock elegante, con guitarras espinosas y letras que ahora suenan más sabias que insolentes.

Con María y El mundo necesita hombres objeto finalizó una primera tanda de cuatro trallazos a bocajarro. No se inmutó hasta entonces. No se dirigió al público. No sudó. Simplemente se dedicó al dramatismo. Las luces, en tonos azules y granates, envolvían la figura del ‘Loco’ como si cada pista se contara desde un lugar distinto de su memoria.

Con El hombre de negro y El rompeolas, el tono cambió: saludó al público con humor, con sorna y con el aplomo de quien no necesita impostar carisma. Tras esa canción, hizo una pausa breve y levantó la mirada: “Gracias, Madrid”, dijo con voz grave.

Loquillo durante el concierto en el Movistar Arena de Madrid. Foto: Juanjo Martín / EFE

Loquillo durante el concierto en el Movistar Arena de Madrid. Foto: Juanjo Martín / EFE

Sobrio, con un único toque discordante de Igor Pascual (que ejercía de almirante en aspecto y forma), sacó brillo a lo cotidiano. Loquillo dejó fluir el tiempo, consciente de que el rock también necesita un poco de oropel. La elegancia no estaba reñida con la contundencia. Lo demostró con La Belle Dame sans Merci, ese guiño afrancesado de su discografía donde alteró la voz a algo más íntimo. Las luces bajaron y el público -acostumbrado a una épica a ratos impostada- sintió la vulnerabilidad de un artista que, más que cantar, parecía recitar recuerdos.

Acometió Los buscadores con ese aire de investigación perpetua que define a todo rocker maduro: no se trata tanto de encontrar algo, sino de no dejar nunca de indagar. Con un ambiente más confesional, Loquillo bajó el micrófono y pronunció las primeras palabras. Casi como si pensara en voz alta, espetó: “Soy un Frankenstein de todas las personas y todos los lugares que he visitado. Son parte de mi vida. Todos los que me dejaron y los que dejé”.

La frase, tan suya, resonó en el recinto como una especie de manifiesto vital. No hubo pose, sino gratitud. Incluso se adivinó alguna lágrima inmediatamente antes de que sonara Cruzando el paraíso, un alegato de pulso sereno, eco de esa reflexión crepuscular.

El tramo central se convirtió en una lección de trayectoria y nostalgia. Memorias de jóvenes airados trajo de vuelta la consistencia de sus mejores letras, levantando a aficionados veteranos y nóveles. La pista ardió con Rock suave, ese mantra elegante y combativo que marcó una tregua antes del estallido. En medio, una broma que provocó algunas risas: “Todos vosotros y todas vosotras deberíais encender el móvil”, ordenó con su media sonrisa de actor clásico. Y obedecieron: miles de luces se alzaron y el Movistar Arena se transformó en el firmamento de una estrella absoluta.

“Me gustaría invitar a alguien a quien quiero desde el primer día que me dio su teléfono”, anunció a continuación, provocando un murmullo de expectación. Y entonces apareció Olvido Gara, Alaska, envuelta en un brillo negro plateado. “Sigue siendo coherente consigo mismo”, constató ella, antes de bailar juntos El rey del glam. La química fue inmediata, casi teatral. Dos iconos de la modernidad ochentera convertidos en maestros de ceremonias de su propio mito. Hubo más que chispas: amor, respeto. Y una ovación que duró varios minutos.

Después de ese punto álgido, Loquillo regresó al terreno que más domina: engarzar clásicos sin rechistar. Rock and roll actitud fue pura declaración de principios que coreaban hasta los más pequeños. La mataré, una provocación que aún pone los pelos de punta mientras enardece a la masa. Besos robados y Rock del garaje sonaron musculosas, callejeras, recordando de dónde viene todo esto: de bares, de carreteras, de noches sin promesa de amanecer. Y Feo, fuerte y formal puso el broche requerido: la caricatura, la mueca ladeada, la guinda a una carrera sin igual.

Loquillo en un momento del concierto en el Movistar Arena. Foto: Ricardo Rubio / Europa Press

Loquillo en un momento del concierto en el Movistar Arena. Foto: Ricardo Rubio / Europa Press

Y hubo un momento para mirar atrás con gratitud. Repasó sus actuaciones en 2020, con la ya olvidada “normalidad” de la Covid. Continuó con un agradecimiento a su equipo en el siguiente concierto de 2022: “Están donde haga falta”, afirmó. No lo dijo como quien se arrepiente, sino como quien celebra la resistencia. Por último, citó la adaptación de una frase de Scott Fitzgerald: “Seguimos remando, como barcos en contra de la corriente, llevados de vuelta incesantemente hacia el pasado” para el redoble final. Rock and roll star incendió la pista. Y con Cadillac solitario la emoción se hizo colectiva.

No hubo un solo espectador sin la letra en los labios. Loquillo cerró los ojos, dejó que el público terminara el tema, y durante unos segundos el silencio posterior pareció eterno. No hacía falta bis. Lo esencial ya se había dicho. Nadie lo pidió, de hecho. El concierto del Movistar Arena no significaba una simple gira más. Era una reivindicación de la coherencia, de la dignidad y de la permanencia del rock como forma de estar en el mundo, tal y como ha expuesto en el álbum Corazones legendarios.

Loquillo ofreció una mirada atrás mientras daba una clase magistral de presencia. Pero se quedó corto: tras los aplausos y esa consciencia de que la vida iba en serio, el público añoraba más sustancia. Incluso con aplausos generosos, se echó en falta más dedicación. Las dimensiones del teatro lo demandaban. Y aunque Loquillo encarnó cómo hay artistas que no necesitan perseguir el presente para seguir siendo contemporáneos, la ocasión se pintaba especial. Cumplió, gracias al bagaje y a un repertorio a prueba de modas. Y eso, quizás, es el único argumento de la obra.